24 de Diciembre del 2012 | etiquetas: Factual, Navidad, Manel Carrasco
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Ya estamos otra vez. Llega diciembre y empezamos a oler el muérdago, a saborear las comidas pantagruélicas, a ver las reposiciones de Martes y Trece en Televisión Española… Navidad, ni más ni menos, época de reencuentros con los que están fuera (cada vez más) y día de recogimiento de las familias bien avenidas (cada vez menos). Es que en el fondo es una fecha entrañable: Asistes a la reunión familiar del día 25. Coges aire. Busca un buen sitio donde sentarte. Entre bocado y bocado, observas el panorama.
La abuela preside la mesa. Al pavo le han pegado fuego (a juzgar por su aspecto). El nene no para de dar patadas. El abeto languidece en una esquina. El pesebre corona el conjunto. Todo el mundo pone cara de pedir la hora. Y encima siempre hay un cuñado plasta que te suelta que en su casa la navidad se celebra por todo lo alto. Y tú contienes las ganas de espetarle que todas las navidades se parecen (y todas son esperpénticas a su propia manera) y que para celebrarla por todo lo alto habría que invertir los términos y colocar a la abuela en el pesebre, al nene pegando patadas sentado en lo alto del abeto y poner al pavo a presidir la mesa. Y pegarle fuego al cuñado plasta. Pero en vez de eso lidias estoicamente con el conjunto y, como buen hincha de fútbol, tras el segundo plato eres tú quien empieza a pedir la hora.
Pero no siempre es tan negro el panorama. También hay grandes momentos que debemos atribuir al efecto de estas fiestas. Son un marco donde todo es posible, y hay pocas festividades capaces de aglutinar tanta emotividad bien o mal gestionada, tantas posibilidades narrativas. Cine y navidad son un binomio tradicionalmente fecundo. Para empezar, porque en estas fechas las salas se llenan de público familiar, ávido de blockbusters y propuestas adecuadas a la época en que nos encontramos. Pero más allá de este fenómeno estrictamente comercial el cine ha encontrado en el caldo de emociones y de iconografía genuinamente navideña una mina de posibilidades a explotar, capaz de aportar grandes dramas y extraordinarias comedias sobre la condición humana, su miseria y su bondad en un contexto especialmente proclive a sacar lo más granado de ambas. Y en filmin tenemos unas cuantas muestras de ello:
Navidad en familia
Vuelves a casa, al redil del hogar familiar. Te sientas a la mesa. Afirmas estar contento de ver a todo el mundo, a gente con la que no coincides en todo el año (mientras en tu fuero interno una vocecita te recuerda que si no quedas más con ellos, por algo será). Atacas el primer plato, el segundo, el tercero, el cuarto… La sobremesa se alarga, pero en eso consiste también la navidad: en recordar que para bien o para mal tienes una familia. Algo parecido le ocurre al personaje de Mathieu Amalric y al resto de los complicados Vuillard en Un cuento de navidad (2008). Arnaud Desplechin presenta un extraordinario mosaico familiar marcado por la enfermedad mental y la pérdida, pero que actúa como un resorte de emociones capaces de recordar al espectador que todos, de un modo u otro, pertenecemos a un universo relacional imperfecto pero bellísimo. La voz de Desplechin resuena con fuerza, capaz de despertar por sus personajes ternura e incomodidad a partes iguales. Una de las películas más extraordinarias del reciente cine francés, con un reparto de campanillas y el gusto de los galos por el retrato de las interioridades más recónditas de esa cosa que llamamos familia.
Y si Desplechin presenta sus credenciales como cineasta de futuro, un director que ya ha conseguido la categoría de eterno es Ingmar Bergman, y uno de los títulos que más han contribuido a ello es Fanny y Alexander (1982). Bergman nos introduce en el universo de una familia acomodada en la Suecia de principios de siglo XX. A través de las miradas de los dos niños que dan título a la película, ambos en el umbral de la adolescencia, asistimos al drama que sacude a los Ekdahl, donde el amor, la muerte, el hedonismo y la intransigencia nutren el relato hasta convertirlo en una de las mayores obras maestras de la filmografía del cineasta sueco. La fiesta de navidad que se desarrolla en el primer acto es un prodigio cinematográfico, influido por los recuerdos del propio director, y su peso en la película va más allá de detonar la historia: entre la melancolía y la idealización de la infancia, es un espejo distorsionado del recuerdo que muchos de nosotros tenemos de estas celebraciones. Será otra época y otro tono, pero el eco de los personajes de Bergman se puede asemejar prodigiosamente al que resuena en nuestras cabezas cuando miramos hacia atrás, y buscamos los escenarios de la navidad de nuestra infancia. Debería estar en un museo.
El anteriormente conocido como Nicolas Cage rodó en el año 2000 una película pensada en y para las navidades, de ésas de moralina familiar y defensa del americano medio. Eso fue cuando el tamaño de sus peluquines, de sus espasmos maxilofaciales y de sus derroches profesionales aún estaba bajo control, y el cine de acción desbocado era un elemento accesorio en una vida cargada de éxitos. Cómo cambian algunas cosas, a juzgar por las hileras de estantes que ocupa su producción reciente en los videoclubs (y nada más que en los videoclubs) de medio mundo. Family Man (2000) presenta a un exitoso hombre de negocios que por una carambola sobrenatural del destino amanece al lado de su novia de instituto, confrontado al clásico “¿qué hubiera pasado si hubiera tomado otro camino?.” La crisis es evidente: ¿Qué es mejor? ¿Poder e influencia con un vacío en el estómago? ¿Babuchas y batín en un cálido núcleo familiar? Podría ser una premisa del Frank Capra que puso a James Stewart al borde de un puente en Qué bello es vivir (1946),y en manos de Brett Ratner se convierte en una comedia dramática pensada para toda la familia, ideal para una tarde navideña donde la digestión es una prioridad y no estamos para sesudos experimentos en celuloide.
¿Dulce navidad? Sí, hombre…
Hemos tenido que pasar siglos sumidos en el engaño para que alguien cayera en la cuenta: Santa Claus es un tío vestido de terciopelo (o de felpa) rojo que se cuela en tu casa con nocturnidad y alevosía, sin conocerte de nada, entrando por la chimenea y marchándose de allí sin dejar más rastro que unos paquetes sorpresa. ¿Qué demonios quiere? ¿Cómo puede dar muestras de un comportamiento tan extraño (casi perturbado) en los tiempos que corren? Con semejante premisa, a ver quién es el guapo que abre los regalos. Sin embargo ahí estamos, encantados con los paquetes, picando cada año como unos ingenuos. Dick Maas lo tiene muy claro y por eso presenta Saint (2010) que recoge una tradición hermana al Papá Noel anglosajón. En muchos países de Europa el 5 de diciembre el obispo San Nicolás deja regalos y fruta para los niños que han sido buenos… o eso es lo que nos creemos nosotros, porque en realidad es un psicópata de ultratumba obsesionado con escabechar al que se le ponga por delante, preferentemente infantes. Irreverente y gamberro, Maas parte del archiconocido modelo del slasher norteamericano y lo traspasa a una tradición tan popular entre los más pequeños como susceptible de caer en la cursilería y el materialismo exacerbado. ¿Regalos para los niños buenos? No, guadañas para los adolescentes eviscerados. Y zombis, muchos zombis navideños. La caraba, vamos.
Pero no hace falta irse al terror sobrenatural para sacarle los colores a la navidad. Sin movernos del norte de Europa, Bent Hamer ubica en una ciudad de Noruega a los personajes que integran A casa por navidad (2010), compendio de dramas y miserias que resultan más sangrantes por estas fechas. Hamer fragmenta el relato en un catálogo de pequeñas historias que tienen como motor las relaciones humanas y el trauma de su mala administración. Es fácil caer en el sentimentalismo más trillado, por eso es de agradecer que Hamer opte por desnudar a sus personajes y mostrarlos en toda su infinita ridiculez, tan entrañables como risibles. Y es precisamente esa combinación entre la melancolía y el vitalismo, entre el sentimentalismo legitimado por las fechas y el edulcoramiento más estomagante donde la película encuentra su lugar como retrato fidedigno de las contradicciones que nos brinda la navidad. Te ríes hasta que la carcajada se congela de pavor, lloras hasta caer en la cuenta de que tu comportamiento es desmesuradamente patético. That’s Christmas.
Neurosis navideñas
Compra, compra, compra, compra… No insistiremos aquí en el aspecto más materialista (y crematístico) de estas fechas, pero a nadie se le escapa que los catálogos de regalos parecen tomos de la Enciclopedia Británica, ni que entre perfumes, relojes y, sobretodo, toneladas de juguetes, vamos servidos. Si entramos en una juguetería en los albores de la navidad encontraremos a ejércitos de niños haciendo acopio mental de todos los juguetes que pedirán (exigirán) a los reyes magos. Los más pequeños otean el paisaje, graban en su memoria cada caja, cada composición de colores y formas que llama su atención, analizan y sopesan las virtudes y defectos de cada juguete, conscientes de que ni sus graciosas majestades de Oriente tienen plenos poderes y de que, para rentabilizar al máximo su demanda, deben lograr el equilibrio perfecto entre cantidad y calidad.
El sancta sanctorum de estos brokers enanos es un establecimiento como el de Mr. Magorium y su tienda mágica (2007), producto infantil coronado por los nombres de Dustin Hoffman, Natalie Portman y Jason Bateman. Cuando el peculiar propietario de una igualmente peculiar tienda de juguetes decide desaparecer de escena su joven ayudante deberá hacerse cargo de la situación y, como en todo cine navideño que se precie, recuperar la ilusión y la magia que emana del lugar. Patrocinada por Imaginarium, esta película de Zach Helm no centra su interés en la navidad pero sí en el universo que para los más pequeños caracteriza estas fechas. El tratamiento de los juguetes y del carácter fantástico de la tienda tiene muy poco de invitación al consumo desenfrenado y en cambio mucho más de evocación de un mundo de posibilidades de plástico de colores vivos, tan palpable y a la vez tan abierto a ensoñaciones unipersonales como lo es en el imaginario de los niños el sagrado rito de escribir la carta a los reyes magos.
Aunque si hay una navidad que merece ser envidiada es la que protagoniza Woody Allen en Todos dicen I love you (1996). Por si el hecho de pasar el fin de año en París no fuese suficiente, como si reencontrar al amor de tu vida a la orilla del Sena y bailar con ella no bastara, encima el neurótico por excelencia del cine moderno y su familia de ficción pasan una estupenda velada en una lujosa fiesta… ¡donde se homenajea a Groucho Marx! Todos los invitados disfrazados y portando con su característico bigote, números musicales con sus mejores canciones, su rostro presidiendo la decoración navideña y animación y baile hasta altas horas de la madrugada. Eso es una fiesta por todo lo alto, demonios. Feliz navidad para todos.