Un simple sombrero, decía Antoine Saint Exupery, que era lo que la “gente mayor” entendía que él pretendía dibujar cuando, siendo un niño, creó la imagen ante la que nos encontramos. Hoy, sesenta y nueve años después, la “gente mayor” ve la oportunidad de soñar encajada en ese boceto.
Con diez u once años te crees que tus padres o abuelos se empeñan en que leas un libro extraño que no terminas por comprender. Un libro sobre un chico que vive en un planeta muy curioso. Un chico que viaja a planetas más sorpendentes aún. Un chico que quería saberlo todo y que no desistía de conocerlo. Un pequeño príncipe ansiando volver a su hogar. Un Principito.
“Necesitarás mucho tiempo para saber de dónde venía”, pero, por suerte, creces, lo relees con casi veinte años y comprendes una propia versión. Una versión sobre un niño que tiene todo un mundo por descubrir más allá de la realidad que le rodea. Un niño que necesita aprender qué es el amor o la amistad. Un niño que pondrá de manifiesto cuáles son aquellos fallos que la sociedad comete día a día. Un niño como aquel que toda persona, tenga la edad que tenga, se empeña en ocultar.
Así, el rey de un planeta sin habitantes a los que reinar nos enseña la ambición de aquellos que se aferran a un poder que quizás solo exista sobre sus imaginaciones, o el farolero encargado de encender y apagar el único farol de un planeta donde el día dura un solo minuto nos hace ver la importancia de la lealtad, por muy absurda que pueda llegar a parecer en ciertos momentos.
Entre los más que apasionantes habitantes de unos aún más extraños planetas solitarios, nos aparece el que se podría considerar, bajo mi punto de opinión, el personaje más importante de toda la obra, sin desmerecer al Principito, el aviador o a aquel pobre borracho metido en un absurdo bucle de olvidos y pudores.
Supongo que os preguntaréis a qué personaje me refiero. Es pequeñito, parlanchín y tiene un suave pelaje marrón. Suele hablarle al Principito de lo que significa domesticar a las personas, de cuáles son los rituales sentimentales que todo corazón tiene que tener en cuenta para evitar ser roto y, sobre todo, de cómo hacer de la nada la cosa más importante del mundo tan solo por la persona a la que te recuerda. Sí, un ser astuto, inteligente. Un zorro que quiere ser domesticado. Un zorro que nos domestica a todos y cada uno de nosotros al hacernos pensar en todas aquellas personas que, por uno u otro motivo, han calado tan hondo que ni los ritos deben respetar.
Sin duda, creces y las cosas cambian. Dejas de creer en tres reyes mágicos montados en camello que entran por tu balcón para descubrir que los camellos son encarcelados. Dejas de comprar comida de plástico con monedas de chocolate para descubrir que la gente muere de hambre por las esquinas. Dejas de creer que el arco iris es un trozo de magia para saber qué elementos científicos lo crean. Dejarás de dormir plácidamente porque los sueños cada vez estarán más lejanos. Incluso dejarás de creer en un amor que te domestique de por vida para conformarte con reyes, borrachos o geógrafos solitarios, aunque con un poco de suerte quizás encuentres un aviador. Pero sin duda, volverás a ver la primera imagen que ilustra tanto al Principito que llevas años leyendo como a este artículo y nunca, en ningún sólo momento, se te pasará por la cabeza que eso es un sombrero mal dibujado y verás entonces cómo el elefante tuerce el rostro en un gesto de dolor y la boa sonríe satisfecha.
Miriam
Soy una chica leonesa que ha tenido que irse a Valladolid para cumplir su sueño, hacer periodismo. A pesar se ser este mi primer año de carrera, tengo el orgullo de ser colaboradora de Ruta 42. Por lo demás no hay mucho que contar, toco la guitarra, me gusta el rock y devoro todo tipo de literatura, especialmente la poesía.
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