Revista Arte
Continuamos el repaso por algunas de las herejías más importantes de la Edad Media. En esta ocasión, hablaré un poco de los Apostolici y de las beguinas, y trataré uno de los movimientos más interesantes y más difíciles de erradicar: los cátaros. Debido a la extensión, cerraré el resumen en una tercera parte con los herejes de finales de la Edad Media: John Wyclif y Jan Hus.
El catarismo
Podemos considerar a los cátaros como el movimiento hereje más conocido, más mitificado y más estudiado de la época medieval. El catarismo ha originado una cantidad ingente de literatura, por la atracción que suponían sus rituales secretos de iniciación y sus creencias, tan radicales para mucha gente. Pero no más radicales que las de los bogomilos, de los cuales extrayeron buena parte de sus doctrinas.
El catarismo empezó cuando los misioneros bogomilos llegaron a Europa occidental, difundiendo así su creencia, que fue adoptada por los cristianos, principalmente en Francia. Como adoptaron una doctrina dualista, pensaban que el mundo terrenal había sido creado por el diablo, por un dios maligno. Por eso tenían prohibidos los placeres terrenales; no bebían leche ni comían nada que fuera resultado de un acto sexual. También rechazaban el agua del bautismo porque estaba contaminada, y tenían prohibido el matrimonio. Practicaban, como los bogomilos, una cristología docetista, por la cual Cristo sólo había sido encarnado aparentemente, y no de manera real. Vivían de forma sencilla y se mostraban críticos con la ostentación del clero. El catarismo, no osbtante, también creó una estructura jerárquica. Al frente de las iglesias cátaras había los obispos, que administraban el consolamentum, un ritual que elevaba al creyente ordinario al rango de perfectus. Los perfectos, tanto hombres como mujeres, constituían el orden sacerdotal de la Iglesia cátara y adoptaban una vida de pobreza y de castidad. En un rango inferior se encontraban los laicos que profesaban el catarismo y ayudaban a los perfectos en cuestiones como el alojamiento, la protección personal o la asistencia en sus sermones.
La cruzada albigense
Los cátaros también recibieron el apoyo o, al menos, los toleraban o simpatizaban con su causa, de algunos nobles de la zona de Toulouse y del Languedoc. Este fue el caso de Ramón VI, conde de Toulouse. Aunque profesaba la fe católica y había demostrado su apoyo a la Iglesia oficial, adoptó una actitud pasiva frente a la herejía cátara, dejando que predicaran tranquilamente por sus posesiones. Este hecho difundió las sospechas de que Ramón pudiera ser simpatizante de la causa cátara o que fuera uno de ellos. Un legado personal del Papa, Pere de Castelnau, lo invitó a que se uniera a una liga que había creado con otros nobles contrarios al catarismo, pero Ramón se negó. Ahora sí que parecía clara su vinculación con los herejes. La respuesta de su excomunión no tardó en llegar. No obstante, éste no sería el único problema: en 1209, el Papa Inocencio III, con el fin de erradicar la herejía en el sur de Francia, convocó una cruzada -conocida como la cruzada albigense-. El éxito de esta convocatoria fue inmediato. Los caballeros franceses se alistaron con la finalidad de obtener recompensas espirituales y adquirir tierras en el sur si acaban con la herejía. Mientras el conde Ramón intentaba conseguir de nuevo el favor del Papa, la difusión de la cruzada, a la que también se unieron los monjes cistercienses, aumentaba considerablemente. El 22 de julio tuvo lugar uno de los episodios más sangrientos de la cruzada: la masacre de cátaros en la ciudad de Béziers. Seguidamente, y tras un asedio de dos semanas, caía uno de los bastiones cátaros más emblemáticos, Carcasona. El mando de la cruzada recayó ahora en Simón de Montfort, conde de Leicester y vizconde de Béziers y de Carcasona. Simón de Montfort había participado en la Cuarta Cruzada a Tierra Santa y ahora parecía un líder claro e importante en la erradicación de la herejía. Pero fue precisamente la ciudad de Toulouse la que rechazó su autoridad. Por eso, en 1217, se inició un asedio, en el cual Ramón VI tuvo un papel importante en la defensa de la ciudad en contra de las pretensiones de Montfort. El asedio duró nueve meses, en el transcurso de los cuales murió Simón de Montfort. Con el asedio de Toulouse se puso fin a la primera fase de la cruzada albigense.
El bastión cátaro por excelencia: Montségur
Evidentemente, la cruzada no erradicó la herejía. Los cátaros continuaron predicando sus creencias y, por lo tanto, la Iglesia tuvo que intensificar aún más los ataques en contra de la herejía: hacia el 1230, la aparición de la Inquisición confinó a los cátaros a la clandestinidad. Y junto con la pérdida de apoyo de la nobleza, el movimiento inició un declive progresivo. La toma de Montségur en 1244 y el asesinato de los perfectos cátaros que allí residían significó el principio del fin de la herejía. El catarismo, no obstante, experimentó un leve renacimiento a principios del siglo XIV con Pierre Autier, considerado el último misionero cátaro más importante, y sus seguidores. Predicaron una corriente dualista radical del catarismo que, en ocasiones, se alejaba de las creencias cátaras anteriores. En 1310, Pierre Autier fue condenado por hereje por los inquisidores Bernard Gui y Geoffrey d'Abis, y quemado en la hoguera. El catarismo había llegado a su fin. No obstante, ésto no significó la supresión de la herejía en Europa. Existieron más grupos o movimientos que seguían una tendencia dualista y criticaban ardientemente el estamento eclesiástico.
Los Apostolici
Los Apostolici, liderados por fra Dolcino, fueron una de esas herejías radicales, surgidas en Italia, que se oponían violentamente a la Iglesia de Roma. Llevaban una vida de pobreza absoluta y evangelización, rechazaban al clero y a los Sacramentos y difundían doctrinas antisacerdotales. Sus influencias procedían de los Franciscanos Espirituales, la pobreza de los cuales tomaron de forma extremista, y de Joachim de Fiore, un monje calabrés que acabaría siendo considerado un hereje por sus ideas proféticas y escatológicas. Fra Dolcino, tomando como bases esas ideas, anunciaba profecías, según él inspiradas por Dios, como la próxima destrucción de la Iglesia corrupta y su entronización como Papa de la cristiandad. Aunque muchas de las profecías que predicó no se cumplieron, Dolcino continuó teniendo mucho seguidores devotos. El movimiento llegó incluso a unos extremos violentos considerables: se dedicaron a destruir diversos pueblos y a profanar las reliquias de las iglesias. Finalmente, Dolcino fue encarcelado, torturado y su cuerpo desmembrado. Sus seguidores más próximos también fueron ejecutados. No obstante, la herejía pervivió clandestinamente hasta el siglo XV.
Las beguinas
Otro caso lo encontramos en un movimiento femenino, el de las beguinas, surgido a finales del siglo XII en Lieja. Las beguinas eran aceptadas por la jerarquía eclesiástica y disfrutaban de una cierta popularidad. Vivían solas o en pequeñas comunidades, llevaban una vida de pobreza apostólica y de castidad, y pedían a la Iglesia que respondiera sobre sus demandas espirituales. Una de las beguinas más importantes fue Marguerite Porete. Entre 1296 y 1306, escribió «El Espejo de las Almas Simples», momento en que empezó a llamar la atención de la Iglesia. En este libro, Marguerite exponía sus ideas sobre la vía mística para llegar a Dios. Era un manual que ofrecía orientación espiritual a los creyentes individuales y un tratado místico que exploraba la relación entre el amor humano y el divino y su capacidad para llevar al alma a una unión con Dios. Diversos eruditos, como el frasciscano Juan de Quaregnon, declararon que la obra no podía ser considerada como herética -incluso, en el siglo XIV, se hicieron numerosas traducciones y ediciones-. ¿Por qué, entonces, fue ejecutada por hereje? Una de las causas fue su negativa a responder a las preguntas del inquisidor y a defender a ultranza sus doctrinas. Otra fue el temor de la Iglesia por el surgimiento y consolidación de las herejías generalizadas. Su ejecución la podríamos considerar una injusticia: Marguerite no se declaraba abiertamente hostil hacia la Iglesia, como lo habían hecho otros movimientos, ni proponía ninguna doctrina contraria ni radical a la oficial. No obstante, su condena respondía al clima de desconfianza que había poseído a la Iglesia desde el resurgimiento de las herejías en el siglo X.