Ahora son casi las diez y la mañana sigue virgen, intacta. La sensación que debería levantarme cada vez más pronto para ir por delante del día, que hacia la una del mediodía ya está decidido. Anoche terminé Las olas y me fastidió, casi me enfureció: tanto sol, tantas olas y pájaros. También me sorprendió la disparidad de las descripciones: una frase pesada, de una torpeza horrible, junto a otra fluida, que discurre plácidamente. Pero, al final, la belleza de las últimas cincuenta páginas, tan conmovedoras: el resumen de Bernard, un ensayo sobre la vida, sobre el problema de la insensibilidad de un ser a quien nada puede ocurrirle, que ya no crea, que ha renunciado a combatir el desaliento mediante la creación. Ese instante de iluminación, de fusión, de creación: creamos para combatir la ruina, el olvido de todo, volvemos a crearlo todo y lo creamos plantando cara al fluir: hacer que el instante adquiera permanencia. Esa es la tarea de una vida. No podía parar de subrayar: tengo que releerlo. Debería irme mejor que ella. Nada de hijos hasta que lo haya conseguido. Mi salvación consiste en crear cuentos, poemas, novelas, a partir de mi experiencia: eso explica, o mejor, esa es la razón de que sea bueno que haya sufrido y haya estado en los infiernos, aunque no en todos. No soy capaz de disfrutar la vida por ella misma: solo puedo vivir por las palabras que detienen el fluir. Siento que no viviré mi vida hasta que haya libros y cuentos en los que resucite perpetuamente en el tiempo. Olvido con demasiada facilidad cómo fueron las cosas y me aterrorizan el aquí y el ahora, sin pasado ni futuro. Escribir abre las criptas de los muertos y los cielos tras los cuales se ocultan los ángeles proféticos. La cabeza hace girar y girar la rueca y así va tejiendo su tela.
Sylvia Plath
Diarios, 1957
Traducción: Elisenda Julibert
Editorial: Alba
Foto: Sylvia Plath
Previamente en Calle del Orco:
El impalpable fluir de la vida, Italo Calvino