Las venas de sus brazos delatan parte de su biografía. Parecen ríos caudalosos entubados, a punto de reventar. Son las venas de brazos acostumbrados a cargar, a trabajar con pico y pala, a golpear cerros hasta que se desmoronan como un mazapán. Eso hace Serafín desde hace 10 años. Como un topo, se mete en las entrañas de los cerros de Simojovel, en Chiapas; golpea su interior y los desbarata para hallar en la roca cicatrices de tonalidad café. Esas líneas son la señal de que ahí está aquello que busca: una resina fósil formada hace más de 23 millones de años.
Mucho, pero mucho tiempo después de que se creara, los hombres la llamaron ámbar.
Hoy esta resina fósil es la razón por la que Simojovel es conocido fuera de Chiapas. Es lo que a Serafín le permite dar de comer a sus seis hijos. Es una máquina del tiempo que entusiasma a los paleontólogos y es lo que buscan con ahínco los chinos.
Aún no es el mediodía y Serafín lleva más de tres horas pegándole al cerro. Trabaja con el torso desnudo, pantalones deportivos y una lámpara en la frente que funciona gracias a un rústico sistema: tres pilas tipo D amarradas con una agujeta a su cintura y conectadas a un trozo de cable eléctrico.
—Antes se trabajaba con pura vela. Ahora ya usamos lámpara –explica este hombre que no deja de golpear ni de sudar por los más de 30 grados que se sienten dentro del cerro.
La luz de su lámpara es discreta, insuficiente para mirar con claridad la textura de la pared que rompe y que está al final del angosto túnel de unos 15 metros de largo y no más de metro y medio de alto. Sin una mirada entrenada, capaz de enfocar los pequeños detalles, pero sobre todo acostumbrada a la oscuridad, es casi imposible encontrar ámbar.
—Lo más difícil de trabajar aquí es sacar el miedo —dice Serafín, sin dejar de remover las entrañas del cerro.
—¿El miedo a un derrumbe?
—¿A que se caiga el cerro? No, a eso no. El miedo a lo oscuro.
Ese ámbar por el que Serafín reta a la oscuridad se formó gracias a la resina que supuró una planta que ya no existe. Un árbol que se extinguió hace muchos años, pero que podemos imaginar cómo era, porque aún quedan parientes cercanos.
Uno de ellos se levanta orgulloso a unos pasos del cerro donde Serafín está metido. Su nombre científico es Hymenaea courbaril. Su nombre común: guapinol. Es un árbol de más de 15 metros. La sombra que producen sus largas ramas, repletas de hojas, es un alivio en este día soleado.
Conexión África
Paleobotánicos mexicanos —entre ellos Sergio Cevallos y Laura Calvillo, ambos investigadores del Instituto de Geología de la UNAM y autores del libro Ámbar, recinto de vida, resguardo de biodiversidad— han estudiado las hojas, flores y polen capturado en algunas piezas de ámbar de Simojovel, Chiapas. Sus estudios —sobre todo los realizados por Calvillo— muestran que hace más de 23 millones de años había dos tipos de Hymenaea en estas tierras: la mexicana y la allendis, las dos ya se extinguieron, pero la última está más emparentada con las especies que se originaron —y crecen aún— en África.
El ámbar nos da herramientas para entender lo que sucedió, cómo se ha dado la dispersión de plantas, qué seres vivos se han extinguido, qué plantas había en el pasado de México. Es una ventana al pasado”, explica Laura Calvillo.
Gracias al estudio del ámbar y de otros fósiles, los científicos pueden tener indicios de cómo lucía, hace más de 23 millones de años, el territorio que hoy llamamos Chiapas. Había grandes bosques de Hymenaea. Hoy —dice Cevallos— Simojovel está a 600 metros sobre el nivel del mar, pero en el pasado estaba a nivel del mar. El ámbar —como todos los fósiles— nos recuerda que nuestro planeta está cambiando todo el tiempo.
Soñar con fósiles
Se dicen muchas cosas del ámbar. Para algunos indígenas de Chiapas (tzotziles, tzetzales y zoques), es un amuleto que protege a los niños más pequeños. Hay quien piensa que si una pieza se rompe, sin explicación aparente, es porque protegió a su dueño de la “mala vibra”. También se cuenta que los mineros sueñan con el lugar justo donde deben buscar para encontrarlo.
Serafín nunca ha soñado con “el lugar”. Él, como muchos otros mineros, busca el ámbar en una mina rentada. Cada mes paga 2,500 pesos para poder extraer la resina fosilizada.
En Simojovel, las minas de ámbar son ejidales o comunitarias. Patricia Díaz Ruiz, coordinadora de Turismo del municipio, asegura que entre 600 y 700 personas, de 10 comunidades, se dedican a la minería de ámbar y que existen alrededor de 100 minas, cuyos túneles pueden medir de 2 a 200 metros de profundidad y entre 1 y 1.60 metros de alto.
Cuando Serafín encuentra la veta del ámbar, excava alrededor con tiento. Un golpe propinado en un lugar incorrecto puede romper una pieza grande y devaluar su precio.
Serafín deja de golpear y toma unos pedacitos del ámbar que guarda en un rincón de la mina:
—Estos chiquitos se venden a dos o a tres pesos el gramo. Está barata porque está un poco manchada. Tiene que estar clarita, clarita, para que se venda mejor… Si está clarita, una pieza la puedo vender a 300; si yo la pulo, me pueden dar hasta 1,000 pesos. En el pueblo (Simojovel) nos engañan mucho con el precio. Hay unos que nos compran las piezas y las venden mucho más caro a los extranjeros. Son ellos los que ganan. Esa inconformidad tenemos, que el coyote lo compra barato, nos paga poco.
En otro rincón de la mina, Serafín guarda las piezas más grandes que ha encontrado hoy.
—Estas las tengo que trabajar (pulir), porque a veces traen insecto y pagan más. Si trae insecto, es otro precio.
—¿Cuánto pagan?
—Dependiendo de los insectos que traiga. Lo más caro es el insecto raro, lo más raro. El otro día me encontré un grillito y una hojita. En otro había una termita. Esas las doy a 500 pesos cada pieza.
Mosquitos y camarones
Para Serafín son la posibilidad de tener unos pesos más para aliviar alguna de las tantas necesidades que hay en su casa. Para los científicos, todo aquel rastro de vida que se encuentre atrapado en el ámbar es algo así como un tesoro, es la posibilidad de poder identificar una especie ya extinta y nueva para la ciencia, es la oportunidad de tener más datos sobre el pasado, sobre la historia de la vida en la Tierra.
En el ámbar puedes encontrar seres que vivieron hace más de 20 millones de años y que pareciera que acaban de ser incrustados en la resina —cuenta Gerardo Carbot Chanona, curador de la colección paleontológica de Chiapas—. Puedes observar interacciones ecológicas, como una araña cazando a un insecto. Hay reportes de telarañas o de parásitos de insectos. Con el ámbar se pueden hacer estudios que no es posible realizar con otros fósiles”.
Marco Antonio Coutiño, director del Museo de Paleontología del estado, agrega: “Hemos identificado insectos que vivieron en esta región y que ahora ya no están aquí. Por ejemplo, hay un género de termita que se encontró en el ámbar de Chiapas y que actualmente solo se encuentra viva en Australia”.
En el ámbar de Chiapas —cuenta Carbot Chanona— se han identificado cerca de 290 tipos de artrópodos, entre los que se cuentan ciempiés, ácaros, arañas e insectos; además de plantas, como la Hymenaea allendis. También se halló a una de las pocas ranas que existe en el mundo fosilizadas en ámbar y muchos organismos acuáticos, como ostrácodos y anfípodos.
—¿Por qué hay crustáceos en el ámbar de Chiapas?
—Hay muchos elementos que nos hacen pensar que la resina de los bosques de Hymenaea caía en cuerpos de agua, en esteros. Poco a poco están saliendo claves de que había cavernas en donde escurría el agua y la resina —explica Francisco Vega, especialista en crustáceos fósiles e investigador del Instituto de Geología de la UNAM.
En su cubículo, ubicado en Ciudad Universitaria, Vega muestra fotografías de algunos de los 60 ejemplares de organismos acuáticos que ha identificado en el ámbar de Chiapas —todos ellos estudiados por Lourdes Serrano, como parte de su tesis de doctorado—, entre los que se encuentran un milimétrico cangrejo, extremadamente raro como inclusión en ámbar.
—El ámbar es el método de fosilización más cercano a tener el organismo vivo. Además de permitirnos tener información para saber si es una especie nueva o no, también otorga elementos sobre el clima y los ecosistemas que existían. Desde el punto de vista evolutivo, nos brinda datos sobre qué especies han logrado sobrevivir durante 23 millones de años y por qué otras no lo hicieron —reflexiona Vega.
Hace tiempo, los científicos no tenían muchos problemas para adquirir piezas de ámbar con inclusiones (restos de organismos). Eso cambió, sobre todo cuando muchos extranjeros comenzaron a interesarse en comprar ámbar.
—A mí me han escrito chinos pidiéndome que les ayude a conseguir ámbar. Ahora, el ámbar se vende al mejor postor y ahí los investigadores mexicanos salimos perdiendo, porque no podemos pagar piezas que llegan a costar hasta 100,000 pesos —lamenta Vega.
El problema de los altos costos del ámbar —menciona Gerardo Carbot— es que muchas piezas con valor científico terminan en colecciones privadas y eso hace más difícil su estudio.
El alto costo de la resina fósil, sobre todo aquella que tiene inclusiones, ha propiciado la existencia de un mercado de falsificación de ámbar. Incluso, los investigadores comentan que se venden piezas falsas con supuestas inclusiones de insectos u otros animales.