Revista Expatriados
Para que la repatriación saliese adelante no sólo hubo que exagerar las bondades del régimen norcoreano ante los candidatos a la repatriación. También hubo que contar algunas mentirijillas al Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR), cuya colaboración era imprescindible para darle un barniz humanitario y de buen rollito al proyecto. Aquí las autoridades japonesas contaron con la ayuda de la Cruz Roja Japonesa, que le vendió al CICR que los coreanos recibirían información exacta sobre lo que les esperaba en Corea del Norte y que su estatus en Japón era envidiable. Sí, tenían que venderles al mismo tiempo que los coreanos vivían muy bien en Japón y que a pesar de eso querían irse a Corea del Norte porque allí vivirían aún mejor.
Con mucho esfuerzo, el Ministro de Asuntos Exteriores y la Cruz Roja Japonesa lograron vencer los recelos del CICR, que acabó aceptando participar en la operación y asistir en la confirmación de que las personas a repatriar habían adoptado esa decisión libremente. Esto último era clave a efectos de imagen internacional. En agosto de 1959 el CICR y el Gobierno japonés firmaron en Calcuta el Acuerdo de Repatriación.
Niigata fue el puerto que se escogió para proceder a las repatriaciones. Allí se estableció el Niigata Repatriation Center y allí se realizaron las entrevistas para asegurarse de la voluntariedad real de los solicitantes. Tessa Morris-Suzuki, que es quien más ha investigado el tema, opina que la manera en que se realizaron las entrevistas es cuando menos criticable por decirlo suavemente. Los representantes del CICR apenas tenían la posibilidad de hablar con los solicitantes fuera de los “cuartos especiales” donde las entrevistas tenían lugar. A esos cuartos les quitaron las puertas, que fueron reemplazadas por unas pantallitas, posiblemente para que estuviesen más aireados. Lástima que el precio a pagar por esa aireación extra fuese que lo que se dijese en el interior del cuarto pudiese oírse fuera. No se puede tener todo en la vida. Otra peculiaridad del proceso de determinación de la voluntariedad, es que se funcionaba por unidades familiares; si el paterfamilias decía que había que repatriarse, a repatriarse tocaban. De esta manera unas 6.000 japonesas casadas con coreanos fueron a dar con sus huesos en Corea del Norte. Y ya, para rematar, a los solicitantes sólo se les hacían unas pocas preguntas estándar.
El primer barco con repatriados salió el 14 de diciembre de 1959. A bordo iban 975 repatriados, entre pardillos que se habían creído que iban al paraíso y gente que las estaba pasando tan putas en Japón que pensó que las cosas no podrían irles peor en Corea del Norte. Fueron a despedirles muchos coreanos vinculados a Chongryu, con chicas vestidas con el traje tradicional y gritos de “Nos veremos en nuestra patria.” A esos 975 les sucedieron otros hasta alcanzar la cifra de 93.340 repatriados. Las cifras de repatriados alcanzaron su máximo en 1960 con 51.979, luego disminuyeron y desde finales de los sesenta fueron ínfimas. Tres factores influyeron en el descenso de las cifras: 1) Los primeros en irse fueron los que lo estaban pasando peor; 2) A partir de 1965 Japón y Corea del Sur establecieron relaciones diplomáticas, con lo que se abrió la posibilidad de emigrar a Corea del Sur; 3) Lentamente se fueron filtrando noticias sobre la situación real de Corea del Norte entre los coreanos residentes en Japón.
¿Cómo fue la suerte de los que se repatriaron? Al llegar, el Gobierno norcoreano les alojaba en centros de acogida, donde recibían adoctrinamiento politico y se les llevaba a visitar las fábricas y monumentos de la zona. Luego se les dispersaba por el país, poniéndoles a trabajar donde a los planificadores les apeteciera y sin atender a los deseos de los interesados. Un funcionario norcoreano encargado de su acogida y que luego desertó a Corea del Sur contó que la primera reacción de los repatriados era una de decepción. “Era doloroso ver la decepción de los retornados. Iba acompañada de rabia y de insultos contra la Cruz Roja y contra el “humanitarismo” del que siempre habla y que no ha hecho más que enviarles cuesta abajo a un país miserable y a una situación miserable.”
A modo de ejemplo, citaré la historia de Chong Ki-hae, que cuenta Bradley K. Martin en su libro “Bajo el cuidado amoroso del líder paternal” (“Under the loving care of the fatherly leader”). Los padres de Chong habían emigrado a Japón en los años 20. Las habían pasado putas en sus comienzos, pero para finales de los 50 habían conseguido una posición acomodada. Aun así, les quedaba mucho resentimiento por el racismo y la discriminación que habían sufrido. Un pariente les dijo que los norcoreanos no vivían peor que los surcoreanos y que encima allí la sanidad y la educación eran gratuitas. El matrimonio Chong no necesitó mucho más estímulo, para desesperación de su hijo, que estaba hecho a Japón y en su vida había puesto los pies en Corea. Pero como lo que contaba era la opinión del paterfamilias…
Aunque el matrimonio Chong tenía los bolsillos rebosantes de credulidad, tomaron la precaución de llevarse un buen puñado de yenes japoneses, un Toyota, un camión, una moto, zapatos y ropa para diez años y bienes para comerciar, que incluían veinte relojes de oro suizos y 200 metros de tela. A mí se me ocurren dos preguntas. La primera es: si tan bien les había ido en Japón que habían podido comprar todo eso, ¿por qué marcharse? La segunda es: ¿tan seguros estaban de que iban al paraíso que se llevaban todo eso?
Según llegaron les clasificaron con tan mala suerte que sólo el joven Chong fue considerado apto para trabajar. Les asignaron una unidad de trabajo en la provincia de Pyongan norte y hala, a ser felices produciendo máquinas de coser, que fue lo que les tocó. Los Chong que ya habían empezado a coscarse de qué iba la vaina, donaron a la unidad el camión y al menos eso sirvió para que el joven Chong tuviera un empleo cómodo: conducirlo.
Los Chong se encontraron siendo los ricos en un pueblo miserable. Mientras que los demás pasaban hambre con las raciones que les daba el Estado, ellos podían adquirir un extra de estrangis, vendiendo los bienes que habían traído de Japón. O sea que los famosos relojes suizos fueron empleados para comprar arroz. Ser los ricos y los que venían de perverso mundo capitalista, implicaba ser objeto de las atenciones de los servicios de inteligencia. A veces los agentes iban y les preguntaban como quien no quiere la cosa, que si el Kim Il-Sung les parecía un tío majete. Dan ganas de responder: “¿Es una pregunta con trampa?” Cuando los agentes no les vigilaban, eran los vecinos los que se ocupaban de hacerlo.
El joven Chong tenía la suerte de que podía viajar de vez en cuando a Pyongyang. Allí contactó con otros retornados de Japón que compartían su mismo entusiasmo por el sistema. Un buen día le detuvieron. Uno de los retornados había resultado ser un agente y sí, la pregunta de si Kim Il-Sung te parecía un tipo majete tenía trampa. Después de cuatro meses en la cárcel, aceptó la oferta de convertirse en un informante, pero se hizo la promesa de no hablar con nadie de nada comprometido, para no tener así nada que informar.
17 años después, con motivo del septuagésimo cumpleaños de Kim Il-Sung, se pusieron a perseguir a todos los que tuvieran alguna mancha en su historial y Chong la tenía por las cuatro tonterías que había dicho hacía tiempo sobre el Querido Líder. Clasificado como “traidor al pueblo”, la única salida que se le ocurrió fue pedir que le transfirieran a una zona rural remota. Trabajando duro, consiguió que le rehabilitaran. Finalmente, un día no pudo más y escapó a Corea del Sur. Lo triste es que Chong no fue el retornado que lo pasó peor. Para otros las cosas fueron todavía más duras. Si alguien quiere saber cómo eran las cosas en Corea del Norte cuando a un retornado le venían mal dadas, que se lea “Los acuarios de Pyongyang” de Kang Chol-hwan y alucine un rato.