Cronenberg, de pequeño, quería ser científico. Y, a su manera, lo logró. En cierta ocasión, el autor declaró que para él los mejores artistas y científicos comparten algunos rasgos: locura, creatividad y excentricidad; cualidades que se ajustan perfectamente al perfil del canadiense. Y es que si algo caracteriza a David Cronenberg es la constancia, integridad y coherencia con la que se aplica al trabajo. ¿Su objetivo? Explorar las zonas del ser humano que permanecen ocultas y sacarlas a la luz.
VERDADES CIENTÍFICAS
Entre otras cosas, los investigadores deben tener intuición y curiosidad. La primera les sirve para orientarse, para decidir abrir una línea de trabajo u otra, pues a menudo su labor se desarrolla en la más completa oscuridad. La segunda, para lanzarse a explorar, impulsarles y darles fuerzas para no cejar en su empeño.
En el caso de Cronenberg también es así. Su aproximación inicial a un cine de género le facilitó el acceso al mercado cinematográfico. Allí pudo explorar temas de fondo que con el tiempo se revelarían como constantes de su obra (la identidad, el cuerpo, el dolor, la consciencia…). Simultáneamente, analizó asuntos de actualidad, y es que su filmografía siempre está en contacto con los grandes preocupaciones de la sociedad, aunque a veces éstas permanezcan latentes (las enfermedades epidemiológicas, el control mental, el poder de la imagen, los estados alterados…). Como decía, la intuición científica sirve para elaborar una hipótesis sobre la que se llevará a cabo el trabajo de investigación. Los films de Cronenberg se acogen a esta misma metodología.
La mayoría de sus películas dedica los primeros minutos a presentarnos a los protagonistas y ofrecernos un premisa de trabajo. En “Shivers” (“Vinieron de dentro de…”) hay un parásito que, adherido a ciertos órganos enfermos, sustituye su función. En “The Brood” (“Cromosoma tres”) una terapia permite al paciente exteriorizar la rabia que siente y expulsarla fuera de sí. En “The Fly” (“La mosca”) un científico ha conseguido construir una máquina de teletransportación basada en el análisis molecular de los objetos... Cada film se ajusta a una propuesta, un enunciado científico que se nos explica con todo lujo de detalles para que comprendamos bien en qué consiste, e incluso para que aceptemos que, efectivamente, si no es así, podría serlo.
A partir de ahí, Cronenberg ya ha conseguido sumergirnos en el relato. Ha expuesto su hipótesis y la ha compartido con nosotros. Lo que sigue, es una reflexión sobre los resultados del experimento, sobre alguna variación, un cambio, el desajuste de una variable que no habíamos tenido en cuenta y que, por lo general, nos aboca al fracaso. Porque sólo somos humanos y siempre hay un elemento azaroso imposible de controlar.
Las verdades científicas son relativas por definición. Un enunciado es cierto hasta que aparecen fenómenos que lo contradicen o desmienten, lo que obliga a la comunidad a reformularlo. El trabajo de un científico es árido: a menudo, años de esfuerzos conducen a un callejón sin salida. Aún y así él se siente recompensado; ahora sabe que ése no era el camino. En ese aspecto, el cine de Cronenberg, carente de moralina o moraleja, resulta altamente moral. El director anuncia, una y otra vez, los elementos que definen la humanidad del ser humano. ¿En qué consiste? ¿Existe? ¿Está ligada al cuerpo? ¿Dónde se ubica? ¿Puede enfermar y morir? ¿Puede perderse?
Película tras película, el canadiense explora nuestro lado oscuro: enuncia una hipótesis, estudia el caso y lo muestra, con crudeza pero sin saña. Con rigor científico.
MUTACIONES
Cuando Bob Dylan, hasta el momento un aclamado cantante folk, se pasó a la guitarra eléctrica, un gran número de fans se sintió traicionado. Y así se lo hicieron saber en un concierto al aire libre. El cantautor, que sólo se sentía obligado consigo mismo y no creía que debiera seguir otro camino que aquel que él libremente decidiera, tuvo una respuesta simple y clara. Se giró a su banda y les dijo: “Más fuerte”. El público que aceptó la decisión del músico se quedó a escuchar y conocer los nuevos sonidos. Otros optaron por darle la espalda y alejarse del lugar. Ganar o perder fans no era el verdadero dilema al que se enfrentaba.
Algo similar le ocurrió a David Cronenberg cuando, tras haberse ganado sobrenombres como “Barón sangre” o “Rey del horror venéreo”, haber captado un público fiel consagrado al género de terror fantástico y haber firmado algunas de las películas más perturbadoras de las décadas de los setenta y ochenta, decidió rodar “Dead Ringers” (“Inseparables”): una cinta contenida, incluso fría y, sobre todo, carente de los habituales baños de sangre.
Entre otros cambios, Cronenberg no partía de una idea original y volvía a probar suerte con la adaptación de un texto ajeno. El primer intento (sin contar sus colaboraciones televisivas) lo había hecho años atrás con “The Death Zone” (“La zona muerta”) de Stephen King, con resultados no demasiado satisfactorios, sobre todo para el canadiense (aunque parte del descontento se debió a problemas de producción y el hecho de rodar fuera de su país, bajo un sistema que le era completamente ajeno).
Pero no fue ése el único cambio. Aunque en su anterior film “The Fly”, la sangre había dejado de correr al ritmo habitual, el hecho de que se tratara de un “remake” de un clásico del género eclipsó cualquier otra idea respecto a una posible reorientación de la carrera del artista.
“Dead Ringers” es un film terrible, en el que Cronenberg se adentra en la mente del/os protagonista/s, en busca de esos lugares oscuros de los que hablábamos.
La reacción del público no fue buena, aunque, en realidad, lo que muchos fans interpretaron como un traición fue un acto de reafirmación. El director, tras varios intentos para adentrarse en el alma humana a través de la carne, estaba vislumbrando una nueva línea de investigación, un cabo del que poder tirar y que, presumiblemente, le llevaría en una nueva dirección para, tal vez, dar con la solución al enigma que llevaba estudiando tantos años.
Hasta aquel momento ni crítica ni público imaginaron que el látex y la casquería eran un medio, no un fin. Sin embargo, para Cronenberg siempre fue así. El suyo es un caso ejemplar de cómo, tras las apariencias, se esconden fuerzas más profundas y poderosas. El género, en el cine de Cronenberg, es una puerta de acceso a lo que hay más allá (o lo que él intuye que debe existir). Todo el mundo recuerda la anécdota protagonizada por John Ford en la que el genial director aseguraba que él “sólo hacía películas de vaqueros”. ¿Tan diferente es el caso de David Cronenberg? Probablemente, no. Al igual que ocurre en sus películas, tras las apariencias se ocultaba algo más. Cronenberg, como si se tratara de uno de sus personajes, estaba mutando, a la vista de todos y en un proceso irreversible.
Por si a alguien no le había quedado claro, tras “Dead Ringers” rodó “Naked Lunch” (“El almuerzo desnudo”) y, en una profundización en la nueva línea de investigación, “M Butterfly”, una película poco comprendida, por la que el director siente un gran cariño y que, vista con calma, se muestra como el trabajo de un maestro.
EL ALMUERZO DESNUDO
Vale la pena detenerse, aunque sea un instante, en esta pseudo-adaptación de la novela homónima de William Burroughs. El proyecto, largamente acariciado por el director, tampoco supuso un éxito de taquilla (en nuestro país el film apareció como un espectro en algunos festivales y no se llegó a comercializar en sala). Sí, persistía el tono enfermizo y alucinado que caracteriza su obra desde los primeros cortometrajes, e incluso recuperaba monstruos y extrañas criaturas. Pero algo había cambiado.
Cronenberg había tenido unos años productivamente ricos pero emocionalmente duros, tanto en lo personal como en lo profesional. Sin embargo, aquellos sufrimientos no habían sido en balde. Le proporcionaron el abono y la madurez suficiente como para enfrentarse a una tarea en apariencia imposible.
A nadie le sorprenderá que una de las fuentes de inspiración de Cronenberg fuera la literatura de Burroughs. Sus textos fragmentados (las “rutinas” que conforman el libro), suponen un viaje por paisajes y anécdotas en las que sexo y drogas se mezclan con escenas de dominación, poder y tiranía. (El Control, sus formas y aplicaciones, es uno de los temas centrales en la obra de Burroughs). Científicos corruptos y alienígenas se dan cita en la psique del escritor. Porque, al final, “El almuerzo desnudo” es un mapa bastante exacto del estado mental y emocional del autor en el momento de la escritura.
El propio Cronenberg había llevado a cabo experimentos similares en el terreno cinematográfico, el ejemplo más memorable “Videodrome”, film que prefigura el cyberpunk y que el canadiense efectuó bajo la presión de tener que rodar al tiempo que escribía, intercalando escenas sin conexión causal clara, obligado a dejarse llevar por la intuición (el habitat natural para artistas y científicos locos, como apuntaba al inicio de este texto).
“Naked Lunch” (la película), es una extraña mezcla de los hechos que se relatan en el libro combinados con la vida de William Burroughs (la extraña muerte de su mujer, su periplo por el norte de África, sus múltiples oficios, de exterminador a escritor). El film es mucho más que una adaptación y, por un extraño fenómeno, al alejarse del texto lo hace más vívido.
Si “Dead Ringers” fue el aviso de que algo estaba cambiando, “Naked Lunch” se convirtió en la crisálida de Cronenberg. La película, entre otras cosas, es un canto al coraje de los narradores que se atreven a explorar nuevos territorios, una reivindicación de la figura del artista como alguien situado en la vanguardia de la sociedad (la escena final es de una belleza y sobriedad sobrecogedoras). Como dijo el mismo Burroughs: “escribir es un oficio peligroso”. Cronenberg decidió arriesgarse y, concluido el proceso de cambio, siguió trabajando.
EL SECRETO ESTÁ EN LA MENTE
En apariencia, el trabajo de Cronenberg había pasado del género al no-género. O a un género nuevo, llamado “Cronenberg”. “Larga vida a la nueva carne”, era el grito que se escuchaba en “Videodrome” (frase que, treinta años después, todavía resuena). El canadiense había descubierto que, tal vez, aquello que perseguía no se encontrara en un espacio físico, que la carne no era el camino. La idea no era nueva: él mismo había apuntado en esa dirección en otros trabajos, como la citada “The Brood” o en “Scanners”, un film aún más explícito.
Desde este momento, el horror de Cronenberg (la mirada científica ante lo que nos ocurre, lo que hacemos y lo que somos), se centrará en este nuevo terreno de exploración. Antes, la transformación física figuraba en primer plano (como en el caso de Brundle-mosca en “The Fly”). Ahora, se trata de registrar los cambios de la mente, de captarlos con el rigor característico. Tras la alegría del hallazgo de una nueva vía de trabajo, surge la primera pregunta, la constatación de que el director va a tener que enfrentarse a nuevos obstáculos. ¿Cómo se filma, la mente?
PARÁSITOS Y SIMBIONTES
El nuevo Cronenberg (¿o debería decir el mismo, pero depurado?), trabajará sobre textos ajenos de los que se apropia con una naturalidad pasmosa. No se impone al texto, ni lo fuerza, lo adopta, lo absorbe y lo hace naturalmente suyo. La técnica no es nueva ni de uso exclusivo. Cineastas como Tarantino han hecho de ella sello de la casa, pero en el caso del nortemaricano (y de otros muchos que la aplican) las referencias se mantienen a la vista. Transmutadas, no copiadas, pero aún conectadas de manera evidente al original.
Con la excepción de EXistenZ, historia original del canadiense, el resto de trabajos son adaptaciones (“Crash”, “Spider”, “A History of Violence”, “Eastern Promises” “A Dangerous Method”). Y, sin embargo, la marca del director es más clara que nunca. Tal vez forme parte del método de investigación. Tal vez Cronenberg necesite estar atento a qué historias pueden contener información relevante para su búsqueda. Tal vez, el hecho de que no sean textos propios le permite acercarse desde este nuevo ángulo. Sea como fuere, Cronenberg persevera. Se trata de estudiar la mente. Algo que, más pronto o más tarde, le lleva a plantearse las grandes preguntas, como qué es la locura.
Según Adam Phillips, reconocido psicoanalista y autor de textos, siempre polémicos: “deberíamos reconocer más abiertamente que ‘locura’ es otra palabra para referirnos a ‘naturaleza humana’”. ¿Es así? ¿Es eso lo que ha descubierto Cronenberg? ¿Fueron Polanski, con “Repulsion” y Zulawski con “Possession”, precursores del canadiense? (Podríamos ampliar la lista, porque el tema, como un río subterráneo, aflora de vez en cuando a lo largo de toda la historia del cine. Un ejemplo de otra índole lo tenemos en “Vertigo” (“De entre los muertos”) de Hitchock, película rodada desde el punto de vista del personaje de James Steward, alguien con evidentes síntomas de desequilibrio emocional).
MENTIRAS QUE MUEVEN EL MUNDO
Sigue en el aire la pregunta formulada: ¿Cómo se filma la mente? Los títulos citados seguro que ilustran el problema, aunque desde el punto de vista cinematográfico, la cuestión es más compleja. André Bazin fue un crítico con un método nada científico. Sus teorías sobre el cine están desperdigadas entre comentarios y reseñas de films, ya que nunca las elaboró como un cuerpo de trabajo autónomo y reconocible. El francés defendía el plano secuencia y el uso de la profundidad de campo frente al montaje, al que tachaba de manipulador y mentiroso. (Espero que se entienda que aunque abrevio y simplifico, lo hago sin ánimo de distorsionar el sentido general de la idea).
Disquisiciones técnicas aparte, creo que Bazin tenía una noción algo simplista (o demasiado optimista) respecto a la relación entre realidad y cine. No es momento ni lugar para explayarme sobre este asunto, pero quiero apuntar que a pesar de que algunos cineastas partieron de posiciones teóricas similares a las propuestas por el crítico francés, la reflexión sobre sus trabajos les impulsó a probar otras cosas.
Dos casos son especialmente significativos: Buñuel y Tarkovski. Ambos querían “captar la verdad” con la cámara. Y ambos, finalmente, optaron por hacer aparecer en el plano “falsedades”, que transmitían mejor la verdad que la supuesta “realidad al desnudo”.
Siguiendo esta estela, Cronenberg rueda “Spider”, una obra aparentemente pequeña (pocos actores, pocos decorados), pero de una magnificencia indiscutible. Con “Spider”, Cronenberg da un paso adelante y logra rodar no sólo los pensamientos, sino también los sentimientos del protagonista. Asistimos a una película nerviosa, inquieta, repleta de corredores, lagunas y temores primigenios, donde la confusión mental se transforma en imagen, más aún, en discurso fílmico y donde el director establece con el espectador un juego de igual a igual en este viaje fascinante hacia la verdad oculta.
Cronenberg, con la modestia de un Buñuel mejicano, aplica el microscopio y hace de lo pequeño algo grande, señala el detalle como elemento relevante y demuestra que para los maestros, la modestia es la mejor herramienta, no existen piezas menores y toda experiencia aporta conocimiento. No hay verdades eternas, salvo el cine de David Cronenberg.