Asombro es el mínimo efecto esperable en los espectadores corrientes de las salas de cine al ver y oír Flamenco Flamenco de Saura. Es lo mínimo para no iniciados (que aquí decimos aficionados), es decir, espectadores occidentales que van por la M40 cada mañana a encargarse de penosas gestiones de marketing, couching, researching o investing. De ciudadanos contemporáneos que pasan sus tardes de sábado en un mall preñado de outlets para comprarse un ipad, algo para la play y que luego se entregarán al fitness o al chat en su mac.
Para estos individuos, o sea, el grueso de nuestros conciudadanos, ver a María Bala, cantaora de Jeré o a Rosario La Tremendita ejecutando un garrotín, una saeta o un martinete a pelo será algo parecido a lo que sintieron Magallanes y toda la tropa cuando desembarcaron en la Polinesia para presenciar un rito maorí: algo abisal, remoto, tribal, extrañísimo. Pues lo mismo, pero con más arte.
Los niños y los novios salen mejor retratados en el estudio que en el parque, sobre todo si son guapos. Y eso es lo que hace Saura con el flamenco, meterlo en el estudio de fotografía, tan guapo, tan gitano y tan descamisao como es, y ponerlo fino.
Meterle mano a la música en el cine no es fácil (fácil y bonito de mirar es el musical americano) ni siquiera tratándose del flamenco que es dramático y arrebatado. En él ocurren muchas cosas: gesto, voz, cuerpo, ritmo, timbre, la mirada, las manos, los pies… Es lo que pretende retratar Saura y apuesta por la solución del estudio, por intentar radiografiar la magia, ver y oler el cante y la piel de los artistas. Vivisección por cercanía.
Pero Saura lo que quiere de verdad es ser pintor y para eso trabaja siempre con Storaro (el culpable de la luz en Novecento, El último tango en París, El Último Emperador, Apocalypse Now y así) que se dedica, literalmente, a colorear planos de luces rojas de atardecer sobre los rostros y plata de luna a las espaldas, todas eléctricas y siempre en un cuadro.
Esto mismo lo ha hecho Saura ya cincuenta veces con esos otros cantes que El Cigala (que no aparece) llama “del alma”. Y con el flamenco en particular: Sevillanas (1991), Flamenco (1995) e Iberia (2005) y siempre es más o menos lo mismo, con la salvedad de que esta vez mucha gente va a ver la película y que es por fin, la más bella, por la fotografía, por su expresionismo exaltado.
Cabe una objeción urgente. El hábitat natural de el cante jondo y del baile flamenco no puede ser de ninguna manera la vitrina de un estudio fotográfico. Es un arte que sufre si se explanta de su territorio natural de barro, noche y desgarro. El grito del flamenco es una manifestación artística prodigiosa, taumatúrgica, espontánea y mágica aunque también sea cifra y número. El sentimiento, su dolor tan cálido y reconocible en el zapateao y en el quejío es la turba ígnea de un incendio subterráneo y secular, de un pueblo condenado a la migración y a la exclusión desde hace quizás mil años. El milagro de una expresión artística sublime que arrastra un sentido de colectividad, es el ADN de un pueblo sin el que el flamenco no se entiende: los gitanos.
Puede abundarse en una flamencología técnica o expropiar su exotismo para recubrir el cofre de las esencias patrias, como ocurrió en la exultación folclórica franquista (un sarcasmo tratándose de un arte marginal y migrante) o en los chaparrones de caspa carpetovetónica y pantojil. Las perspectivas pueden ser múltiples pero es imposible soslayar la impronta épica y trágica que lleva inscrita en su genética. Un par de musicales imprescindibles se hacen cargo de ello absolutamente: Latcho drom (1993) y Los tarantos (1963).
Se trata exactamente de eso, de ver y oír a indígenas expresándose a través de una forma de arte salvaje, complejo, riquísimo y estanco aún al devenir imparable de los tiempos modernos, de la las ilustraciones y la colonización cultural yanki (que explica tan bien el ínclito Paco Ibáñez).
Si cuando canta El Lebrijano se moja el agua, que decía García Márquez, en esta película cuando canta el Poveda se mean algunos y muchos rompen a aplaudir en la sala y ¡en mitad de la cinta!
Imagínate.
ARM