Revista Cultura y Ocio
La estrategia del agua Lorenzo Silva
No llegué a dormirme. Apenas logré atenuar un poco mi estado de conciencia, en el que se intercalaron a ráfagas las estampas del laberinto de autovías de Madrid en hora punta, con sus miles de automovilistas atrapados entre el acero y el asfalto. En el cielo se anunciaba el arrebol de un espléndido atardecer de primavera. Aquellos firmamentos incendiados de pronto, a pesar de la cochambre atmosférica, eran una de las razones que me vinculaban a una ciudad cada día más demente y desorbitada, áspera y tumultuosa, pero a la que ya pertenecía sin remedio.
El caso era que llegaba a extrañarla cuando, como era frecuente, pasaba temporadas fuera de ella, por razón del muerto de turno tirado en la cuneta de cualquier camino de cualquier provincia de aquel país no menos caótico que su capital. Un país, por cierto, que ya sólo para mí y unos pocos más conservaba su entidad como conjunto. Quizá eso mismo, poder librarme a menudo de Madrid, y recorrer el disgregado reino de alrededor, era lo que impedía que llegara a consumarse nuestra ruptura. En cambio, mi Montevideo natal iba convirtiéndose con el tiempo y la ausencia en un lugar imaginario, en el que los recuerdos de los pocos años que allí había vivido empezaban a parecer fotogramas sueltos de alguna viejísima película, extraviada en algún archivo por la negligencia o la muerte súbita de sus custodios. Nunca había regresado, desde que mi madre me sacara de allí y cortara el único y débil hilo que me unía a la tierra de mi padre y a mi padre mismo. Aunque los hilos entre las personas nunca los cortan otras, razoné en medio de mi sopor, y al hacerlo envidié al hijo de Óscar, por el que su progenitor había peleado tanto. Muchas veces había pensado en comprar un billete y malgastar junto al Río de la Plata algún permiso de verano, que sería invierno allí. Una y otra vez me había dicho que nada me obligaba, cuando el que debería haber cruzado el charco a la inversa jamás se había tomado la molestia. Pero me iba haciendo viejo, y hay cuentas que no conviene acarrear hasta la tumba. Algún día tendría que dar mi brazo a torcer, me dije, sin demasiado empeño. Y cerré los ojos para que dejara de dolerme aquella belleza crepuscular y canalla, ladrillo contra cielo, de mi ya irreparable Madrid.