La plaga no está hecha a la medida del hombre, por lo tanto el hombre se dice que la plaga es irreal, es un mal sueño que tiene que pasar. La peste. Albert Camus.
No soy un héroe, aunque sea médico y el Coronavirus campe a sus anchas, yo no soy uno de esos héroes en los que se ha convertido buena parte del personal sanitario. No estoy en primera línea, más bien en la retaguardia. Mi trabajo ha cambiado sí, no existe la rutina habitual: no es seguro pasar consulta, los respiradores de quirófano se han trasladado a Intensivos, se han colonizado consultas, pasillos, gimnasios y cafeterías y se han improvisado plantas con camas y sillones para ingresar enfermos. Los hospitales se ha convertido en centros de COVID y apenas hay otra cosa. Acercarse a un centro sanitario es correr el riesgo de contagiarse, quizá esa sea mi mayor heroicidad: ir al hospital. Quedarse en casa, día tras día, para evitar la propagación de este maldito virus es más heroico.
Al principio se agradecía cualquier mínima ayuda, desde comprobar resultados, mirar analíticas. Pauto tratamientos que el médico de turno, vestido con el único EPI, reciclado, que actualiza entre pacientes con un mero cambio de guantes y de la bata transparente que protege parcialmente la "bata buena", me dicta desde su posición a pie de cama del paciente. Estoy en el ordenador, soy una secretaria especializada, sé cómo funciona el programa y puedo interpretar los datos, transcribo lo que me dicen, o reviso los antecedentes, o la evolución.
La puerta de la urgencia es un caos. Los pacientes se suceden a velocidad de vértigo, casi sin tiempo a tomar decisiones. La clasificación es fácil, todos vienen por lo mismo, y no es posible hacer distinciones para ubicarlos en un circuito u otro porque no hay sitio. La única alternativa a la sala de espera, llena a reventar, donde los pacientes esperan con una mascarilla y guantes como única protección, es el box de críticos. La saturación de oxígeno marca el límite, cada vez más bajo. La historia varía poco, han tenido fiebre, o tos, o diarrea, o dolores musculares y vienen porque han empeorado, tienen fatiga. La enfermera les toma la temperatura, la tensión, la saturación y la frecuencia respiratoria. Les pido una radiografía que apenas tarda unos minutos y aún así no me da tiempo a verlas. Una neumonía tras otra, casi todas bilaterales. Las placas son terribles.
El tratamiento es un protocolo de sota, caballo y rey al que hay que ajustar el oxígeno según lo apurado que esté el enfermo. La sala de observación impresiona. No hace falta auscultar para saber cómo respira un paciente, se ve. El pecho se mueve deprisa, el reservorio de oxígeno de la mascarilla se hincha y deshincha con cada respiración fatigosa, aún así la cifra de saturación deja mucho que desear. Si fuese un quirófano el anestesista estaría alarmado, pensando en intubar, pidiendo ayuda a un compañero. No es el caso, se sube el oxígeno, las reservas del hospital se agotan a diario, se cambia la postura del enfermo y a veces eso funciona, otras no. ¿Resistirá o se agotará?
El trabajo cambia según lo que se necesite, pero el mío se limita a ayudar a los que están en plena batalla. ¿Qué puedo hacer? pregunto. La situación ha mejorado y me encuentro con que no me necesitan, estoy desubicada. Insisto en otros sitios pero me dicen que todo está bajo control. Descubro que hay una unidad nueva, la llevan los Neumólogos. Intento echar una mano. No sabía que había tantas variantes de oxigenoterapia: gafas nasales, mascarilla con reservorio, con CPAP (presión), alto flujo con control de temperatura y litros al máximo, hasta 60. No me acerco a las habitaciones, solo escribo lo que me dicta su médico al otro lado de la línea sucia. "Páutale sueros", es diabético, van con insulina, miro la hoja de tratamiento como si fuese una prueba, un examen para el que no estoy preparada y que espero aprobar por el bien del paciente. De sueros e insulinas la enfermera sabe más que yo, le pregunto si lo he puesto bien.
No soy un héroe. Puedo ayudar pero poco, aunque me lo agradecen como si hubiese hecho algo. Ordenador, teléfono... Llamo para informar. Es la soledad más dramática, sin visitas, sin contacto, ni siquiera una sonrisa, ni tender una mano sin guantes. Me preguntan por otros familiares también ingresados, busco a ver qué encuentro. Esta enfermedad es devastadora.
No soy la valiente que se pone delante del paciente, no siento que curo a nadie, en esta situación no sé cómo hacerlo, el mérito es de otros y muchos de ellos están tan expuestos que caen enfermos. Soportar esta enfermedad solo, tener un familiar enfermo y ya sea cuidarlo en casa hasta que es inevitable llevarlo al hospital, no poder visitarlo, o llegado el momento ni siquiera despedirse de un ser amado son otro tipo de heroicidades. A esos héroes de verdad, quiero reivindicarlos con mis palabras.