Un evento de colisión de protones en el experimento CMS que producen dos fotones de alta energía. Esto es lo que esperaríamos ver desde la desintegración de un bosón de Higgs. Foto: CERN
Siempre fui más de Química. Cuando con 15 años, en plena ebullición de la edad del pavo, tenía que resolver aquellos problemas de Física en los que un vehículo salía de un punto A y otro en dirección contraria de un punto B a diferentes velocidades para saber en qué momento se encontrarían, antes de quedarme sin pelos en la cabeza acababa marcando el 645213. “Abuelo, ¿tienes para apuntar ahí que te dicto?”. En mi familia siempre fueron de letras; mi abuelo era la excepción y disfrutaba con mis ejercicios (aún no sé cómo aprobé).
La Física para mí era infumable, intangente, incomprensible, incolora e inolora. Mientras en el laboratorio del instituto experimentábamos, más bien con gaseosa, las ecuaciones para averiguar lo que yo entendía como ridiculeces me ponían de mal humor.
Con el paso de los años esquivé las ciencias para adentrarme en el vasto, rico y lleno de oportunidades mundo del periodismo (¡qué ojo tuve, eh!). Cuando me topaba con un físico, primero le cogía el pulso y le medía la temperatura, a ver si era de este planeta. Y sí, todas las veces fallé en mi deseo de demostrar que procedía de Marte.
Y de pronto me topo con esto: el hallazgo del bosón de Higgs. La noche en que el CERN anunció que al día siguiente haría público su más que posible descubrimiento, mi Twitter echaba fuego. ¿Cómo no me he enterado de qué va esta película?, pensé. Y con el hashtag #higgs y #boson me fui a dormir con la mosca detrás de la oreja.
Al día siguiente ya fui entrando en el incomprensible mundo de la Física Cuántica. Entonces me olvidé por completo de mi odio a esta ciencia y me imbuí en todos aquellos enlaces de internet, tanto vídeo como texto, para entender de qué iba el asunto. Leí y leí; volví loca a todo el que me rodeó aquel día. Incluso en el desayuno pensé en cuántos millones de bosones habría en mi café con leche, en mi pulguita de jamón serrano, en el azulejo de la pared de la cocina y hasta en el agua que se iba por el desagüe al tirar de la cisterna.
Varias horas después tuvieron que llamar a los bomberos, porque me había quedado pegada a la pantalla del ordenador mientras veía uno de los tropecientos documentales sobre el bosón. Mi madre llamó al psiquiatra, preocupadísima por mi nueva adicción. Por suerte no me echaron del trabajo; pronto busqué la fórmula de usar el bosón como vehículo de mis entrevistas. Cuanto más leía, más fascinada me sentía por algo que aún hoy no sé explicar, pero que poco a poco voy entendiendo.
Hoy, algo más recuperada, sigo un tratamiento compuesto de protones y neutrones. El médico cree que pronto estaré mejor. Y como no quiero que les pase lo mismo que a mí, le dejo este enlace (pincha aquí): es lo más clarito que he encontrado para tarugas en Física como yo. Tal vez, si no me hubiera cabreado con aquellos vehículos A y B con 15 años, otro quark me cantaría.