Revista Comunicación
Es muy fácil criticar todo lo que ha hecho o dejado de hacer Glee. A estas alturas, es tan fácil y está tan bien visto subirse al carro de criticar todo lo que ha hecho mal que a veces parece que, si vamos a alabarla, tiene que ser muy bajito, para que no nos oigan.
Con el final de la serie, de todos modos, ha conseguido reunirnos a muchos de los que decíamos esas cosas en bajito, y al final nos ha unido en un pequeño club que no se avergüenza al reconocer que esos dos episodios finales hasta consiguieron hacernos llorar. Por lo que fue Glee, y por lo que nunca quiso, intentó o pudo ser. Por lo que aún a estas alturas era.
Porque sí, es muy fácil criticar a Glee por todo, pero si fuéramos justos, igual de fácil debería ser reconocerle todos los méritos que ha tenido, que no son pocos. Empezando por el principio, de hecho, con un piloto que fácilmente debería estar en la lista de los mejores pilotos de los últimos años. Porque sí, ahora es muy fácil tirarle piedras a la serie en general, pero a ese piloto le llovieron aplausos y alabanzas por ser original, por presentar estupendamente lo que era la serie, por tener ideas y ganas de hacer cosas. Y porque, así en conjunto, era absolutamente estupendo y eso no debería ser capaz de negarlo nadie.
Después, por supuesto, es cuando vinieron los problemas. No en la primera temporada, o al menos en el primer tramo de la primera temporada, cuando todos estábamos aún con el subidón del piloto, sino lo que vino después. Porque a pesar de que ya ese primer tramo, y si no me traiciona la memoria, tuvo esos altibajos que tantísimo han caracterizado a la serie al completo, aún se le perdonaba todo. Para, por supuesto, a continuación no permitírsele nada en cuanto se nos pasó el efecto del piloto.
No vamos a intentar fingir que Glee ha sido perfecta. No lo ha sido, ni mucho menos. Ni lo intentaba, claro. A las idas y venidas locas de personajes con cambios de personalidad ideados por un mono esquizofrénico hay que añadirle tramas que muchas veces no dejaban de ser absurdamente irrelevantes. O simplemente protagonizadas por unos personajes que al final a muchos acabaron resultándoles cargantes. Y con razón. Pero eso no le quita a la serie el mérito de ser ese desastre a veces tan genial que conseguía ser.
Y es que parte de la gracia de Glee es justamente lo que la convierte también en un pequeño gran desastre. Es una colección de tramas y personajes que existían a base de olvidarse de la coherencia y la constancia, de lo que había pasado antes o de lo que pasaría en el episodio siguiente. Es así como nos faltan números en el mundo para poder contar, por ejemplo, los cambios de personalidad que sufrió Quinn a lo largo de las temporadas (a veces incluso dentro de un mismo episodio). Pero también es así como muchas veces conseguía convertirse en una serie entretenidísima con la que era imposible no pasárselo en grande. Pasando de una trama a la siguiente con un toque absurdo que hacía que todo mereciera la pena. Y esos momentos seguían ahí incluso después del duro golpe que supone el fin del instituto para toda serie ambientada en ese pequeño microcosmos que son los pasillos habitados por adolescentes. Igual estaban más aislados, pero ahí seguían. Fueron esos momentos los que consiguieron que, a pesar de todo, muchos siguiéramos ahí con ellos hasta el final.
El fondo más absurdo que envuelve la serie, de todos modos, no impidió que también consiguiera ser capaz de llegarnos y, como bien demostró este final, convertirnos en auténticos desastres emocionales. Ya fuera uniendo la realidad y la ficción a través de Finn y Cory Monteith o simplemente recordándonos todos esos momentos que hemos vivido con todos ellos. Recordándonos todo lo que hemos visto cambiar a todos esos personajes. Y recordándonos que nosotros también hemos cambiado con ellos. Que ya no somos las mismas personas que conocieron a los New Directions hace ya casi seis años.
Con todos sus altibajos, con todas sus cosas buenas y sus cosas malas, Glee es una serie que cuando ha brillado, lo ha hecho a lo grande. Es una serie que ha celebrado la diferencia de un modo que, si bien no siempre ha sido acertado, siempre ha conseguido dejar muy claro que hay un lugar para todo el mundo. Y es una serie que, cuando de ello se trataba, ha sido la primera en ser capaz de reírse de sí misma, con un nivel de autoconsciencia y autocrítica que ya les gustaría a muchas otras.
Sí, es muy fácil criticar a Glee por todos sus fallos, pero igual de fácil debería ser alabarla por todas las cosas que ha hecho bien. Por ser una serie que, a pesar de todo, tenía algo que contar. Por todos esos números musicales que absolutamente todos hemos sido incapaces de quitarnos de la cabeza durante semanas. Por ese nivel de implicación emocional que fans, actores y -al menos de vez en cuando- todos hemos sentido hacia ella. Por ser una serie que, incluso después de haber pasado por momentos difíciles, ha conseguido despedirse con una temporada estupenda. Por ser tan única en lo bueno y en lo malo. Por ser, en definitiva, Glee.