Revista Teatro
Las pasiones y el amor no son inmunes al paso del tiempo, y si no, que se lo digan a Pinter, que acabó sus días lejos de la literatura (la pasión de toda su vida) para dedicarse a la política. Como recoge el programa de mano de la obra que se está representando en el Teatro Galileo de Madrid: “nada es tan indeciblemente triste como la muerte del amor”, y así, asistimos a la tragedia y muerte de la pasión que arrebata a los protagonistas, y que en este ocasión, está relatada de atrás hacia delante, como mejor muestra de lo que cambiamos a lo largo del tiempo y de hacia dónde van nuestras más convulsas intenciones. Pinter, una vez más, se apoya en los silencios para expresar aquello que trata de contarnos, y de esta forma, trata de dejarnos la mente libre a la hora de establecer nuestra propia valoración de aquello que él nos plantea. En este sentido, Traición no transita por los lugares comunes de la moral victoriana, sino por los espacios de traición que conquistan las vidas de los personajes que intentan reflejar lo que no tienen de inocuo las aristas del paso del tiempo, que como una lanza se clavan en el alma de nuestros sueños para herirlos de muerte. Traición está basada en la relación extraconyugal que el propio Pinter mantuvo con una periodista de la BBC durante siete años, y ahí, es donde el dramaturgo escarba sin aparente dificultad en las entrañas de una sociedad que marchaba de la mano de los profundos cambios sociales acaecidos en los años setenta en el mundo occidental, donde por fin, se rompen tanto las barreras sociales como sentimentales de muchas generaciones. Pinter no es ajeno a esta corriente, y alejándose del teatro del absurdo, o no (¡qué hay más absurdo que ser víctima de nuestra propia pasión reconvertida en traición!) nos plantea un submundo interior que lejos de enriquecernos nos destruye.
Ahora, María Fernández Ache, nos trae al Teatro Galileo de Madrid una nueva versión de esta historia de amor que languidece con el paso del tiempo, justo un año después de haber pasado por la Sala Pequeña del Teatro Español. Por tanto, se trata de un montaje bien rodado, que sin embargo, no lo parece en su ejecución material sobre el escenario, porque si de algo adolece este montaje es de calor y pasión, como la historia que representa. Ni la economía verbal del teatro de Pinter, ni la falsa originalidad con la que se publicita la obra en su concepción de un escenario que se sitúa en el centro de la sala con gradas a ambos lados (hace años que en la sala Triángulo asistí ya a este tipo de representaciones duales), ni el cacareado uso invertido de la cronología (ya representado en Londres en agosto de 1937 cuando se estrenó El tiempo y los Conway) son reclamos suficientes en los que sustentar un fallido montaje, del que sólo se salva plenamente Cecilia Solaguren en su papel de Emma, pues sin duda, es quien mejor se adapta a esa economía verbal y gestual del teatro de Pinter. Fuera de esa salvedad, asistimos atónitos a la sobreactuación de un Alberto San Juan fuera de sitio, que no parece encontrarse a gusto en el papel de Nico, o eso al menos es lo que transmite con gestos nerviosos y repetitivos (en la primera escena se pasa gran parte de la misma ajustándose la camisa al pantalón mientras que está sentado, en un síntoma de histrionismo innecesario), o como en la declaración de amor final, que no resulta nada creíble y sí forzada. En un término medio se sitúa Will Keen, que trata con gran esfuerzo verbal por su parte, hacerse entender en un castellano con acento inglés, con el que consigue situarnos en un ámbito más cosmopolita de un Madrid que fluctúa entre los años ochenta y noventa. Él sí maneja mejor los tiempos y las emociones de esta historia acerca de las aristas del paso del tiempo.
Reseña de Ángel Silvelo Gabriel.
Ahora, María Fernández Ache, nos trae al Teatro Galileo de Madrid una nueva versión de esta historia de amor que languidece con el paso del tiempo, justo un año después de haber pasado por la Sala Pequeña del Teatro Español. Por tanto, se trata de un montaje bien rodado, que sin embargo, no lo parece en su ejecución material sobre el escenario, porque si de algo adolece este montaje es de calor y pasión, como la historia que representa. Ni la economía verbal del teatro de Pinter, ni la falsa originalidad con la que se publicita la obra en su concepción de un escenario que se sitúa en el centro de la sala con gradas a ambos lados (hace años que en la sala Triángulo asistí ya a este tipo de representaciones duales), ni el cacareado uso invertido de la cronología (ya representado en Londres en agosto de 1937 cuando se estrenó El tiempo y los Conway) son reclamos suficientes en los que sustentar un fallido montaje, del que sólo se salva plenamente Cecilia Solaguren en su papel de Emma, pues sin duda, es quien mejor se adapta a esa economía verbal y gestual del teatro de Pinter. Fuera de esa salvedad, asistimos atónitos a la sobreactuación de un Alberto San Juan fuera de sitio, que no parece encontrarse a gusto en el papel de Nico, o eso al menos es lo que transmite con gestos nerviosos y repetitivos (en la primera escena se pasa gran parte de la misma ajustándose la camisa al pantalón mientras que está sentado, en un síntoma de histrionismo innecesario), o como en la declaración de amor final, que no resulta nada creíble y sí forzada. En un término medio se sitúa Will Keen, que trata con gran esfuerzo verbal por su parte, hacerse entender en un castellano con acento inglés, con el que consigue situarnos en un ámbito más cosmopolita de un Madrid que fluctúa entre los años ochenta y noventa. Él sí maneja mejor los tiempos y las emociones de esta historia acerca de las aristas del paso del tiempo.
Reseña de Ángel Silvelo Gabriel.
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