Jaume
CabréYo
confieso Siguiendo
órdenes estrictas, los partisanos supervivientes debían registrar los cadáveres
y recoger armas, municiones, botas y chaquetas de piel. Como impelido por una
fuerza misteriosa, Drago Gradnik fue al encuentro de su primer muerto. Era un
joven de cara bondadosa y ojos cubiertos de sangre que miraba al frente,
apoyado aún en la pared, con el casco destrozado y la cara roja. No le había
dado la menor posibilidad. Perdona, hijo, le dijo. Y entonces vio a Vlado
Vladic, que, junto con dos compañeros, recogía placas de identificación; lo
hacían siempre que podían, para dificultar las labores de identificación de los
enemigos. Al llegar a su muerto, le arrancó la chapa sin contemplaciones.
Gradnik reaccionó: —¡Espera!
¡Dámela!—Padre,
tenemos que...—¡He
dicho que me la des!Vladic
se encogió de hombros y le entregó la placa.—Su
primer muerto, ¿verdad?Y
prosiguió con su trabajo. Drago Gradnik miró la placa. Franz Grübbe. El primer
hombre al que había matado se llamaba Franz Grübbe, un joven SS-Obersturmführer
rubio y probablemente con los ojos azules. Se imaginó un momento yendo a ver a
la viuda o a los padres del muerto para ofrecerles consuelo y decirles, de
rodillas, lo hice yo, fui yo, confíteor. Y se guardó la chapa en el bolsillo.Todavía
ante la tumba, me encogí de hombros y repetí oye, vamonos, hace un frío que
pela. Y Bernat, como quieras, tú mandas, tú has mandado siempre en mi vida.—Vete
a la mierda.Estábamos
tan tiesos de frío que saltar la verja del cementerio para salir al mundo me
costó un desgarrón en los pantalones. Dejamos a los muertos solos, helados, a
oscuras con sus historias eternas.