El escritor, bien consolidado como autor de relatos con las magistrales colecciones Crónicas Marcianas (1950) y El hombre ilustrado (1951), contempló las circunstancias que le rodeaban y se atrevió a preguntarse en qué podría desembocar todo aquello en su rutilante primera novela, Fahrenheit 451 (1953), publicada por entregas en Playboy. En ella, ante un presente en el que se castigaba con severidad el tener ideas políticas diferentes, o si quiera parecerlo, nos planteó un futuro en el que directamente no se podían tener ideas. ¿Y cuál es la mejor manera de obtener mentes mansas? Quitándoles aquello que las alimenta para hacerlas crecer llenas de conocimientos e iniciativa: los libros. Así, en su universo propuesto, poseerlos será un grave delito castigado con contundencia, para comenzar mediante la eliminación de los mismos con fuego purificador: el título de la novela refiere a la temperatura de combustión del papel.
Para contarnos la historia, Bradbury nos pone en la piel de Montag, un bombero dedicado a hallar y quemar libros, encontrando a los propietarios habitualmente por delación (un símbolo clásicamente asociado a los macarthistas). Los bomberos queman libros desde hace tanto que la idea de que antes no provocaran los fuegos sino que los extinguieran resulta disparatada. Claro, tampoco pueden leerlo e instruirse en ningún lugar. Un buen día, Clarisse, una vecina joven y agradable, pero bizarra y de mala familia, que tiene la fea manía de cuestionarse el porqué de las cosas, pondrá patas arriba el mundo de Montag al preguntarle si es feliz. Responderá que sí, pero, ¿es realmente así?, ¿su vida le llena? ¿Ama a su esposa?, ¿le ama esta? ¿Y su trabajo?, ¿qué esconden los libros que hay quien es capaz de dar su vida por ellos?
Tras esta brillante presentación se nos conducirá por la vida de Montag, mostrándonos su proceso de desencanto y autodestrucción, a medida que descubre la realidad del mundo triste de paredes idiotizantes y melodías vacías y pegadizas que le rodea. Bradbury realizará la narración con claridad total, pero sin prescindir en ningún momento del lirismo que le caracteriza, brindándonos momentos inolvidables como alguno de sus encuentros con el anciano Faber o su jefe de bomberos Beatty (dos grandes personajes), o el magistral pasaje en el que Montag, sencillamente, camina en soledad por unas calles casi desiertas.
Junto a Un mundo feliz y 1984, Fahrenheit 451 forma el trío de las grandes distopías clásicas, y como estas, resulta imprescindible tanto para el lector curtido de ciencia ficción como para aquel que no suela campar por este género, y es que como estas, excede cualquier encasillamiento o categorización para formar parte de los iconos de la literatura universal. En cuanto a sus lazos con las mismas, aun teniendo un esquema grosso modo similar (presentación de una sociedad distópica; un miembro de la misma se la cuestiona; se produce un conflicto), logra realizar una propuesta diferente y original, sin seguir sus huellas por el mero hecho de ser la última cronológicamente. Además, se centra considerablemente menos que sus predecesoras en una explicación extensiva de los detalles de su sociedad distópica, lo que no resta un ápice de fuerza a la historia ni evita que quede en la mente del lector ese duro planteamiento de un mundo sin libros.
Como curiosidad, pero que bien señala la importancia que el propio Bradbury le daba a esta novela, él mismo pidió que como epitafio en su tumba apareciera únicamente “autor de Fahrenheit 451”.
Existe una adaptación cinematográfica del excelente director francés François Truffaut de 1966. La película es buena, y aun apartándose en muchos aspectos de la narración original, transmite su mensaje fundamental y posee fuerza. No obstante, es uno de esos filmes por los cuales el tiempo ha pasado, en especial por los efectos especiales, que hoy día hacen apartar la mirada a los espectadores menos permisivos al ver los cables de los jetpacks. Hace veinte años ya lo hacían. Sin embargo, si somos indulgentes con estos detalles, bien merece la pena echarle una ojeada. A continuación, una de sus vehementes escenas (y considerablemente fiel):
Por último, algunas citas de la novela:
“—Los clásicos reducidos a una emisión radiofónica de quince minutos. Después, vueltos a reducir para llenar una lectura de dos minutos. Por fin, convertidos en diez o doce líneas en un diccionario. Claro está, exagero. Los diccionarios únicamente servían para buscar referencias. Pero eran muchos los que sólo sabían de Hamlet (estoy seguro de que conocerás el título, Montag; es probable que, para usted, sólo constituya una especie de rumor, Mrs. Montag), sólo sabían, como digo, de Hamlet lo que había en una condensación de una página en un libro que afirmaba: Ahora, podrá leer por fin todos los clásicos. Manténgase al mismo nivel que sus vecinos. ¿Te das cuenta? Salir de la guardería infantil para ir a la Universidad y regresar a la guardería. Ésta ha sido la formación intelectual durante los últimos cinco siglos o más.”
“La mente del hombre gira tan aprisa a impulsos de los editores, explotadores, locutores, que la fuerza centrífuga elimina todo pensamiento innecesario, origen de una pérdida de tiempo.”
“Los libros están para recordarnos lo tontos y estúpidos que somos. Son la guardia pretoriana de César, susurrando mientras tiene lugar el desfile por la avenida: «Recuerda, César, eres mortal».”
“No importa lo que hagas, en tanto que cambies algo respecto a como era antes de tocarlo, convirtiéndolo en algo que sea como tú después de que separes de ellos tus manos. La diferencia entre el hombre que se limita a cortar el césped y un auténtico jardinero está en el tacto. El cortador de césped igual podría no haber estado allí, el jardinero estará allí para siempre.”
“Hubo un pajarraco llamado Fénix, mucho antes de Cristo. Cada pocos siglos encendía una hoguera y se quemaba en ella. Debía de ser primo hermano del Hombre. Pero, cada vez que se quemaba, resurgía de las cenizas, conseguía renacer. Y parece que nosotros hacemos lo mismo, una y otra vez, pero tenemos algo que el Fénix no tenía. Sabemos la maldita estupidez que acabamos de cometer. Conocemos todas las tonterías que hemos cometido durante un millar de años, y en tanto que recordemos esto y lo conservemos donde podamos verlo, algún día dejaremos de levantar esas malditas piras funerarias y a arrojamos sobre ellas. Cada generación habrá más gente que recuerde.”
No. No escribía nada mal el señor Bradbury, diablos.