J.C. Vinuesa
Estados UnidosMenos mal; al menos le reconocen talento. Porque hasta ahí podríamos llegar. Los enemigos que le salieron a esta película de Francis Ford Coppola, no son enemigos de su cine. Ni de las trascendencia habitual del director. Ni de su osadía; brillantez unas, sorprendente otras, al ponerse al frente de un destino y proyecto personal que le vinieron a consumir los bienes puestos en el negocio y sacrificados después en aras del cine. Coppola —se reconoce por todos— es uno de esos raros ingenios que apenas si pueden darse en otro lugar que no sea Hollywood. Porque para hacer lo que Coppola ha hecho —convertirse en un maestro del cine más moderno sin salirse de las líneas del cine más clásico— lo que se necesita, además de talento, es una enciclopedia de sabiduría. Coppola ha visto mucho cine. Y ha amado en ese cine a los grandes maestros de Hollywood —Ford, Hawks o Welles—. Y se ha jugado el pellejo en unos proyectos temerarios que le han dado prestigio y, a veces, hasta dinero. Y esto es lo que nadie se atreve a negarle, aunque resulte que a la hora de juzgar Jardines de Piedra, se encuentran con la película es un resultado lógico de muchas de estas posturas personales y abiertas de un Coppola que no se vende ni a sus personales necesidades de saldar deudas con los acreedores. Uno, de verdad, no puede pasar a pensar que Coppola ha pretendido con esta película halagar la sensiblería de un pueblo norteamericano que necesitaba curarse de la herida supurante de Vietnam. Uno no cree en el militarismo supuesto de esta película. Como tampoco creyó en el militarismo de Ford cuando hacía el canto cumplido del honor y de la dignidad de la formación norteamericana en la academia de West Point. Lo que sucede es que a estos autores, perfectamente coherentes y lógicos consigo mismos, hay que tomarlos como vienen: capaces de llegar a decir cosas que, a lo peor, van a gustar a unos y disgustar a otros. Por encima de la fácil controversia, lo que quedará indemne será el cine colosal que han puesto en cada película.


Y con esto está dicho que Jardines
de Piedra, supuestamente, tiene poco que ver con Apocalipsys Now, que es la película que Coppola hizo una vez y que
no tiene necesidad de seguir haciendo siempre. Lo que la Guerra de Vietnam supuso de
locura castrense, de tipos sordos al universal lamento, de gentes salidas de
madre apenas sentían en la pituitaria el olor de una sangre barata y
despreciada, ya quedó allí impostado para siempre. Nadie más duro que este
Coppola a la hora de sacar los colores a la nación americana que era capaz de
engendrar monstruos tan sanguinolentamente divertidos como los comandantes del
bombardeo a ritmo de música wagneriana. Pero no se le pida a Coppola, por eso
mismo, que haga una y otra vez ese ejercicio de contestación política que
contenía tan enormes dosis de cine. Una ideología es una ideología y no debe
confundirse siempre con una apuesta estética y progresiva. El Coppola que hace Jardines de Piedra vuelve a un Vietnam
distinto. Es un Vietnam de ceremonia. Es un Vietnam de funeral y nostalgia. Un
Vietnam de al día siguiente de grandes batallas: cuando llegan hasta el
cementerio de Arlington —jardín de piedra— los jóvenes cadáveres de jóvenes
oficiales que llegaron a soñar alucinadamente con una guerra lejana en la que
tenía que quedar a salvo el honor norteamericano. El veterano sargento que
estuvo en esa guerra del Vietnam es el sargento que forma ahora los pelotones
que rinden honores a los muertos en este cementerio de Arlington. Es un “tipo”
de sentimientos encontrados. No reniega de lo que fue —de lo que es— la guerra,
pero siente asco de la muerte insensata que llena de restos funerarios los
parterres del jardín de Arlington. Tiene conciencia de que su deber, ahora, es
cantar las cuarenta a los jóvenes soldados que llegan a la academia y son
puestos a sus órdenes: que no vayan engañados a Vietnam. Y que sí, a la postre,
han de ir, que vayan con la mejor instrucción posible. La guerra de Vietnam, no
es la guerra de los ejercicios militares, ni de los desfiles entre los
féretros, ni de los honores rendidos a los héroes que llegan en bolsas de
plástico. Es la guerra de la trampa, de la miseria, de la mentira y de las
astucias. Una guerra para la que el veterano sargento se propone formar,
especialmente, al joven Jackie Willow, el hijo de otro sargento que no pudo
conseguir en Vietnam la categoría de los héroes. La guerra, con un frío y
espantoso cablegrama que da cuenta de la muerte del joven Willow, dejará en
Arlington, una vez más, su tarjeta de visita. Una joven viuda, casada con
Willow casi “in articulo mortis”, será una vez más la víctima de la locura de
las guerras.


Coppola realizó una película casi aséptica. Una película sin
alardes. Una película en la que la sobriedad de las imágenes son la mejor
escritura para un relato interior. De la guerra apenas si tenemos otra cosa que
las imágenes de los informativos. Coppola
renuncia así a gran parte de su personal producto. No le interesa la
ráfaga de los combates. Ya lo hizo una vez y para siempre. Le interesa esta
especie de ambigüedad interior que va minando la moral de quienes todavía no
tienen la experiencia de la guerra o de quienes acumulan contra ella todas las
desesperanzas. El guió espléndido de Ronald Bass no se permite ni una sola
ligereza. Y los escenarios de la película son los escenarios lógicos y casi
accidentales que Coppola necesitaba para narrar esta historia de situaciones
más que de hechos, de personajes más que de cosas.
Ante la eminencia de estas virtudes, resulta irónico que se
hable de aburrimientos o de superficialidades o de reaccionarismos. Coppola
está por encima de esas dolencias. Su cine es ya el cine de un maestro que, por
lujo y convencimiento, puede prescindir hasta de las bazas fáciles del
espectáculo.


