Revista Cine

filmin radar: 13 Tzameti - Psicosis

Publicado el 31 octubre 2011 por Fimin

Cada película, cada historia, cada obra de arte, por pequeña que sea, plantea una visión del mundo. ¿Qué podemos esperar de un film que adopta como título un número tradicionalmente asociado a la mala suerte? Creer en la suerte, sea buena o mala, supone dejar en manos ajenas el destino de nuestra vida. Puede parecer terrible, pero también resulta cómodo. Uno se alegra o se lamenta, pero no es necesario que haga nada al respecto. ¡Menuda suerte!

En la vida siempre hay opciones, aunque nos abandonemos a la fortuna. Así, podemos adoptar una visión biologista del asunto y achacar la suerte a cuestiones de genética, o arrimarnos a la sociología, alegando causas como el entorno familiar, el medio en el que nos criamos o cualquier otra circunstancia externa que justifique nuestra situación (epidemias, crisis económicas, regímenes políticos...). Por poder, hasta podemos apelar a la estadística matemática, que es una manera como cualquier otra de creer en la suerte. (El 99,99 por ciento de los casos que padece esta enfermedad, sobrevive. ¿Y qué pasa, si perteneces a la minoría del 0,01 por ciento?)

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Una oferta tan variada facilita que sean muchos los que abrazan a la diosa Fortuna, convirtiéndola en un tema popular. De ahí que no resulte sorprendente que algunos cineastas hayan fijado su atención en ella, especialmente en sus aspectos negativos, que propician el drama y la tensión narrativa. Y, ¿qué mejor título para una obra que habla de estos temas que “13”? Un título corto, claro, con gancho… requisitos importantes a la hora de captar al posible espectador.

Al menos tres cintas responden a ese nombre: “13”, “13” y “13”. Aunque para diferenciarlas, será mejor citar los títulos completos: “Thirteen”, “13 Game Sayawng” y la que hoy nos trae aquí, “Tzameti”. La primera, estrenada el 2003, narra las peripecias de una joven que tiene esa edad. Una desgracia como cualquier otra, aunque yo no la asociaría directamente con el tema que planteo, por lo que la dejaré de lado. Curiosamente (o no tan curiosamente) las otras dos se estrenan el mismo año, en 2006, y ambas contienen elementos de juego y violencia. ¿Sincronicidad? Ésa también es una manera de nombrar a la suerte, según Jung.

Son cosas que están “en el aire” (en el inconsciente colectivo, diría el psicólogo suizo) y que alguien decide “aterrizar”. Puede que, efectivamente, la simultaneidad no tenga origen causal y se trate de dos proyectos generados en paralelo, ignorantes el uno del otro. O puede que, aún a sabiendas que hay otra producción en marcha, el responsable decida mantener el título y apostarlo todo a un número: el 13.


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Los protagonistas de ambas historias se ven sumidos en un engranaje que no conocen ni controlan (aún y así, podríamos pensar que ambos son responsables de la decisión de participar). Si en el caso de la película coreana se trata de un “reality”(terrorífico donde los hayan), en el de “Tzameti” el espectáculo es privado (un no menos terrible juego de apuestas clandestino). Lo que relaciona estas películas es, por un lado, la imposibilidad de calibrar las consecuencias y por otro que, a pesar de que en ambos casos se trata de un “divertimento”, el motor que mueve a los personajes es la posibilidad de ganar un dinero fácil (al menos, así lo perciben cuando se involucran en el asunto). Lamentablemente, lo que está en juego es la vida.


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Probablemente sin pretenderlo, los dos films se constituyen en termómetros de nuestra sociedad. ¿Eso es lo que tenemos en nuestro inconsciente colectivo? Dinero, ambición, suerte, juego, vida y muerte. ¿Quién da más?


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Claro que en el juego puede que lo más peligroso sea ganar. Porque el que pierde, pierde y se acabó (en el caso de la película franco-georgiana, en sentido literal). Pero ¿y el que gana? Ése se enfrenta de nuevo a la toma de decisiones, al riesgo de equivocarse (¡qué fatalidad!). Eso es lo que le ocurre al protagonista de “Tazmeti” y es lo que, me temo, le ha sucedido también a Géla Babluani, director de esta obra.

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Vaya por delante que “13” es un trabajo excelente, una obra sólida, madura y autosuficiente. En su carrera comercial cuenta con prestigiosos galardones, como el de mejor film mundial en Sundance 2006 y mejor opera prima en Venecia, el mismo año. El que la ve (sea crítico o espectador) habla de la cinta en términos elogiosos (nada más fácil que comprobarlo por uno mismo). Así pues ¿qué más se puede pedir? No lo sé, pero el asunto no se quedó aquí (ignoro los detalles, que es donde suele hallarse la clave de los misterios; el demonio, según el refrán). Babliani, como otros, tras un lograr un amplio reconocimiento por su primer largo, recibió el llamado de Hollywood en forma de propuesta de “remake”.

Yo me pregunto: un “remake”, ¿para qué? Supongo que el director lo interpretó como un salvoconducto, una oferta laboral que le abría las puertas del Olimpo. No me pregunto lo que pensaron los productores norteamericanos porque me lo imagino: la oportunidad de poner las manos sobre una historia original, de transformar una pequeña película europea de bajo presupuesto, rodada en blanco y negro y hablada en francés, en un éxito de taquilla mundial, vehículo de estrellas y, por supuesto, con diálogos en inglés. ¿El título de la adaptación? “13”, por supuesto. Un título corto, claro, con gancho…

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No es la primera vez (ni la última) que se da el caso. De hecho, es el “modus operandi” habitual de los ejecutivos de Hollywood, siempre al acecho de un buen film extranjero que adaptar (aunque también pueden echar mano de algún viejo éxito televisivo o un film rodado décadas atrás, con estrellas ahora retiradas o, simplemente, muertas).

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Ejemplos no faltan: de apropiación de producción estadounidense me viene a la cabeza el “Ocean’s Eleven” de Soderbergh, rodada sobre los restos de esa gran broma del Rat Pack de los años sesenta que fue “La cuadrilla de los once”. De la de obras extranjeras citaré sólo un ejemplo, también al vuelo: “Bella Martha” (traducida en nuestro país con matices gastronómicos como “Deliciosa Martha”) de Sandra Nettelbeck, una película (no podía ser de otro modo) pequeña, cálida y con marcado acento alemán, aderezado de italiano. El film, tan sólo seis años después de su estreno, se convirtió en “No Reservations” y la encantadora pareja formada Martina Gedeck y Sergio Castellitto apareció interpretada por Catherine Zeta-Jones y Aaron Eckhart. Vean y juzguen. (Por cierto, para el que la quiera recuperar, la versión original forma parte del catálogo de Filmin). Lo habitual es que el autor de la obra (que a menudo figura como guionista y director), firme la adaptación como “historia original”, o, a lo sumo, como “co-guionista” o “asesor o consultor de la historia”.


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Sin embargo, en el caso de “13” (la adaptación de “13, Tzameti”) Géla Babluani de nuevo aparece como guionista y director, lo que sin ser excepcional, resulta llamativo. Sabemos que en esto del cine (incluida la industria hollywoodiense) cada película es un mundo, y no me refiero como hacía al principio del artículo al sentido de la historia, sino a la gestación del producto.

Nada es completamente original y el caso de la película de Babluani podría recordar al de otros films que siguieron el mismo camino, como “Funny Games”. Aunque aquí no fue una idea de un ejecutivo avispado, sino que el propio director se planteó realizar la adaptación norteamericana. Haneke buscaba lo mismo que los productores hoollywoodienses de “13” (llegar al mayor número de gente), sólo que más que el dinero, lo que le preocupaba era la difusión de la obra (del mensaje): recordemos que el director germano-austriaco está empeñado en enfrentarnos a la violenta realidad en la que vivimos.

Como sabía que la versión original (del año 1997, rodada en alemán) no tenía posibilidades en Estados Unidos (más allá del circuito de “arte y ensayo” en V.O.) se planteó un “remake”. Eso sí, como estaba satisfecho con el resultado de la primera versión, decidió copiar, plano a plano, la película. (Nota: Algo parecido a lo que hizo Gus Van Sant con “Psycho”, aunque el director norteamericano tenía otra intención al hacerlo, e introdujo ligeros cambios que resultan fundamentales a la hora de interpretar el film).


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Existe un gusto por ese volver sobre la propia obra (y la ajena) que se manifiesta como una corriente subterránea que recorre la historia del cine. ¿No es “El Dorado” una revisitación de Howard Hawks y Leigh Brackett a su “Rio Bravo“? ¿No hizo lo propio Hitchcock, con sus “The Man Who Know Too Much”? Sin embargo, aunque la apariencia sea similar (nunca será la misma en un sentido completo), las intenciones que mueven a los diferentes creadores pueden ser diametralmente opuestas. (No seguiré: el tema daría para escribir un libro). ¿Pertence Géla Babluani a esa tradición no enunciada? No lo sé. La pregunta sigue en el aire. Si “Tzameti” (trece, en georgiano) es una obra de plena validez, ¿qué sentido tiene volverla a rodar?


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Hay dos cosas que caracterizan “Tzameti” y que no vamos a encontrar en el “remake”. La primera es el color, o mejor dicho, la ausencia de él. El film está fotografiado en blanco y negro (cabría decir en gris y negro). No es una decisión presupuestaria, sino estética y dramática. Una elección que se impone por la otra característica que, me temo, también desparece en la adaptación. Y es que “Tzameti” es una película “de rostros”.

No, no es que se limite a rodar las caras de los personajes, ni mucho menos, porque si algo destaca en la dirección (de un pulso clásico, casi adacémico) es la mirada del director, la continua busca de un punto de vista, un lugar en el que situar (y desplazar) la cámara para que retrate al mismo tiempo las emociones de los distintos y la dureza del medio en el que se desenvuelven.


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Son esos silencios, esos rostros y ese blanco y negro los que, por momentos y sin que seamos conscientes de ello, nos remiten a Melville. Y no sólo a sus películas sino, sobre todo, a su imaginario, y más aún, a su visión del mundo. Porque, salvo contados detalles de actualidad (el uso de móviles, algún modelo de coche, el euro como moneda de cambio), todo lo demás nos sitúa en un ambiente atemporal, frío, despiadado, de penumbras, sombras y tristes luces que acentúan la oscuridad circundante. Playas desiertas, mar en invierno, estaciones de tren y cruces de carretera, sotobosques, casas destartaladas y cortinas al viento se conforman como los límites del mundo.


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Y creo que, si estirásemos más del hilo, llegaríamos hasta Jim Thompson, al que no sé si conoce el director, pero con el que seguro que se entendería: la amoralidad, la inmoralidad y el cansancio se reflejan en los rostros de todos los personajes, al igual que lo hacen en las novelas del norteramericano. Todo esto, por descontado, se pierde en un remake a color con protagonistas de renombre. ¿Qué conservará “13” de la obra original?


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Como he apuntado, en “Tzameti” los personajes toman sus propias decisiones, con sus respectivas consecuencias. Igual que uno decide ver la película y adopta el rol de espectador, dispuesto a asistir a un espectáculo tremendo. ¿Con qué intención? ¿Cuál es el sentido último del film, cuál es la emoción en la que comulgan autor y espectadores? El protagonista de la película (interpretado por el director y guionista) pierde su nombre para convertirse en un número: el 13. Sin embargo, “Tzameti”, la película, no habla tanto de la buena o la mala suerte, entendida como trayectoria vital del protagonista, sino de un mundo en el que todo, absolutamente todo, está abocado a acabar mal.


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Antes mencionaba que la trama de la película se articula entorno a un juego de apuestas. A simple vista parece que el precio no es el mismo para todos: unos se juegan el dinero, y otros la vida. Y, sin embargo, todos, absolutamente todos, están metidos en lo mismo, en un baño de sangre ritualizado que rinde culto al dinero y la fortuna por encima de cualquier otra cosa. El precio de la vida.  No de lo que cuesta vivir, sino del valor de una vida humana, de eso trata “Tzameti” (de nuevo resuena Melville y, sobre todo, Thompson).


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No todos valemos lo mismo. La vida de un ejecutivo acaudalado no tiene el mismo precio que la de un inmigrante venido de los países del este aunque, como digo, nadie tiene escapatoria. En este sentido, nos encontramos una vez más con una película desilusionada, que remite a otra, norteamericana, de tonos similares, pero distinto mensaje. Tal vez sea la diferencia cultural, tal vez la diversa sensibilidad de sus autores, tal vez las décadas de historia que las separan. Estoy pensando en “The Deer Hunter” (“El cazador”). Ambos films presentan una situación similar, la ruleta rusa. Protagonizada por un sublime Christopher Walken, en su día parecía muy dura, aunque ahora, vista desde la variación que plantea “Tzameti”, resulta casi aceptable. Y, sobre todo, la diferencia radica en que la película de Cimino ofrecía una salida. ¿Cómo olvidar a Robert de Niro, comprendiendo finalmente el valor de la vida?

 

Dicho esto, terminaré con un consejo: a pesar de los tintes negros que pueda presentar el film, “Tzameti” es una apuesta segura.


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