Revista Cultura y Ocio
Bravura Emmanuel Carrère
A través de la cortina de lluvia, tan tupida que no consigue leer los nombres de las calles en los letreros de las esquinas, Ann divisa varios rótulos con caracteres chinos, neones que imitan la forma de pagodas rompen la hilera monótona y grisácea de cottages semiadosadas. Sin embargo han evitado el centro de la ciudad, han dejado atrás los barrios asiáticos. Sin haberse fijado realmente en el itinerario, Ann se percata de que han seguido las orillas del río y están ya en el extrarradio. El calor dentro del coche empieza a adormecerla. Baja una ventanilla pero la lluvia la abofetea y se apresura a subirla. Está cansada, ayer se acostó demasiado tarde. Las diez menos cuarto. Confía en estar lejos todavía del lugar del encuentro, en poder dormitar un momento en este taxi, a resguardo de la lluvia, conducida por este chino silencioso que de vez en cuando mueve su nuca basculante. De improviso, mientras acaba de fijarse de nuevo en este detalle, advierte que el taxi se ha parado, está en punto muerto. El motor diésel ronronea y el taxista ha vuelto la cara hacia ella. Ann cree al principio que sus hombros no se han movido y que su nuca, por consiguiente, soporta una rotación de 180 grado; pero no, hasta donde puede juzgar a través del cristal, su posición es de tres cuartos. Al verle la cara por primera vez descubre con sorpresa que no es en absoluto chino. Y alucina.