Paso la mañana en uno de esos centros comerciales en los que un amplio pasillo articula el cielo de los adictos a las compras. Ropa, zapatos, juguetes, lencería, perfumes, libros, muebles, coches... Este verano he ignorado la necesidad de renovar parte del contenido de mis cajones hasta que alguien me ha amenazado con tirar a la basura unas pocas de esas prendas a las que uno sigue dando el valor que, desgraciadamente, han perdido ya. En fin, no me ha quedado más remedio.
Primer acierto: el aire acondicionado. El paraíso es un lugar donde nadie pasa calor. Camino por el bulevar. Tiendas a derecha e izquierda. A veces he encontrado en ellas lo que quería, así que hoy tiento a la suerte, a ver si la cosa se repite. Busco algunos de los precios que la campaña de rebajas ha pregonado desde hace mes y medio. Llego un poco tarde: los carteles de "Nueva Temporada" llenan ya casi todas las baldas, acompañados de etiquetas con cifras también algo llenas. Pero no hay vuelta atrás. He decidido que, dada mi pereza crónica cuando se trata de salir a comprar ropa, hoy sea el día en el que me pertrecho con lo que, de tratarse de otro día, nunca compraría. Poco a poco voy cogiendo inercia. La cosa empieza a darse bien. Miro, escojo y decido rápido.
Tras varias adquisiciones en sitios distintos, advierto que los dependientes comienzan a prestarme algo de atención. Cuando entro me saludan y, sin haberles pedido nada aún, se muestran solícitos, amables, dispuestos a ayudar. Comprendo que su misión es vender y que una bolsa colgando de cada mano es, quizás, el presagio de una cartera rebosante, dispuesta a vaciarse sin remilgos -en fin, solo yo conozco el contenido de mi bolsillo-. A medida que se confirma el "efecto bolsas", voy comprendiendo más y mejor a Julia Roberts en Pretty Woman. Apenas algunas diferencias tontas: esto no es Rodeo Drive, no me acompañan ni Richard Gere ni su Visa, nadie se ha lanzado a hacerme la pelota bajo petición del susodicho, y la música no es de Roy Orbison, sino una especie de tecno actual o similar.
Vuelvo a casa con el alivio de haber cumplido una misión tediosa sin haber sufrido. Dejo las bolsas en el salón, junto al sofá. Pienso en mis prendas gastadas, las que están a punto de pasar a mejor vida. Alguien ha fichado ya unas pocas candidatas. Desfilan en mi mente las imágenes de los felices momentos vividos con ellas. No merecen acabar mal. Ya veremos qué se me ocurre,... se nos ocurre.