Ahora es cuando con más gusto, con más eficacia, vamos a repasar los libros. Y aquí tenemos libros que siempre serán nuevos. Aquí están la Odisea, el Quijote, la Divina Comedia, Hamlet. No entenderemos seguramente todo lo que dicen. Pero si no hubiéramos leído estos libros inmortales siendo niños, nos faltaría algo en nuestra vida. No los entendemos; pero tendremos siempre la sensación de su lectura en la infancia. Y esa sensación la compulsaremos con la sensación que tengamos en la juventud. Y la sensación que tendremos en la juventud nos servirá para contrastarla con la sensación definitiva, honda, que tengamos en la plenitud de la vida. Y de este modo una huella de luz, la luz del genio, se habrá formado en nuestra sensibilidad a lo largo de los años. Y así las cosas, esas cosas que nosotros hemos conocido y palpado en nuestra niñez, tendrán ahora, en la edad madura, lo que sin eso no tendrían. Las cosas por sí valen poco; las cosas no son más que cosas. Les hace falta, para vivir, tener ambiente espiritual. Sin ese ambiente, sin esa sutil atmósfera, las cosas no son nada. Y la atmósfera espiritual de las cosas la dan los pensamientos que los libros hacen nacer en nosotros; pensamientos acerca de nuestro destino, acerca de la muerte, acerca de nuestra situación en el universo. Ése es el ambiente moral que da precio a las cosas. Unas páginas de alguno de los libros que yo quisiera ver en todas las bibliotecas infantiles, unas páginas de fray Luis de Granada o del otro fray Luis, hacen, como si fueran fulminante, que las cosas adquieran de pronto una profunda significación que antes no tenían. Hacen que las cosas sean las cosas. Porque la luz de lo infinito es luz que resplandece maravillosamente sobre todas las cosas.
Azorín
Libros, buquinistas y bibliotecas
Luz, 13-V-1933
Foto: Azorín leyendo en el ocaso de su vida