Una de las presencias de mi juventud que más crece en tiempos de niebla tiene que ver con aquel ser peculiar, extraordinario, inconfundible que fue Gloria Fuertes. Hoy 27 de noviembre de 2024 hace 26 años que transitó a otro estado, sin duda cercano a las sombras y el inexorable olvido, pero también a un creciente y duradero brillo de su estela a través de las numerosas obras suyas, o en torno a ella, que en estos últimos años han llegado a las librerías, así como merced a la amplia conjura por la que muchos nos sentimos concernidos para mantener de uno u otro modo su presencia, incluidas las polémicas más o menos adustas o engoladas y algunas valoraciones peregrinas o cicateras, siempre discutibles. Aconsejo al respecto, junto con de la muy saludable terapia de beber hilo, no dejar de estar en guardia en las buhardillas de la alta noche.Además del recuerdo de hace un año que dejé aquí y en el que recreé —sin apenas fantasías— la ocasión en que estuve más cercano a Gloria Fuertes, me llegan hoy también los ecos de otras dos escenas que la tienen como protagonista. Una es la primera vez que la vi "en carne mortal", sería a finales de 1973 o hacia la primavera de 1974, en la mítica Eburia de mi estrenada juventud. Por entonces yo laboraba modesta pero infatigablemente —hay que ver lo laborioso que es el indexado vía ISBN de varios miles de libros, con la creación de sus fichas y tejuelos correspondientes— en la organización y puesta en marcha de la entonces llamada Casa Municipal de la Cultura (hoy Biblioteca José Hierro), al tiempo que seguía en el turno de noche los estudios del Curso de Orientación Universitaria (COU) en el casi contiguo Instituto Padre Juan de Mariana, donde ella, la Gloria Fuertes ya camino de su gran celebridad televisiva, y quizás invitada por José Luis Narrillos, director del Insti, o tal vez por el profe de literatura, Manuel Pardavila, o acaso por entrambos, hizo una lectura de sus poemas que sorprendió a todos y nos encandiló a algunos. Publiqué una pequeña crónica del acto en la prensa local bajo el título «De una poeta que dice que está como una cabra». Y probablemente la extrañeza y el impacto de aquella poderosa personalidad fueran motivo de tertulia con mi más cercano colega de entonces, Ángel Luis Fernández, con el que compartí tantas infinitas charlas nocturnas, a veces hasta bien entrada la madrugada, en el paseo de las sillas de los jardines del Prado. Puede que hasta entonces solo conociera de la poeta poco más que los poemas descubiertos en alguna antología, como aquella de la colección RTV de la que ya he hablado aquí alguna vez y en la que figuraba el poema que más me había impactado («Cuando un árbol gigante se suicida», creo que era su primer verso). La segundo estampa aún viva en mi memoria tiene por escenario la urbanización Ciudad Santo Domingo, cerca de La Moraleja, en las cercanías septentrionales de Madrid. Allí, a través de una asociación sostenida por la adinerada vecindad y cuyo presidente, Ángel de la Jara, era hombre con inquietudes culturales, se había convocado un premio de poesía de modesta dotación pero con publicación incluida, y en su primera convocatoria lo ganó el poeta talabricense y sin embargo amigo Antonio del Camino, con el que por entonces, como él ha contado tantas veces, y en compañía de otros tres colegas de Eburia, formábamos el Colectivo La Troje, de tan bienintencionada como corta vida, aunque algunos de sus efectos y casi todos sus afectos aún perduran. Pues bien, el que Antonio fuera premiado nos hizo entrar en contacto con la sociedad cultural que organizaba el premio, de tal modo que en la siguiente convocatoria, en 1981, el propio Antonio del Camino y el que suscribe, junto con el entonces editor de Cátedra Gustavo Domínguez y la propia Gloria Fuertes formamos el jurado del II Premio «Ciudad Santo Domingo» que por unanimidad fue concedido a Antonio Rubio Herrero, otro miembro de La Troje (y el responsable de su nombre). Con ocasión del fallo y entrega del premio se celebró una cena en la citada urbanización, tras la cual tuvo lugar, a modo de fin de fiesta, una velada de estilo discotequero y en ella tuve, oh designio feliz de los astros, la ocasión de bailar una pieza —la quiero recordar como tango, pero alguien cercano me dice que sería pasodoble— con la que ya por entonces era mi muy admirada Gloria Fuertes, y con la que, tras el episodio del San Juan Evangelista, había seguido manteniendo algún contacto. No fantaseo nada si digo que aquella tarde y noche, con el buen ambiente general, las atenciones de los organizadores, la buena conversación de Gustavo Domínguez, la complicidad de Sagrario Pinto, Agustín Yanel y Antonio Rubio —el otro Antonio no pudo asistir por un imponderable— y las ocurrencias y el genial buen humor, no exento de socarronería, de la poeta, pasamos una gran velada. Ahora regresan esas imágenes y sus halos a mi cabeza mezcladas con las de la magnífica exposición que se le dedicó a Gloria Fuertes en 2017, en las salas del Fernán Gómez-Centro Cultural de la Villa, con ocasión del primer centenario de su nacimiento. Seguro que vendrán más. Hay glorias que no se acaban nunca.
Revista Cultura y Ocio
Una de las presencias de mi juventud que más crece en tiempos de niebla tiene que ver con aquel ser peculiar, extraordinario, inconfundible que fue Gloria Fuertes. Hoy 27 de noviembre de 2024 hace 26 años que transitó a otro estado, sin duda cercano a las sombras y el inexorable olvido, pero también a un creciente y duradero brillo de su estela a través de las numerosas obras suyas, o en torno a ella, que en estos últimos años han llegado a las librerías, así como merced a la amplia conjura por la que muchos nos sentimos concernidos para mantener de uno u otro modo su presencia, incluidas las polémicas más o menos adustas o engoladas y algunas valoraciones peregrinas o cicateras, siempre discutibles. Aconsejo al respecto, junto con de la muy saludable terapia de beber hilo, no dejar de estar en guardia en las buhardillas de la alta noche.Además del recuerdo de hace un año que dejé aquí y en el que recreé —sin apenas fantasías— la ocasión en que estuve más cercano a Gloria Fuertes, me llegan hoy también los ecos de otras dos escenas que la tienen como protagonista. Una es la primera vez que la vi "en carne mortal", sería a finales de 1973 o hacia la primavera de 1974, en la mítica Eburia de mi estrenada juventud. Por entonces yo laboraba modesta pero infatigablemente —hay que ver lo laborioso que es el indexado vía ISBN de varios miles de libros, con la creación de sus fichas y tejuelos correspondientes— en la organización y puesta en marcha de la entonces llamada Casa Municipal de la Cultura (hoy Biblioteca José Hierro), al tiempo que seguía en el turno de noche los estudios del Curso de Orientación Universitaria (COU) en el casi contiguo Instituto Padre Juan de Mariana, donde ella, la Gloria Fuertes ya camino de su gran celebridad televisiva, y quizás invitada por José Luis Narrillos, director del Insti, o tal vez por el profe de literatura, Manuel Pardavila, o acaso por entrambos, hizo una lectura de sus poemas que sorprendió a todos y nos encandiló a algunos. Publiqué una pequeña crónica del acto en la prensa local bajo el título «De una poeta que dice que está como una cabra». Y probablemente la extrañeza y el impacto de aquella poderosa personalidad fueran motivo de tertulia con mi más cercano colega de entonces, Ángel Luis Fernández, con el que compartí tantas infinitas charlas nocturnas, a veces hasta bien entrada la madrugada, en el paseo de las sillas de los jardines del Prado. Puede que hasta entonces solo conociera de la poeta poco más que los poemas descubiertos en alguna antología, como aquella de la colección RTV de la que ya he hablado aquí alguna vez y en la que figuraba el poema que más me había impactado («Cuando un árbol gigante se suicida», creo que era su primer verso). La segundo estampa aún viva en mi memoria tiene por escenario la urbanización Ciudad Santo Domingo, cerca de La Moraleja, en las cercanías septentrionales de Madrid. Allí, a través de una asociación sostenida por la adinerada vecindad y cuyo presidente, Ángel de la Jara, era hombre con inquietudes culturales, se había convocado un premio de poesía de modesta dotación pero con publicación incluida, y en su primera convocatoria lo ganó el poeta talabricense y sin embargo amigo Antonio del Camino, con el que por entonces, como él ha contado tantas veces, y en compañía de otros tres colegas de Eburia, formábamos el Colectivo La Troje, de tan bienintencionada como corta vida, aunque algunos de sus efectos y casi todos sus afectos aún perduran. Pues bien, el que Antonio fuera premiado nos hizo entrar en contacto con la sociedad cultural que organizaba el premio, de tal modo que en la siguiente convocatoria, en 1981, el propio Antonio del Camino y el que suscribe, junto con el entonces editor de Cátedra Gustavo Domínguez y la propia Gloria Fuertes formamos el jurado del II Premio «Ciudad Santo Domingo» que por unanimidad fue concedido a Antonio Rubio Herrero, otro miembro de La Troje (y el responsable de su nombre). Con ocasión del fallo y entrega del premio se celebró una cena en la citada urbanización, tras la cual tuvo lugar, a modo de fin de fiesta, una velada de estilo discotequero y en ella tuve, oh designio feliz de los astros, la ocasión de bailar una pieza —la quiero recordar como tango, pero alguien cercano me dice que sería pasodoble— con la que ya por entonces era mi muy admirada Gloria Fuertes, y con la que, tras el episodio del San Juan Evangelista, había seguido manteniendo algún contacto. No fantaseo nada si digo que aquella tarde y noche, con el buen ambiente general, las atenciones de los organizadores, la buena conversación de Gustavo Domínguez, la complicidad de Sagrario Pinto, Agustín Yanel y Antonio Rubio —el otro Antonio no pudo asistir por un imponderable— y las ocurrencias y el genial buen humor, no exento de socarronería, de la poeta, pasamos una gran velada. Ahora regresan esas imágenes y sus halos a mi cabeza mezcladas con las de la magnífica exposición que se le dedicó a Gloria Fuertes en 2017, en las salas del Fernán Gómez-Centro Cultural de la Villa, con ocasión del primer centenario de su nacimiento. Seguro que vendrán más. Hay glorias que no se acaban nunca.