Era una camiseta de color fucsia oscuro o un rosa oscuro que alejaba al color rosa de cualquier asociación con algo cursi. Además, a mí nunca me había gustado el color rosa y aquella camiseta me encantaba. Tenía un dibujo en la espalda de una especie de pato amarillo como de caricatura y alguna leyenda, pero no la recuerdo. Sí recuerdo que esa camiseta me pareció lo más maravilloso que había tenido nunca. Lo mejor que tenía no era el color, ni el pato, ni la leyenda: lo mejor es que era grande. Necesitaba ropa grande porque aquel verano, el de los doce años, de repente me habían crecido las tetas. Muchísimo. Aquello ya no eran pechitos de niña sino algo completamente fuera de lugar, gigante, que me convertía en una simple portadora de pechos. Era horrible. Espantoso. Me dolían, me picaban los pezones, me pesaban. Pero nada de eso era lo peor: lo peor era ver cómo mis amigos de toda la vida ya no podían apartar la mirada de esas cosas que me habían crecido de un verano para otro.
La camiseta llegó para salvarme la vida y joderme la postura para siempre. Era grande, me quedaba holgada, así que si echaba los hombros hacia delante y el pecho para atrás, las descomunales protuberancias se disimulaban y estaba a salvo de las miradas penetrantes. Esto solucionó un problema y creó otro: mi madre se pasaba el día diciéndome «ponte derecha», «ponte derecha», «que te estires». Al final del verano comprendí que por mucho que llorara, por mucho que lo soñara, aquellas cosas no iban a desaparecer nunca y que tenía que aprender a vivir con ellas para siempre. Las odiaba. Aprendí a vivir con los hombros encorvados y un poquito de chepa. Aprendí que no podía comprarme ropa de tirante fino porque los sujetadores que yo necesitaba llevaban siempre unos tirantes de dos dedos de ancho; aprendí que cualquier ropa interior que se anunciara en televisión, marquesinas o revistas no era para mí, no había para mi talla. Aprendí que tenía que resignarme a bañadores o bikinis pensados para señoras de 60 años y que pesaran 30 kilos más que yo. «Ay, es que claro, con tanto pecho pareces muy grandota pero luego eres finita. No tenemos nada que te vaya bien».
Odiaba mis tetas.Tenía un complejo impresionante que pude más o menos sobrellevar gracias a que mi adolescencia transcurrió en la época en que las hombreras lo petaban y cuanto más grandes mejor. Hombreras y jerséis y camisas grandes. Le robaba la ropa a mi padre. «Vas siempre como si llevaras un saco». Surfeé el colegio; surfeé la vergüenza de los veranos con 14,15, 16, 17, 18, 19 y los bañadores de señora; surfeé no encontrar ropa. Operarse del pecho era algo que no hacía nadie, ni siquiera sabía cómo se hacía: tenía una ligera noción de que era algo que costaba mucho dinero e implicaba un cirujano estético. ¿Cómo se lo planteaba a mi madre? No hubiera sabido ni cómo decírselo. Después de las experiencias traumáticas yendo a comprar sujetadores con ella, estaba claro que entre mis tetas y mi madre tenía que mantener la mayor distancia posible.
Los veinte fueron algo mejor. Supongo que me acostumbré o me resigné. Esto era lo que había y chimpún. Tuve novios, le di uso a mis tetas, las disfruté, me dejaron los novios, llegaron otros, y así hasta que me casé. Bueno, pues entonces, en algún momento esos cántaros gigantes iban a tener alguna utilidad. Me quedé embarazada y, cuando creía que aquello no podía ser más grande, descubrí que estaba equivocada. Aquello era inmanejable. Tengo marcado el día en que al mirarme al espejo me vi monstruosa y me puse a llorar. Llegó El Ingeniero y me encontró desconsolada. «No te preocupes. Cuando nazca el bebé, lo miramos y te operas».
Nació María. Nació Clara. Y no me operé. Una conocida mía, vital, divertida, fantástica, había decidido operarse con tan mala suerte que en quirófano sufrió una parada cardíaca y murió 3 días después. ¿Cómo iba a operarme de algo que parecía frívolo y tonto solo para resolver un complejo, una inseguridad, cuando podía morir y dejar a mis hijas huérfanas? Eso sí que sería frívolo.. Me resigné otra vez. La ropa había mejorado un poco y, bueno, me hice mayor y me importaba menos. Nunca dejó de importarme pero ya no era algo traumático. Era molesto, incómodo, desagradable, feo… pero podía vivir con ello. Hasta que el año pasado pensé que ya no tenía que pedir permiso a nadie, no necesitaba justificarme y, sobre todo, tenía el dinero y el ánimo para hacerlo.
Pregunté a mi ginecólogo, que me dijo: «Es buenísima idea. A tu edad, cuando te llegue la menopausia, crecerán aún más y se caerán más». Esos dos «más» me parecieron aterradores y físicamente imposibles, pero me convencieron aún «más» para seguir adelante. Me recomendó una cirujana y fui a verla. Le pedí a mi hermana que me acompañara. En cada paso del proceso estaba preparada para que algo me impidiera seguir adelante: «tus tetas no se pueden operar», «van a quedar mal»… cualquier cosa. Cuando la cirujana me preguntó cuándo había empezado a pensar en operarme, le contesté: «la mañana del día en que con 12 años me levanté y me di cuenta de que tenía unas tetas enormes». «Ah, eso es dismorfía primigenia», creo que dijo. «Se llama así cuando desde el primer momento no estás a gusto con tus pechos». Me contó todo el proceso y, después, me pidió que me desnudara. «Vaya, es que disimulas mucho, vestida no parece tanto». «38 años disimulando, soy casi como Mortadelo y sus disfraces. Si me empeño mucho te puedo hacer creer que tengo una 85B».
«Opero lunes, miércoles y viernes, elige el día que quieras».
Elegí día y hace poco más de un año, exactamente un año y quince días, me quité tetas. 750 gramos fuera de mi cuerpo. Salí del hospital con dos drenajes, un vendaje, muchos puntos que no me veía y una sonrisa en la cara. Ha pasado un año y quince días y ya no tengo drenajes ni vendaje y las cicatrices han ido desapareciendo. Sigo sonriendo casi todo el tiempo. Me acuerdo muchísimo de la niña de la camiseta fucsia y de sus hombros caídos. Pienso en que tenía que haberlo hecho antes para luego darme cuenta de que antes no hubiera podido ser: fue cuando tocaba. También le doy vueltas a las veces que he dicho que la cirugía estética no me gusta y que nunca me pincharé bótox o me rellenaré los pómulos o los labios. No tengo planes de hacer ninguna de esas cosas porque no tengo problemas con mi cara. ¿Podría tener menos arrugas? Sí. ¿Me importa? No. A mí me importaban mis tetas. Sabía que estaría mejor con ellas más pequeñas. Lo supe desde aquel verano en que no me quité la camiseta fucsia. «Las que se ponen a veces se arrepienten. Las que se quitan no se arrepienten nunca», me dijo la doctora que me hizo las mamografías previas. No lo sé, no me importa nada lo que otras mujeres hagan o dejen de hacer. Yo sabía que no iba a arrepentirme. He tardado un año y quince días en escribir esto. No tenía por qué escribirlo, lo sé. Podía ser una de esas cosas que (me) pasan de las que no escribo nunca pero hoy, al releer mis cuadernos y encontrarme con esa cita de Sempé, he pensando: hoy es el día.
Estoy en Cicely con mis amigos pasando unos días. «¿Qué haces? Escribir la newsletter. ¿De qué vas a escribir? De mis tetas. Por favor, por favor, escribe: “¿Ha visto usted mis tetas?" Aquí estoy con las mismas personas que estaban conmigo cuando cumplí 13 años y me cayó un complejo encima. Ahora me ven erguida, con camisetas estrechas y, si quiero, sin sujetador.«Estás feliz».Si quieres recibir las entradas en el correo, te puedes suscribir aquí.