Revista Cine

Factual: La Iglesia

Publicado el 20 febrero 2013 por Fimin

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Equis, uve, palito. Habrá que cambiar de cántico. Tras ocho años de pontificado, el papa Benedicto XVI dice que lo deja, que se va, que está mayor y no se ve con fuerzas. Ahora toca elegir sucesor, designado en un cónclave de cardenales y anunciado al mundo por una columna de fumata blanca. Ya habrá tiempo para hablar de quién se convertirá en la cabeza visible de la iglesia católica, por el momento la noticia que copa todas las portadas es la renuncia del actual papa. Y no es para menos. El anuncio ha cogido por sorpresa a todo el mundo, por inesperada y por insólita. Sólo hay cuatro precedentes de abandono voluntario de un pontífice, y el anterior se remonta a 1415, casi 600 años antes, cuando Gregorio XII dejó el cargo para acabar con el cisma en la Iglesia de Occidente.

Cine y religión es un binomio habitual a lo largo y ancho de la historia del séptimo arte. Cine e iglesia también, pero no siempre ambas asociaciones cubren el mismo campo. El séptimo arte ha reflexionado desde frentes muy distintos sobre el papel de la iglesia en el orden social, su influencia, sus virtudes, sus defectos… Pasa en todos los países, no importa cuáles sean sus credos, pero en esta ocasión, y teniendo en cuenta que la noticia se origina en el Vaticano, vamos a hablar del universo del catolicismo desde la perspectiva del catálogo de filmin. Habrá más ocasiones para hablar de todo el abanico de creencias, seguro.

La casa de los justos

En medio de las montañas de Argelia se alza un pequeño monasterio habitado por ocho monjes franceses. Estamos en los noventa y el país vive sumido en una guerra civil entre el gobierno y un abanico de grupos terroristas que mantendrán un sanguinario pulso durante diez años. Todo queda tan lejos y tan cerca para los monjes y sus vecinos, cuya rutina se desarrolla entre la apacible vida intramuros y la conciencia de que no están a salvo. A medida que la guerra se acerca la inquietud se deja sentir, el compromiso adquirido entra en colisión con el instinto de supervivencia, y en un ambiente de recogimiento místico irrumpe la más terrenal de las pulsiones. De dioses y hombres (2010) narra las dudas y los debates que surgen en el seno de la pequeña comunidad, un conflicto donde la religión, la vida, el compromiso ético y el miedo dibujan a sus remarcables protagonistas, extraordinariamente cincelados por Xavier Beauvois y un grupo de actores en estado de gracia.No es de extrañar que la película causara furor en Francia, donde los espectadores no se dejaron intimidar por la posible aridez de su premisa y descubrieron un pedazo de cine rodado con todo el mimo que podamos imaginar. El hecho real sobre el que se asienta el relato daba para un panfleto digno del más indigno muestrario franquista, pero en manos de sus autores se convierte en un precioso canto a la tolerancia religiosa y a la coherencia ética como la última bandera que podemos enarbolar cuando no nos queda otra. Y todo ello lejos de la ampulosidad arquitectónica y formal del Vaticano, en un modesto reducto del norte de África. Como si, dos mil años más tarde, nada hubiera cambiado.

 

Uno de los mayores y más terribles quebraderos de cabeza a los que se ha tenido que enfrentar Benedicto XVI es el caso de los abusos infantiles en la Iglesia. A lo largo de su papado han aflorado denuncias por todo el mundo, relatos escalofriantes de un mal tan extendido como la indignación que suscitan. Los estudiosos dicen que uno de los legados positivos de su mandato consiste, precisamente, en descorrer (parcialmente al menos) el velo de silencio que rodeaba una lacra de tal magnitud. Una actitud parecida mueve a la hermana AloysiusBeauvier, cuando se da cuenta de que las atenciones del padre Flynn para con un estudiante del Bronx son algo sospechosas. El cisma que amenaza la investigación toma como espectadores a toda la comunidad, mientras los dos contendientes se enzarzan en una batalla donde dilucidar la verdad no es tan sencillo como parece a la obstinada hermana.La duda (2008) nace como una obra de teatro y conoce una adaptación cinematográfica de manos de su propio dramaturgo, John Patrick Shanley, que se rodea de nombres tan solventes como los de MerylStreep, Philip Seymour Hoffman, Amy Adams o Viola Davis. El resultado son cinco nominaciones a los Oscar y un drama vibrante, tenso como una cuerda que amenaza con romperse en cualquier momento.

 

Incienso y oropel

“Hay un oleoducto” murmura un jadeante Plainview mientras la iglesia se viene abajo, con todos los feligreses celebrando su redención. Hay obstinación, hay esfuerzo, hay hipocresía y hay ambición, pero ésta se manifiesta en muy diversas personalidades. La de Daniel Plainview es la de un hombre hecho a sí mismo, un perseverante y tozudo empresario del petróleo que no tiene ningún reparo en llenarse de polvo, arriesgar su vida y su buen nombre, o incluso el amor de sus allegados, por el único sistema de creencias que conoce: el dinero. Frente a él, Eli Sunday es un predicador inflamado de fe y de verbo, aunque puede que más de lo segundo de que de lo primero, a juzgar por la manera como gestiona su rebaño.  Pero a nadie debería extrañar ni uno ni el otro, a fin de cuentas estamos en los campos de petróleo del Oeste norteamericano, y en manos de Paul Thomas Anderson sabes que vas a ver un estudio de personajes tan brillante como el aire de epopeya que lo envuelve. ¿Hemos dicho ya que en Pozos de ambición (2007) sale Daniel Day Lewis? Pues sale Daniel Day Lewis, y se lleva un Oscar para ponerle un marco y colgarlo en un lugar bien visible para las visitas. La fe (del hombre obstinado) y la ambición (del charlatán que no cree lo que predica) anuncian un choque de trenes violento. Cine grande, colosal, con espacio para el lucimiento de los actores y para demostrar, por si alguien no lo tenía claro, que Thomas Anderson es uno de los cineastas más valiosos de su generación.

 

Un lobo con piel de predicador recorre los Estados Unidos. Está cazando. Sus presas son menudas y están asustadas, huyen de un hogar roto y de un padrastro asesino. La noche del cazador (1955) es el tipo de película que podríamos estampar a los morros al que nos dijera que el cine es un arte menor (caso de que aún queden descerebrados de este tipo). Una película, una y no más dirige de principio a fin Charles Laughton, pero en este cuento de hadas sombrío y de tintes expresionistas late el alma de un cineasta de tomo y lomo. Robert Mitchum se come la pantalla con su recreación de Harry Powell, un psicópata que se disfraza de la respetable apariencia de un hombre de iglesia, y que resulta más inquietante si cabe porque sólo hay maldad y mentira en su rostro, en sus nudillos tatuados, en su vestimenta. Powell es como Eli Sunday, un amoral que adopta los códigos y las maneras de la religión institucionalizada porque sabe de su poder icónico, de su influencia, de sus amplias posibilidades de saciar su ambición. El ogro por antonomasia, capaz de poner nervioso al espectador más bregado cincuenta años después. No hay nada más terrorífico que el diablo vestido de iglesia.

 

La iglesia y el estado

Doctores tiene la Iglesia, y doctores tiene el Partido Comunista. Don Camilo es el cura de la pequeña villa de Brescello, en el Valle del Po. Una comunidad rural, con un pie en la misa y el otro en el ayuntamiento, donde ejerce de alcalde el comunista Peppone.  Y si las dos principales personalidades del pueblo tienen ideas antagónicas, ¿qué podemos esperar sino una pelea constante? Y pelea tenemos, pero esto es Italia, donde el crucifijo cae cerca de la hoz y el martillo, y en el fondo los dos hombres se tienen estima y cuando toca demuestran que son capaces de hacer frente común. Eso sí, mientras tanto, cada uno por su cuenta hace su guerra entre los vecinos del pueblo, a ver si llena más el confesionario o los plenos. Don Camilo (1952), El retorno de Don Camilo (1953), Don Camilo y el honorable Peppone (1955) y Don Camilo monseñor (1961) son las cuatro primeras entregas de las que se hicieron cargo JulienDuvivier y CarmineGallone. El francés Fernandel se hizo muy popular interpretando al famoso cura, frente al iracundo alcalde que encarnaba Gino Cervi, pero más allá de la buena acogida que tuvieron las entregas de la saga queda para la historia una radiografía amable, edulcorada pero reveladora, de las relaciones entre la iglesia y el estado en la Italia del siglo XX, del curioso sentir de un pueblo en el mismo país que tiene al papa como obispo de Roma.

 

Si el sistema de valores que te rodea no te sirve, si el orden social no te beneficia lo suficiente… monta uno nuevo. Algo así piensa Hazel Motes, un veterano de la guerra totalmente desconectado de la sociedad por la que ha luchado. Un día, de manera algo arbitraria, Motes opta por fundar la “Iglesia sin Cristo” y convertirse en líder de su propio rebaño. Pero en realidad no se cree nada, es un vendedor de humo en una tierra de mentirosos, supervivientes de una América rural y pobre. La vida y andanzas de Motes se mueven entre el esperpento y el drama, con el pulso firme y extraordinario de John Huston. Sangre sabia (1979) no es ni por asomo su trabajo más conocido, pero sí uno de los más eficazmente reivindicados con el paso del tiempo, a medida que su narración se revela más audaz e intemporal. Un experimento inclemente en manos de un veterano, en el que todo atisbo de risa se congela en el siguiente plano. Brad Dourif da vida al falso predicador con todo el catálogo de debilidades y pulsiones encontradas que lo caracterizan, elevando al protagonista de la novela de FlanneryO’Connor a la altura de un antihéroe cinematográfico, un impostor por el que no podemos dejar de sentir cierta empatía pero al que no querríamos ni de vecino.

 

El papa sentado en una butaca

Roma en las calles, Roma en los palacios, Roma en los prostíbulos y en las ruinas imperiales, en las mujeres de amplias carnes y en los personajillos de risa insufrible. Roma en la mirada de Fellini. Y Roma, también, en el desfile más delirante y subversivo que podamos imaginar. Federico Fellini nos lleva de viaje a la ciudad eterna, donde todos los caminos confluían, entre el Coliseo y la Plaza de España. Pero tener de guía a uno de los más importantes cineastas italianos de todos los tiempos garantiza que ésta no va a ser una visita al uso. Guardemos las aburridas guías de viaje y ni nos acerquemos a los buses turísticos. Roma (1971) es la ciudad a través de los ojos de un habitante ilustre, nostálgico, fabulador, también despiadado. Como los frescos romanos que se destruyen con la irrupción del hombre, toda la ciudad vive en una demolición constante, ajada por una decrepitud de siglos que la alimenta. Y en el centro de esa arquitectura que Fellini conoce y ama, motivo de evocación y de burla, un desfile. Ante un público de curia y de señoras de misal desfila el último grito en moda vaticana, en una descacharrante danza al servicio de las mejores ideas de Federico Fellini. Su sentido del humor es una bomba en la línea de flotación del italiano medio, una desacralización bizarra de siglos de iconografía religiosa convertida en un espectáculo del siglo XX, un desfile de moda banal, presuntuoso y risible. Una gozada tan desternillante incómoda, que debió provocar más de una arritmia en su momento.

 

Toda visita de un papa congrega multitudes. Y esas multitudes tienen hambre, y sed, y necesidad de un sitio donde dormir. Pero el bueno de Beto, contrabandista uruguayo con más ingenio que fortuna (y que cabeza), sabe que también tienen otras necesidades que constituyen un buen negocio. Por ello, ante la incredulidad de la familia y las chanzas de los vecinos, Beto construye… un baño. Una idea tan simple como brillante. Al menos, esa es la teoría. El baño del papa (2007) es la historia de una expectativa, la que impulsa a toda una comunidad entera a sacar a la calle sus tenderetes, sus casetas improvisadas, sus puestos de comida rápida, ante la perspectiva de que una masiva afluencia de fieles llenará las arcas de la maltrecha población de Melo. Basada en un hecho real, la visita de Juan Pablo II a dicha población en mayo de 1988, César Charlone y Enrique Fernández arman una historia de perdedores, de abandonados por todo y por todos que malviven y sueñan con un golpe de suerte que lo cambie todo. Hay algo de picaresco en Beto, capaz de agotar la paciencia de sus más cercanos con su fe absoluta, si no en el papa, sí al menos en la oportunidad de negocio que representa.

 

Y hay más, muchas más: El ascetismo formal de Diario de un cura rural (1951), la mirada crítica de Amen (2002),el sosegado universo de El gran silencio (2007) o el cine de Rossellini, ese monstruo del neorrealismo que siempre se impregnó de la tradición católica (aunque no lo fuera) y acabó rodando para televisión episodios religiosos. Y podríamos seguir, pero lo dejaremos por ahora. Los medios de comunicación ya hacen quinielas sobre quién será el futuro papa, pero nunca como ahora la noticia se ha centrado más en la salida del anterior que en la llegada del nuevo. Benedicto XVI se jubila, se retira a una casita cerca de San Pedro. ¿Qué hará ahora? ¿Jugar al bingo? ¿Ver los partidos del Calcio? Quizá se mira una película de vez en cuando. ¿Habrá visto Entre tinieblas (1983)?

 


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