Roberto Fontanarrosa jugaba de cinco mentiroso. O sea, de ocho retrasado con buen pie y panorama. Hablaba de minas, de Rosario Central y de cómo es que se tira un achique en vez de los problemas del mundo; aunque, la verdad, esa era su forma de explicar el orden –o el desorden– de todo. El 19 de julio de 2007 se murió tras padecer esclerosis degenerativa durante algunos años. Le decían el negro y casi todo el mundo lo quería. Alguna vez rechazó ser secretario general de Cultura en Rosario, justificando su declinación con la programación de los partidos de su querido Central. En una entrevista de 2003 concedida al periodista Juan Jacobo Velasco, del diario ecuatoriano Hoy, Fontanarrosa fue contundente tras preguntársele por la incorporación del fútbol como tema literario y espacio de recolección de emociones humanas: “Yo llego a escribir de fútbol a través del propio fútbol, no de la literatura. Mientras muchos querían ser Borges, yo crecí queriendo ser Ermindo Onega”. Ah, por supuesto publicó cuentos, novelas, historietas y tenía, entre otras habilidades, la capacidad de acordarse de todo, convertirlo en historias y plasmar hasta los tics.
Esta no es una compilación de sus datos biográficos ni un anecdotario, porque Wikipedia y YouTube te podrían decir hasta de qué se enfermó el negro cuando era joven o mostrarte sus pronunciadas ojeras que le daban ese aire de sabueso viejo y curtido. Aquí estoy admirando a un tipo que era un escritor en toda la acepción del término, a sus anchas y por donde se le mirase, con gustos y amores tan sencillos como los que yo quisiera tener. Para no contaminar esto con mi irrelevante figura –después de haber aclarado mi profundo cariño por el autor rosarino– diré que Fontanarrosa, para el escritor e historiador Eduardo Sacheri, por ejemplo, es “uno de los artistas más influyentes del siglo veinte en la Argentina”. Sacheri, discípulo indirecto del negro –así como de Osvaldo Soriano– en la tradición literaria futbolera, no se guardó la admiración cuando se fue para Rosario a entrevistar a los galanes de aquella mítica mesa en el bar El Cairo. Allí encontró más de una verdad de cómo era el autor de El Área 18 (novela) o de Inodoro Pereyra (personaje de historieta).
Es muy fácil hablar de un muerto, pues casi todos tienen la capacidad de producir un consenso generoso que, regularmente, termina con la misma inapelable sentencia: “El tipo era un crack”. Con el autor de El mundo ha vivido equivocado no necesariamente pasa eso, ya que, según el periodista Alejandro Seselovsky, en su texto Roberto Fontanarrosa. Negar todo, el autor rosarino era un tipo que se dejaba conocer, como un vecino fraterno pero más sabio. Sus amigos, los galanes sobrevivientes, hablaban de la humildad y del sistema horizontal y casi socialista que había en cuestiones de ideas, ya que nadie se creía o era más que nadie, así fuese escritor, taxista, abogado o un orgulloso desempleado. “La jactancia es uno de los pecados que el estricto código de este grupo no tolera en sus miembros. Ni en vida del negro, ni ahora que ya partió”, se lee en un texto que Sacheri publicó en la revista Soho de Colombia.
Fontanarrosa es el creador del personaje de historieta Inodoro Pereyra. / Foto: Web
La oralidad redonda
La producción de Fontanarrosa es basta tanto en literatura como en cine y, por supuesto, en humor gráfico. Sin embargo, aquí hablaremos parcialmente de tres libros pues como es Internet no hay tanto espacio. De paso que la cuestión es arbitraria: son mis preferidos y los que me hicieron querer a este rosarino como si fuese mi abuelo.
En Perros de la Calle, Sacheri y compañía le dedicaron un programa de radio entero al negro, ponderando sus virtudes y trascendiendo la simpleza del injusto encasillamiento. Fontanarrosa escribía cuentos de fútbol y mucho más. El negro tenía la virtud innata del oído literario y la versatilidad de saltar de un registro a otro. Era así como podía ir de un cuento como La carga de membrillares, de El mundo ha vivido equivocado; a ¿Qué quieres tú de mí?, de La Mesa de los Galanes. En el primero, sin ningún tipo de pudor, parodia la ampulosidad de los textos solemnes que describían la historia de jinetes y gauchos. Incluso en ese cuento el lenguaje es decimonónico y altivo, sin embargo –no es por caer en la simpleza de la descripción– el negro se cagaba de risa sin dejar de contar a profundidad lo que iba pasando en la historia, ya que comparaba la figura humana con la de los caballos a los que ponía a sufrir y a emocionarse mientras el entorno y los hombres se incendiaban con la decadencia.
El segundo, el de La Mesa de los Galanes, es completamente distinto. Aquí asistimos a un boliche en el que un grupo de cuarentones trata de escapar de las comparsas adolescentes pues “uno ya no está para el breakdance, por ejemplo, o alguno de esos otros ritmos en los que hay que girar sobre la cabeza, patas arriba en medio de la pista”. Aquí vemos el choque generacional de la noche y el odio infinito a un DJ que no se pone de acuerdo con el gusto de los asistentes y a quien terminan incendiándole la cabina con bombas molotov en un arrebato pandillezco, opuesto al de la mente sosegada del narrador.
En El Área 18, quizá la novela más recordada del negro, la historia trascurre en Congodia, un país africano que ha logrado su independencia y desarrollo a través de su equipo de fútbol. Como Congodia es un territorio que las grandes corporaciones y naciones desean, estas deciden crear un equipo de futbolistas mercenarios y jugarse la vida en un encuentro. Según el mismo Fontanarrosa, en 1998, al referirse a este libro en una entrevista previa al Mundial de Francia, “el fútbol sirvió aquí como reemplazo de la guerra. Se jugaban partidos para ganar territorios”. Así, el negro también daba un mensaje claro: nadie escapa de la política.
Fontanarrosa dibujado por Delfini.
Un autor clandestino
En la literatura de Fontanarrosa los sinónimos sobran. En su vida, el negro también andaba exacto, con lo justo de amor y lo justo de amigos. Ni mucho ni más de lo que un hombre buenamente puede soportar. Sin embargo, en el texto de Seselovsky mencionado más arriba, uno de los galanes comenta que “el tipo se jugó una ficha clandestina” pues se enamoró de quien hoy es su viuda, Gabriela Mahy, cuando aún estaba casado con Liliana Tinivella, madre de Franco, su único hijo. Aquí se inició una disputa por los derechos de autor que motivó a Seselovsky a hacer una crónica para Orsai con el fin de responderse una cuestión elemental: ¿Por qué no puedo leer a Fontanarrosa? Y es que desde su muerte, la reedición de sus libros y edición de Negar todo (libro póstumo) no se pudo dar. No fue sino hasta 2013 que el juez Fabián Bellizia, falló a favor de Ediciones de la Flor, encabezada por Daniel Divinsky. Para suerte del mundo, el libro nació.
Finalmente, el negro vivió como quiso, aunque seguramente hubiese querido estar más, ver más a Central y andar más rato con los galanes en El Cairo, por donde alguna vez se pasearon Galeano, Silvio Rodríguez o los Les Luthiers para darle la mano y saludarlo un rato. El negro, según sus amigos, era como esos jugadores que sabían absorber la presión en la cancha, como un Diego o un Passarella, pero de Rosario. Tan de Rosario que cuando un atrevido periodista bonaerense le preguntó por qué ese capricho de vivir en la misma ciudad de siempre, el negro le respondió, con elegancia y humor, que “esto de vivir en Rosario es un capricho que comparto con un millón de vecinos”.
Leonardo Ledesma Watson (Lima, 1988). Periodista. Escritor. Papá. Exfutbolista. Lector.