Pilar
Adón El
mes más cruel Desde
la terraza en que se había sentado Marcel Berkowitz se veían las contraventanas
marrones, casi siempre abiertas, de un Forno del que, de vez en cuando, surgía
un joven con una camiseta de tirantes y unos pantalones manchados de blanco
para fumar un cigarrillo. La delicadeza con que aquel chico bajaba los párpados
sobre unos ojos insólitamente somnolientos, la prudencia con que estiraba la
corta longitud de su cuello para expulsar el humo hacia arriba hacían que
adquiriera una nobleza propia de los legítimos descendientes de alguna familia
de antigua estirpe. A veces volvía la mirada con lentitud y, como si intentara
descifrar la exacta composición del rostro de Marcel, le examinaba largamente,
con un descaro y una morosidad que a él le parecían extraídos de algún libro
del escritor francés Octave Mirbeau. ¿El suave énfasis que ponía en su mirada,
como si quisiera decirle algo, como si acariciara la idea de preguntarle si
querría adentrarse con él más allá de las contraventanas marrones y conocer el
interior del Forno, sería intencionado?