Alessandra Riccio, napolitana que residiera en Cuba, supo vivir, como tantos extranjeros izquierdosos, de los beneficios que les brindaba el régimen totalitario. No sé si llegó a ser uno más de los colaboradores secretos de la Seguridad del Estado, captados por el Comandante Manuel Piñeiro “Barba Roja”, por cierto, fallecido en circunstancias dudosas en un momento en que esa muerte resultaba muy conveniente para los hermanos Castro, pues con sus secretos como amanuense privado de Fidel podía hundirlos ante la justicia internacional.
Lo cierto es que la señora en cuestión ha hecho un libro sobre sus recuerdos de Cuba, al menos los que puede o le permiten contar, porque si contara algunos otros sería catalogada de traidora por aquellos que la auparon durante tantos años en la isla. Sin ver el libro –realmente entre la lista de textos que me faltan por leer no creo darle lugar–, estoy seguro de que no contó, lógico con su habitual falta de honestidad, que cuando fue jurado del género cuento en el premio “Casa de las Américas” en 1992, junto al cubano y gran escritor Abilio Estévez, y la fabulosa escritora argentina Luisa Valenzuela, la Seguridad del Estado les prohibió premiar mi libro “Sur: Latitud 13”, por las desgarradoras historias de los internacionalistas cubanos en África. No contará que ellos, como jurados, cedieron ante aquellas demandas “extraliterarias” porque, según Abilio, los oficiales de la policía política les dijeron que si me premiaban me harían mucho daño. Casualmente, alguien allegado a la Riccio me contó que poco tiempo después se fue de Cuba desilusionada y dolida por haberse visto “obligada a cometer tal injusticia”; tanto fue así, según me dijeron, que se había negado a conocerme por la vergüenza que sentía ante su actuar.
Abilio y Valenzuela, por lo contrario, sí decidieron enfrentar su culpa y contarme lo sucedido. El primero me explicó lo ocurrido; luego, lo hizo con otros, sobre todo varios años después en un viaje a República Dominicana, cuando contó aquel bochornoso suceso a varios colegas y editores, quienes corroboraron su dolor y vergüenza por aquel asesinato literario. Por su parte, al conocerme, Luisa Valenzuela se sorprendió de lo joven que yo era (recuerdo que exclamó que tenía la misma edad de su hija) y, de inmediato, me propuso llevarme para Argentina, gesto que le agradecí, aunque me negué.
Para mayor bochorno, el año pasado, a raíz de mi encarcelamiento, aparece la Riccio en una truculenta lista de “mujeres contra la violencia”, apoyando la injusticia del gobierno que me condenó sin pruebas, en un juicio amañado donde no sirvió de nada que mi abogado demostrara mi inocencia con cinco testigos, videos y pruebas documentales, que pudieron ser fácilmente consultados por la Riccio en internet. Pero, como en los viejos tiempos del ya mencionado Comandante Barba Roja, ella prefiere acudir rauda al llamado del tirano a plasmar su firma, como si no le bastara ya cargar con el peso de la vergüenza de aquella otra injusticia literaria que había cometido contra mi persona y mi carrera literaria.
Ahora la nostalgia la ha hecho escribir un libro recordando la parte autorizada que se puede narrar y el periódico Granma ha sacado una foto y un reportaje sobre su amor hacia Cuba (aunque me atrevería a corregir y cambiar Cuba por dictadura). No se preocupe, Riccio, su papel de lamer bota lo ha hecho bien y el tirano la premia.
¡Enhorabuena!
Ángel Satiesteban-Prats
Prisión asentamiento de Lawton. Mayo de 2014
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