(De El Dipló) Comencemos por el contexto. En un marco de crisis financiera global y superado el momento más brillante del boom de los commodities, América Latina enfrenta un cuadro económico de bajo crecimiento, retorno de la restricción externa y tensiones cambiarias. Según datos de la CEPAL, el PIB regional crecerá apenas 0,5 por ciento en 2015. Este cambio de escenario económico llevó a un estancamiento o deterioro de los indicadores sociales que hacen pensar que la región tocó su “pico distributivo”, lo que a su vez se refleja en resultados electorales más ajustados para los gobiernos de izquierda, tal como demostraron los casos de Nicolás Maduro (menos de dos puntos de diferencia con la oposición) y Dilma Rousseff (menos de tres).
Esta baja en la performance electoral tiene como contracara el ascenso de una nueva derecha, que es nueva en tres sentidos básicos. Es nueva porque es democrática, porque ya no apuesta al partido militar como vía de acceso al poder y, exceptuando a sus sectores más recalcitrantes, se mueve dentro de las reglas de juego electorales, disputa elecciones y cuando las pierde acepta lealmente su derrota; es nueva porque es pos-neoliberal, porque al menos públicamente no reivindica las políticas de apertura, privatización y desregulación típicas de los 90, y es nueva porque es lo suficientemente astuta como para mostrar una “cara social”: en línea con el “conservadurismo compasivo” norteamericano, promete cambios macroeconómicos y reformas fiscales pero manteniendo los sistemas de protección desplegados en la última década.
Esta derecha caprilizada, de la cual el PRO de Mauricio Macri es un ejemplo paradigmático, es la que está arriesgando la continuidad de los gobiernos de izquierda. Por eso es necesario bucear más profundo, más allá de la superficie indignada de las referencias a la súbita “derechización” de los electorados y el supuesto reaccionarismo inherente a las clases medias, para entender los motivos que dan cuenta de su crecimiento. Y como toda alternativa democrática se afirma siempre en un suelo conceptual, la nueva derecha tiene como filosofía política una ética protestante de progreso por vía del esfuerzo individual de las personas o las familias: el ascenso como fruto del sudor o el ingenio es desde siempre un valor importante para la derecha, que no sólo no reniega del individualismo sino que incluso lo considera un motor clave para el avance de la sociedad, que debe limitarse a ofrecer igualdad de oportunidades a los ciudadanos para que luego cada uno llegue hasta donde quiera o hasta donde pueda. Por eso sus apelaciones recurren a menudo a la segunda persona del singular, como hace María Eugenia Vidal en sus discursos: “Te hablo a vos, que querés estar mejor…”.
Esta concepción explica, según la famosa tesis de Norberto Bobbio, que la derecha acepte las diferencias sociales, es decir la desigualdad, como parte inevitable de cualquier orden social en el que sus integrantes ejerzan plenamente su libertad. Sin sumergirnos en debates más profundos acerca de las consecuencias de esta perspectiva teórica, digamos que tiene como consecuencia concreta una cierta visión acerca del rol del Estado, el lugar de la sociedad y el alcance de la política: frente a una izquierda que tradicionalmente ha buscado a sus líderes en los movimientos colectivos (sindicatos, partidos, asambleas), la nueva derecha los encuentra en las hazañas individuales del deporte, los negocios y el espectáculo, que permiten medir el esfuerzo individual contando triunfos deportivos, millones de dólares o puntos de rating.
No sólo el macrismo recluta a sus candidatos de este semillero noventoso; el mismo Daniel Scioli es, por el dato incontestable de su origen, un producto de esta nueva realidad. Pero el PRO es el que ha llegado más lejos. Igual que el mexicano Vicente Fox, el chileno Sebastián Piñera o el estadounidense Donald Trump, Macri es un empresario-político dotado de una flexibilidad ajena a los viejos referentes de la derecha ideológica estilo Álvaro Alsogaray, Domingo Cavallo o Ricardo López Murphy, economistas formados en rígidas escuelas de pensamiento, a quienes se podrá acusar de cualquier cosa salvo de carecer de ideas. ¿Alguien se imagina al capitán-ingeniero o al inspirador de Manhattan Ruiz reivindicando alegremente la estatización de Aerolíneas o inaugurando una estatua de Perón junto a ¡Hugo Moyano!? Macri, que se mueve con la plasticidad propia de los hombres de negocios, carece de esos pruritos.
Deliberadamente alejado de cualquier dogma, dispositivo ideológico o corriente política que lo limite, el macrismo es una mezcla acuosa de liberalismo y conservadurismo. Si el primero se verifica en ciertos trazos inconfesados de su programa económico y el estilo moderno y globalizado de sus dirigentes (su máximo líder, por ejemplo, está divorciado), el segundo se comprueba en el catolicismo militante de muchos de sus miembros y en sus posiciones respecto de temas como la inseguridad o el aborto. Su modelo no es la reaccionaria derecha del PP español ni la sobria centroderecha socialcristiana alemana ni el tradicional partido conservador británico, sino la nueva derecha anti-política que vivió su ciclo hegemónico en Italia de la mano de Silvio Berlusconi y que ha comenzado a prosperar en algunos países europeos como España, con el crecimiento de Ciudadanos.
Su origen es siempre una crisis, porque son las situaciones límite las que suelen alumbrar este tipo de cambios profundos: en Italia, la crisis del sistema construido desde la posguerra en torno a la Democracia Cristina disparada por el mani pulite; en España, la crisis económica y el derrumbe del clásico bipartidismo. En Argentina, el colapso del 2001. Como señalamos en otra oportunidad, el macrismo es, igual que el kirchnerismo, una consecuencia de los estallidos de diciembre, que sacudieron la conciencia política no sólo de los sectores populares sino también de las elites económicas y las clases medias, muchos de cuyos integrantes adquirieron, por el simple ejercicio de observar un país en llamas, una nueva sensibilidad respecto de la cosa pública. Por eso, aunque en el macrismo convergen peronistas, radicales y todo el arco superviviente de los viejos partidos conservadores, la gran novedad, su aporte verdaderamente original a la política argentina, es haber logrado atraer, formar y retener a una cantidad importante de militantes provenientes del mundo empresario, el voluntariado católico y, sobre todo, las ONG tecnocráticas surgidas en los 90.
Con la audacia propia de los principiantes, el macrismo ensayó algunas movidas que podían sonar extravagantes para el análisis político tradicional pero que al final se demostraron exitosas: por ejemplo, candidatear en la provincia de Buenos Aires a la vicejefa de Gobierno de… la Capital, una idea a priori tan descabellada como postular a, digamos, el vicegobernador de Salta como candidato a gobernador de Jujuy. Inconcebible en un partido tradicional, la jugada borró todo el saber construido acerca de la supuesta tensión porteño-bonaerense y en el camino reveló la comprensión profunda de algunas mutaciones estructurales de los electorados, dispuestos a votar una cosa para presidente y otra para gobernador, intendente o diputado, apoyar un partido a un mes y otro al siguiente. En suma, confirmó que la ciudadanía, incluso la de la provincia de Buenos Aires, que se suponía encadenada a la voluntad de los punteros peronistas, es un sujeto autónomo y exigente, capaz de ejercer el voto castigo cuando lo cree necesario: lo paradójico es que haya sido el PRO, que se ha cansado de criticar el clientelismo y denunciar aparatos, el beneficiario de este hallazgo.
Como señalamos en el comienzo, la nueva derecha que encarna Macri despliega un discurso que combina convicción democrática y promesas sociales, todo envuelto en esa estética new age de tonos vagamente orientalistas que tanto irrita al kirchnerismo sunnita. Pero más que indignarse conviene preguntarse por qué este discurso resulta verosímil para sectores importantes de la población. Sucede que, contra lo que piensan los semióticos recién recibidos, ni el poder de la prensa hegemónica ni la protección mediática resultan suficientes para que la sociedad crea en las promesas de un determinado candidato.
Una posible explicación, entonces, podría encontrarse en la gestión porteña: Macri no privatizó las escuelas, aunque el presupuesto educativo como porcentaje del presupuesto total se redujo; no convirtió a la Metropolitana en el Ku Klux Klan, aunque sí habilitó represiones injustificadas, lo que por otra parte también ha sucedido con las fuerzas de seguridad nacionales, y no aranceló los hospitales ni prohibió a los bonaerenses, ni a los paraguayos, atenderse en ellos, por más que el manejo del área de salud exhiba todo tipo de déficits. En otras palabras, la promesa de sostener las políticas sociales y el tardío giro estatista de Macri pueden haber resultado convincentes porque su gestión en la Ciudad fue mediocre en muchos aspectos y, tal como reveló el caso Niembro, mucho más opaca de lo que se pretende, pero no fue una gestión neoliberal ni noventista.
Más que ideológico, su límite puede ser geográfico. El PRO, que a partir de diciembre gobernará los dos principales distritos del país, se despliega del centro a la periferia, que como demuestran las experiencias históricas del radicalismo y del peronismo es la forma en la que se construyen los partidos políticos en Argentina. Sus mejores resultados se concentraron en los grandes centros urbanos, el interior y norte de Buenos Aires y el sur de Córdoba y Santa Fe, lo que confirma que el kirchnerismo sufrió, como en el 2009, su histórica confrontación con el campo, un sector al que nunca terminó de entender.
¿Un partido para la zona núcleo? Quizás algo más. Para bien o para mal, y más allá de los vaivenes de los precios internacionales, los mercados de futuro y los seguros contra granizo, vivimos en la era de los commodities, que impone a los candidatos una doble frontera de políticas: por derecha define una economía que depende de la soja para garantizar la gobernabilidad, y por izquierda habilita un amplio sistema de protección social, que en buena medida es su consecuencia. Encorsetado por la soja como problema-solución, ni el más izquierdista de los gobiernos podrá prescindir del glifosato ni el más derechista de los presidentes podrá terminar con la Asignación Universal.
Fue este límite de hierro, que define el perímetro exacto de las posibilidades de nuestra democracia, el que le dio el tono a una campaña de asombrosas coincidencias programáticas: aunque detrás de cada candidato se agrupan fuerzas sociales, coaliciones políticas y superestructuras dirigenciales diferentes, tanto Macri como Scioli prometieron reducir el impuesto a las ganancias, bajar las retenciones, mantener bajo control estatal las empresas públicas y lanzar un plan para construir el mismo número de viviendas (un millón), todo bajo la apelación ambigua a un desarrollismo tan amplio como impreciso.
En este contexto de coincidencias, uno de los pocos puntos claramente identificables de desacuerdo fue la definición acerca del tipo de cambio: el macrismo propuso liberarlo desde el primer momento de su eventual llegada a la Casa Rosada, y ni siquiera cuando decidió reemplazar a los referentes más ortodoxos de su equipo económico desmintió públicamente esta alternativa, mientras que el sciolismo defiende la necesidad de administrarlo y eventualmente corregirlo, pero más gradualmente. El asunto es crucial, porque el precio del dólar es el precio más importante de nuestra economía y porque detrás de él se libra una intensa puja entre diferentes sectores sociales y económicos, en la que el propio establishment se encuentra dividido. Por haberlas vivido, todos conocemos las diferencias entre una devaluación fuerte y una devaluación suave, quizás el primer punto de apoyo sobre el cual podría afirmarse Scioli para empezar a escalar una campaña que está lejos de estar definida pero que se le va a presentar cuesta arriba.