Revista Cultura y Ocio
Germán tenía el descansillo hecho a su mano, no digo que limpio, tampoco es eso, pero bastante apañado para recibir. Sí, para recibir. No cobraba, los estatutos de la comunidad no permitían oficinas, despachos o consultorios, pero tenía su clientela fija dentro del edificio.Al principio los quisquillosos de siempre se quejaron de que el descansillo de Germán parecía un altar sin santos, de que las marujas iban allí a quejarse de sus maridos y a hablar de los pecados que les hubiera gustado tener que confesar, de que aquello era la semilla de la rebelión, de que no lo iban a permitir... El tiempo les dio más que la razón.Germán llegó al descansillo un invierno ya nadie recordaba de qué año y nunca más lo abandonó, nunca más pisó la calle, todas sus necesidades quedaban satisfechas en aquel rincón. Se instaló sin pedir permiso y nadie lo cuestionó, vaya usted a saber si la gente sin pensarlo compensó las necesidades de Germán con las suyas propias. El caso es que no pasó mucho tiempo hasta que empezó a verse a algún vecino conversando con él, unas más asiduas que otros, al principio, luego no hubo distinción. Los que lo iban conociendo comentaban que no sabían bien qué pasaba en esos encuentros, que Germán hablaba poco, que no daba consejos ni hacía reproches, que no opinaba, pero que al hablar con él se les ordenaba el pensamiento como por arte de magia, los reconfortaba o se reconfortaban ellos mismos.Así, de encuentro en encuentro y de conversación en conversación, en algunos momentos los vecinos tenían que guardar turno para acercarse a Germán. A veces incluso se producían situaciones tensas si había mucha cola en la escalera o si alguien consideraba que lo que traía era realmente urgente y no podía esperar. Germán se vio obligado a ampliar el horario de recibir hasta por la noche, lo que provocaba muchos ruidos en la escalera y ya se imaginarán cómo lo llevaban los quisquillosos. Además de las consultas de vecinos de otros edificios que todos coincidían en que eran inabarcables. En fin, que así no podían seguir.Una mañana, las más cercanas le propusieron a Germán un apaño para tratar de controlar aquel desbordamiento, organizar a los consultantes por grupos de demandas: las que estaban hartas del marido por un lado, podrían plantearse también invitar en un futuro a los maridos afectados según la evolución del grupo; los que no las soportaban más a ellas por otro, con el mismo planteamiento futuro; los que tenían problemas con los hijos en otro grupo; y luego un grupo misceláneo aparte que llamarían "varios" para adicciones, trastornos alimenticios por exceso o defecto, alteraciones del sueño o "no sé lo que me pasa".Funcionó, la gente pudo seguir organizándose los pensamientos sin desorganizar la escalera y Germán pudo descansar con tranquilidad. Bueno, con matices según el punto de vista: algunos de los quisquillosos fueron merecidamente divorciados y otros debidamente reconducidos. La misma suerte corrieron las quisquillosas.Texto: Ángeles Jiménez