Cuando hablamos de “Días de Santiago” parece inevitable citar “Taxi Driver”. No: “Días de Santiago” no es “Taxi Driver” a la peruana. Ésa sería una definición superficial y engañosa. Casi treinta años, miles de kilómetros, y una realidad industrial y cultural diferente separan los dos films y, sin embargo, parecen necesitarse: algo les une definitivamente. Aunque cada uno plantea su propio universo y nos cuenta un relato completo, cuando los situamos uno junto al otro apreciamos elementos que, de otro modo, pasarían desapercibidos. Es como si las películas se amplificaran mutuamente. Son dos puntos alejados en el mapa, pero conectados por lazos subterráneos.
LA ESENCIA DEL CINE
En el cine, como en las demás artes visuales, existen dos realidades, irreconciliables y complementarias: el retrato y lo retratado.
Creo que éste es un buen punto de inicio para este análisis: la observación de los recursos empleados en cada película. Scorsese con su “Taxi Driver” y Méndez con “Días de Santiago”, utilizan técnicas muy distintas, lo que las distancia, más allá de cuestiones estrictamente estéticas y formales.
Scorsese plantea un film de dicción clásica, tanto en lo que se refiere a la planificación como al empleo de la luz, el color o la banda sonora. Si es moderno (y lo es), es porque, a pesar de esas raíces clásicas, persigue un estado emocional en el público, y lo hace a través de una cierta abstracción, disimulada por una aparente aproximación a la convención narrativa de Hollywood. El ejemplo más memorable son los títulos de entrada, con esas nubes vaporosas, esas imágenes distorsionadas a través de cristales mojados y esa composición de Bernard Hermann.
Méndez, por su parte, rueda con el brío y las imperfecciones de un reportero en zona de guerra: con una cámara nerviosa que se aproxima peligrosamente a sus personajes para enfocarlos con lentes angulares, violando su espacio íntimo. A continuación, ensambla los planos en una edición digna heredera de “À bout de souffle”, con cortes bruscos que, además, aprovecha para mezclar color y blanco y negro. Una combinación sin criterio aparente, que logra un efecto alucinatorio que no resulta fortuito.
Como digo, no se trata de simples decisiones técnicas, pues acaban por convertirse en cuestiones narrativas y de estilo.
Si bien ambas películas buscan transmitir un cierto estado de ánimo (e, insisto, en cada caso se trata de una emoción diferente) “Taxi Driver” lo hace a través de una aproximación a un extrañamiento abstracto, mientras que “Días de Santiago” se lanza de cabeza a una subjetividad radical, apostándolo todo por su protagonista. (Por cierto, y dicho sea de paso, una magnífica interpretación de Pietro Sibille).
CINEMATOGRAFÍA Y SUBJETIVIDAD
Subjetividad. ¿Podría ser ése el nexo de unión de ambas películas? De nuevo nos enfrentamos a aparentes similitudes que, cuando las estudiamos de cerca, se desmoronan, empezando por la voz en off.
En ambas películas se emplea (aquí sí) el mismo recurso, pero los resultados son muy diferentes, como lo es la intención que los promueve.
La idea de base es utilizar la voz en off del protagonista para transmitir sus pensamientos. Entonces… ¿en qué se diferencian? En la naturaleza de esa voz, en el lugar del que surge.
“Taxi Driver” pone sonido a los escritos de Travis. En lugar de plasmar de un modo visual el diario y las cartas que el protagonista redacta, les da voz.
“Días de Santiago”, por su parte, se decanta por explicitar un diálogo interior: la voz que escuchamos es la de Santiago cuando se habla a sí mismo.
Como vemos, si en el primer caso la voz en off expresa parte de la realidad (la redacción del diario) para que el espectador la contraste con las circunstancias en las que se produce, en el segundo se aplica a una mayor profundización del monólogo introspectivo. Y sí, también en este caso podemos confrontarla con la realidad, pero desde un lugar diferente.
El motivo último, muy probablemente, tiene que ver con la intención del autor, con lo que realmente está contando. No se trata sólo de estudiar los recursos (que también) sino de entender cómo los aplica.
Fijémonos en la música: Scorsese utiliza la banda sonora para transportarnos a un estado mental; Méndez prescinde de ella precisamente para acercarnos a un mundo en el que “no hay música” (y que también acabará convirtiéndose en un estado mental, aunque por diferentes cauces).
Un buen ejemplo lo tenemos de nuevo en los títulos de crédito: “Días de Santiago” arranca con la pantalla en negro, potenciando el audio que se ciñe a lo diegético del relato y muestra el sonido del día a día, sin apoyo sonoro adicional.
En relación a la plasmación de la subjetividad aún hay algo más: Scorsese, a pesar de buscar ese extrañamiento del que hablábamos, filma “la realidad”. Méndez, por su lado, decide “mostrarnos los pensamientos del personaje”, por lo que podemos visualizar en pantalla lo que pasa por la mente del protagonista, pero no se produce en la realidad del relato.
De nuevo, el director italo-americano apuesta por respetar las convenciones del cine clásico, mientras que el peruano se va al extremo opuesto y, descaradamente, “rueda el interior de la mente”, representando los pensamientos y no “los hechos”.
Así que Méndez se enfrenta a la realidad de la imagen, y nos muestra cómo, al fin, ésta se convierte en pura fantasía.
Scorsese se mantiene fiel a la trama (lo que ocurre en el “mundo real” de su historia), mientras que Méndez explora la “alucinación” de su protagonista, potenciando la confusión entre realidad y ficción para transmitirla con más fuerza.
ACTIVO/PASIVO
Entendido que los recursos narrativos de los dos films no comparten objetivos, cabe pensar que, al menos, sus protagonistas sí se parecen. ¿Realmente se asemejan tanto los personajes interpretados por De Niro y Sibille? Yo, sinceramente, creo que no. De nuevo resulta arriesgado juzgar por las apariencias.
Travis Bickle es un individuo pasivo: observa lo que ocurre a su alrededor, sin llegar a aceptarlo o comprenderlo. Encarna la mirada: el ejemplo más claro lo tenemos en es su afición al cine porno (un placebo de las relaciones sexuales-interpersonales, donde adopta el papel de “voyeur”). Travis carga con todo, aunque la presión que sufre va en aumento. Sólo actúa cuando no puede más, y por eso lo hace de un modo violento. Aún y así, necesita una excusa, algo ajeno a él, una proyección que le sirva de pantalla. En su caso, salvar a la joven Iris.
Santiago, por el contrario, no para de moverse para, por paradójico que resulte, no pasar a la acción. Desde el primer momento el personaje está dispuesto a saltar (el film arranca tras una pelea con su mujer), por mucho que sepa que es lo que menos le conviene. Santiago se contiene lo mejor que puede, pues sabe que es su único recurso para no acabar mal. Hasta que le resulta insoportable.
TAXISTAS Y METÁFORAS
Si existe un punto de unión entre las dos películas es, sin duda, la profesión que desempeñan los protagonistas (aunque de nuevo lleguen a ella por diferentes motivos). Y no es tanto por el hecho en sí ni por su relación con la trama, pues ninguna de las dos historias asume como columna vertebral del relato el que su protagonista sea taxista.
El nexo común es más sutil: la utilización de la figura del taxista como metáfora del estado existencial de los personajes. Porque, al fin y al cabo el taxista es un conductor que llevaba a los demás a destino, pero que se ve obligado a vagar sin rumbo personal fijo.
Creo que es esa imagen tan poderosa la que hace que identifiquemos a Travis y Santiago con el oficio de taxista: ni el metraje ni la importancia dramática de la figura del chófer justifican ese recuerdo.
Del mismo modo, si al hablar de “Días de Santiago” nos resuena ”Taxi Driver”, no es por las similitudes que, como hemos visto, no son tantas, sino porque tenemos en la cabeza la película de Scorsese o, mejor aún, conservamos el sabor del film, algo que tiene mucho más que ver con elementos ocultos que argumentales.
DEL NIHILISMO Y OTRAS MISERIAS POSTMODERNAS
Entonces… ¿qué es lo que definitivamente diferencia ambas películas?
“Taxi Driver”, por muy moderna y rompedora que resultara cuando se estrenó, hoy se ha convertido en lo que siempre fue, una tragedia clásica. (Obviamente, la película es la misma, sólo ha cambiado nuestra mirada, lo que también resulta inevitable).
“Días de Santiago” es por su parte, una crónica, y si bien también incorpora la inevitabilidad de la tragedia, es una película más dura, más fiel a la realidad en tanto que refleja un malestar endémico. Cuando hablamos de que la culpa es de la sociedad (o de la droga, o la desigualdad…) nos estamos quitando un peso de encima. La sociedad es un nombre hueco. Todos nosotros somos la sociedad. Todos nosotros somos Santiago, su mujer, sus hermanos, su cuñada, sus padres, sus amigas, sus amigos… Y eso, en la película de Méndez, se aprecia con claridad.
En “Taxi Driver”, a pesar que sus personajes viven en un mundo insalubre y presentan algún tipo de tara, hay espacio para la redención. Tras la matanza final, que funciona como momento catártico para el protagonista y el espectador, hay un epílogo que nos muestra a un Travis más sereno, integrado en su entorno profesional, alejándose de un pasado furioso con timidez y resignación. Y más aún, una carta nos cuenta cómo su acción ha tenido consecuencias positivas: la adolescente interpretada por Jodie Foster ha recuperado un futuro que creía definitivamente perdido. Así se lo hacen saber unos padres agradecidos.
En “Días de Santiago” todo eso no tiene lugar. En la película se nos cuentan y se nos muestran injusticias, abusos y atrocidades. Se habla de un allí y un aquí, pero tan solo podemos ver la realidad inmediata del protagonista. “Allí” es la selva donde lucharon, aunque también es el pasado, un tiempo que ya no existe y al que no se puede regresar, y que de idílico tuvo bien poco. El “aquí”, por su parte, refleja otro tipo de crueldades, no menos dolorosas.
Volviendo a la pregunta inicial: ¿cuál es la diferencia entre estas dos películas?
Ésta es la respuesta: “Días de Santiago” es una película sin Dios. Y no es que esté ausente, es que no existe. Como dice el protagonista en un monólogo tremendo: “la mesa es la mesa, el piso es el piso”. Él hace esa reflexión para convencerse de que el mundo tiene algún tipo de orden. Para aferrarse a esa idea y seguir adelante.
Santiago, claro, no hay oído hablar de Foucault, ni de la disolución del hombre y la verdad. Tampoco le hace falta, porque en su día a día ya tiene su propia ración de postmodernidad, plasmada en la miseria cotidiana.
Méndez (que además de dirigir, escribe), a diferencia de Paul Schrader, guionista de “Taxi Driver”, no se refugia en unas creencias religiosas que le alivien.
Travis Bickle es un hombre desorientado, confundido, equivocado, si queréis. Es un hombre que se ha alejado del camino de Dios. Santiago es un hombre, el hombre sin atributos. Nada más. Ésa es la diferencia.
Tal vez por eso los dos films estén unidos para siempre: al menos, mientras los seres humanos sigamos debatiéndonos entre ser responsables de nuestros actos o esperar que otro (da igual que le llamemos Dios, Estado o Padre) cargue con las consecuencias de nuestras acciones.