Posiblemente hayas oído alguna vez la expresión “tener baja tolerancia a la frustración”. O sino, si te suena demasiado técnico, quizá hayas escuchado a alguien decir de otro: “esta persona no aguanta nada”, “no soporta el más mínimo contratiempo”, o “se ahoga en un vaso de agua”
La frustración no es más que aquel estado emocional que aparece en el individuo cuando ve bloqueada la consecución de un objetivo o meta. Por ejemplo, cualquiera de nosotros puede frustrarse cuando pasamos toda la tarde buscando en casa un papel importante y no lo encontramos, cuando por más que tratamos de reparar un aparato no lo conseguimos o cuando vamos con toda la ilusión del mundo a comprarnos algo y la tienda está cerrada.
Para muchas personas, situaciones como las anteriores no han de suponer un excesivo problema, pues pronto canalizan su frustración hacia otros objetivos y terminan por olvidarse del asunto. Sin embargo, hay otras en las que dicho estado emocional resulta difícil de aliviar, llegando incluso a desembocar en conductas agresivas. Veamos en qué condiciones sucede esto.
Según la teoría de la frustración-agresión, cualquier impedimento que surja en relación con la consecución de una meta, conllevará inexorablemente a un estado de agresividad manifiesto, de forma que una agresión siempre estaría precedida por un estado de frustración. Dicha agresividad podrá ser autodirigida (provocarse lesiones, darse golpes…) o bien dirigida hacia los otros (insultar, golpear, empujar…).
Aunque esta explicación gozó en sus inicios de una amplia aceptación, no explicaba por qué había ocasiones en las que la agresividad no seguía a un estado de frustración (por ejemplo, matones a sueldo, guerras, etc) ni tampoco por qué muchas veces la frustración no termina en agresión.
Para solucionar el problema, se planteó otra alternativa. Parece ser que cuando nos sentimos frustrados, se produce en nuestro organismo un estado de activación emocional llamado ira u hostilidad. Al suceder esto, digamos que de algún modo nos preparamos para emitir una respuesta agresiva, aunque esta no tiene por qué ocurrir. Así, estaríamos hablando de tres fases en la respuesta agresiva: acontecimiento desencadenante – ira/hostilidad – agresión. Si somos capaces de detener la cadena en el segundo eslabón, no tenemos por qué hacernos o hacerle daño a nadie.
Sin embargo, hay que tener en cuenta un aspecto. El hecho de estar sometidos continuamente a estados de ira u hostilidad, se ha relacionado con enfermedades cardiovasculares e incluso con el cáncer. De hecho, varios estudios apuntan a que es precisamente esa represión de la ira la que podría desencadenar a largo plazo en problemas tumorales.
Entonces nos preguntamos: ¿es mejor agredir? La respuesta no está clara. Parece ser que lo más apropiado es expresar nuestro malestar de la forma más relajada y asertiva posible, sin tratar de tragarnos nuestro enfado; aunque sin duda lo más interesante sería tratar de llegar lo menos posible a ese estado de hostilidad, utilizando estrategias cognitivas que nos permitan aceptar que las cosas no siempre saldrán como uno quiere.
Así que ya puedes empezar a entrenar…
foto|Salvatore Vuono