Que la gente fume, a veces, tiene cosas buenas. Por ejemplo, cuando volvemos al hotel después de cenar en San Juan de Luz, son las doce de la noche y, de repente, te das cuenta de que la tarjetita con la combinación que hay que marcar para entrar en el hotel, está encima de la cama. «¿Era seis cuatro cuatro y algo, no?» «Sí, eso me parece». No era, claro. Tecleamos como maníacos todo lo que se nos ocurre y cuando estamos valorando dormir en el coche, una voz nos grita desde arriba «¿Necesitáis el código?» Alabados sean los fumadores franceses trasnochadores. Que el señor esté con ellos. Con ellos y con los franceses. Me sigue maravillando como cruzamos la frontera sin enterarnos y, sin embargo, todo es diferente tras ese paso invisible. Mi principal fijación estos días, en el País Vasco francés, es la cantidad de gente mayor que hay allí. En serio, no hay que fijarse mucho para ver que allí, los mayores, los de más de sesenta están tomando el poder. Como mi adorable profesora de inglés me había puesto como tema, para mi ensayo semanal, escribir sobre una conspiración, cogí el tema de los mayores en Francia y sus famosas villas floridas para elaborar toda una teoría al respecto. Los pueblos en Francia son más floridos, consiguen más florecitas si tienen más viejos. A más viejos, más florecitas. He investigado y hay una categoría de honor, La flor de oro, sospecho que en esos pueblos a los jóvenes los han liquidado. Pienso seguir investigando porque pienso seguir viajando a Francia pero no volveré a Biarritz. ¡Qué decepción! Parezco nueva y llevaba las expectativas nivel «este es el hombre de mi vida» como cuando tenía dieciocho años y me iban a presentar a un amigo de un amigo. Aquel no era nunca el hombre de mi vida y con el tiempo aprendí a rebajar mis expectativas a «seguro que es un brasas» lo que no hizo que ninguno de ellos fuera el hombre de mi vida por sorpresa pero convirtió todos los encuentros con hombres nuevos en algo susceptible de ser mejor de lo que yo me esperaba. A Biarritz llegué pensando «me va a enloquecer» y después de quince minutos allí, caminando por sus calles, ya sabía que esa ciudad y yo no teníamos nada en común. La playa es espectacular y la luz maravillosa pero lo demás, ay lo demás, me pareció todo un despropósito que solo mejoró cuando trepamos los doscientos cuarenta y ocho escalones del faro y lo vimos desde arriba. Miento, también mejoro cuando decidí dejar de mirar las maravillosas mansiones encajonadas entre bloques de apartamentos de lujo y fijarme más en los hombres franceses. Iba de uno a otro haciendo "check", "check", "check". Hablemos de los hombres franceses y lo elegantes que son. Y lo guapos. Y lo bien que saben envejecer y lo bien que saben llevar la ropa y como no dicen esa tontería que dicen muchos aquí: «a mi es que solo me gusta llevar camisetas». Y te lo dicen como si tuvieras que ponerles una medalla o arroparlos porque necesitan mimos. A los franceses no les pasa eso: un señor de cuarenta años, o de cincuenta o de sesenta no va disfrazado de nostalgia de sus veinte años, está a gusto con su pelo blanco y sus gafas locas de montura verde. Tengo un amigo escritor al que le he pedido por favor que envejezca hacia señor francés interesante. Está bastante por la labor y por lo menos en las fotos ya no se pone camiseta. Aprendamos todos a envejecer como los franceses. Como ellos y como ellas. El sábado, en un concierto muy loco de una banda muy asimétrica formada por gente de sesenta y gente de diecinueve, los sesentones copaban la pista bailando sin ningún tipo de pudor ni cortapisa. Alegría y alboroto al ritmo de September o de Aretha Franklin. A mí me gustaron los vientos: un calvo con ojos azules de pirata y camisa blanca que tocaba la trompeta y un empotrador al que despedir tras el desayuno que tocaba el trombón de varas. Aspiremos todos a ser señores mayores franceses que compran pan por las mañanas y cenan queso con vino por las noches. Aspiremos a dejarnos las canas sin problema y a llevar gafas loquísimas. Aspiremos a ser elegantes. Aspiremos a ser novios de la mano. Dejemos de pretender que tenemos veinticinco años, los veinticinco son un coñazo.
Y hablemos de San Sebastián que nunca defrauda. Hablemos de una ciudad que huele a algo que se está acabando pero todavía no lo sabe. Me gustaría parar el tiempo y dejarla como está o rebobinar diez años y dejarla ahí, parada, como el último caramelo del bote heredado de tu abuela, o el vestido maravilloso que llevaste el día que has estado más guapa de toda tu vida y que nunca volverás a ponerte. San Sebastián en una bola de cristal en la que llueva al moverla.
Y hablemos del Chillida Leku. Y de una falda de rayas de colores y un impermeable verde y unas zapatillas azules. Y de un partido de remonte y un corredor de apuestas de Zarautz que nos miraba cómo si fuéramos alienigenas en aquel frontón de Hernani. Y de bonito y chuletón y albóndigas de chuletón. Y de La Concha y Gethary. Y del cuarteto de música de cámara que sonaba en el parking de Biarritz. Y de una alcantarilla. Hablemos de todos estos recuerdos que me he traído de este viaje.
Y del 6644, la combinación de la puerta del hotel La Caravelle.
Y hablemos de repetirlo el año que viene.