«Es una desolación. Apenas si hay arbolado y escasea el agua. Pero no es tan malo como nos lo habían pintado. El paisaje es triste y desolado, pero tiene hermosura»
Juan me lee este párrafo de Unamuno mientras atravesamos el centro de la isla de camino a Ajuy. Por la mañana hemos estado en Los Molinos. De ninguna manera podíamos perdernos un pueblo con ese nombre. Otra vez el calificativo de pueblo era demasiado ambicioso para lo que nos hemos encontrado y, a la vez, se quedaba corto para describir su encanto. Los Molinos de Fuerteventura se encuentra al final de una carretera que atraviesa esa desolación que reconoció Unamuno cuando estuvo desterrado aquí en 1924. Aunque aquí la desolación es un poco menos, hay verde, corre el agua y hay patos. Unos patos muy feos, los patos más feos que he visto en mi vida. En esta zona de la isla fue en la que desembarcó Jean de Bethencourt en 1404, estableciendo tierra adentro Betancuria. Los Molinos son unas cuantas casas blancas con las puertas y los bordes de las ventanas pintados de azul o de verde. Hay también una pequeña playa protegida en la que el viento casi no sopla y un restaurante destartalado con terraza que da al mar y techumbre hecha de chinchorros que exhibe en grandes letras azules su maravilloso nombre: Las bohemias del amor.
En Los Molinos las tres calles que lo atraviesan son de arena. Mientras las recorro, me imagino pasando aquí un verano. Dos meses de lectura, baños, escritura, cenas en la terraza de las bohemias y tiempo resbalando. Meses de ir en chanclas, bikini y, por las noches, ponerme una sudadera vieja y gastada que casi me llegue a las rodillas para poder arrebujarme en ella.
Pienso en Lucia Berlin, en sus temporadas en México y en cómo este Los Molinos se parece a los lugares que retrata en alguno de sus relatos. La playa, el mar, andar descalzo por la arena. Sigo pensando en ella mientras volvemos a la carretera y cruzamos la desolación. Esta zona de la isla es más roja, árida con un toque a desierto americano, a frontera. Hay menos rocas y más volcanes. «Estas colinas peladas parecen jorobas de camellos y en ellas se recorta el contorno de éstos. Es una tierra acamellada» me lee Juan de otra de las cartas que Unamuno escribió desde aquí. Se ven algunas construcciones y recuerdo otro relato de Berlín, aquel en el que va a México a abortar y acaba en una hacienda en medio de la nada.
Unamuno estuvo desterrado aquí cuatro meses. Menudo chasco me llevo al enterarme. Cuatro meses no es un destierro, es un veraneo largo. «Se parece a La Mancha» escribe en una de sus cartas. Ya quisiera La Mancha parecerse a Fuerteventura. No todas las lluvias son iguales ni tampoco las arideces lo son. La aridez de La Mancha te aplasta, la de Fuerteventura atrapa.
Juan ha cumplido hoy cuarenta y cinco años.