Herman Webster Mudget nació en el año 1860 en la localidad de Gilmanton, Norteamérica, en una familia honesta y puritana. A muy tempana edad manifestó un interés enfermizo por las mujeres que lo transformó con el tiempo en un obseso sexual y en un sádico.
A los dieciocho años se casó con una joven adinerada, Clara Louering. Se aprovechó de la fortuna de su mujer para concluir sus estudios de medicina y obtener su doctorado con honores en la Universidad de Michigan. Una vez cumplido su objetivo, y dejando a su cónyuge en la ruina, huyó y se instaló en la casa de huéspedes de una respetable y hermosa viuda que lo mantuvo gracias a la renta de su pequeño hotel.
Sin embargo, no conforme con los beneficios que recibía, transcurrido cierto tiempo, el futuro asesino múltiple también abandonó a esta mujer y se instaló durante un año en el estado de Nueva York donde pasó a ejercer su profesión de médico. Finalmente, se estableció en la ciudad de Chicago, donde prevaleciéndose de su imagen de hombre distinguido, alto y elegante, consiguió muchas conquistas amorosas.
En sus redes cayó poco después una joven bonita y millonaria, Myrta Belknap. Sin embargo, esta chica no correspondió a sus galanteos, lo que le condujo, para evitar que se descubriese que seguía casado, a cambiar su apellido, Mudget, por el de doctor H. H. Holmes. Con su nueva identidad logró desposar a la muchacha. Se transformó así en bígamo y, de tal suerte, estafó a la familia de su nueva esposa en cinco mil dólares, cantidad descomunal para aquella época. Con ese dinero mandó edificar una residencia palaciega en la localidad de Wilmette.
Entre tanto, y siguiendo su impulso amoroso e irrefrenable codicia, obtuvo más adelante el cargo de gerente de una farmacia en Englewood, cuya dueña era una viuda a la que engatusó fácilmente. Mudget/Holmes se convirtió en su amante y logró que ella le depositase su confianza. Valiéndose de un ardid tuvo en su poder la contabilidad del negocio, lo que le permitió falsificar los libros contables y apropiarse de los fondos. Una vez culminado exitosamente su plan delictivo se adueñó directamente de la totalidad de los bienes de este viuda e hizo desaparecer a su incauta enamorada en lo que posiblemente representaría su primer homicidio.
En el año 1893 estaba próxima a verificarse una importante exposición en Chicago, llamada “La primera feria mundial”. Y el doctor Holmes pensó que aquella sería la oportunidad de su vida, pues dicho evento iba a atraer a numerosa cantidad de mujeres jóvenes, atractivas, solteras y millonarias.
Por medio de una sucesión de estafas compró un terreno y emprendió la construcción de un fastuoso hotel que semejaba una fortaleza medieval. El criminal diseñó personalmente el interior del lugar dado que las compañías que habían iniciado los trabajos abandonaron la empresa. De esa forma Herman Webster Mudget resultó el único que conocía los escondrijos de la imponente arquitectura.
Las habitaciones contaban con trampas y puertas corredizas que desembocaban en un laberinto de pasillos secretos, y en las paredes de éstos había mirillas disimuladas desde donde el vesánico galeno observaba a sus desprevenidas invitadas deambular por la finca. Debajo de los pisos de madera instaló una conexión eléctrica que le posibilitaba, a través de un panel indicador dispuesto en su oficina, rastrear a sus futuras víctimas. Manejaba, además, grifos para bombear gas, los cuales, conectados a las habitaciones, le permitían eliminar a varias mujeres sin tener que moverse de su sitio.
Cuando tiempo más adelante los errores incurridos por el terrible cirujano determinaron su captura, los policías que allanaron aquella extraña morada en busca de pruebas se llevarían una sorpresa cercana al estupor. Ocurrió que:
“…descubrieron que el hotel también había sido utilizado como cámara de torturas y sala de ejecuciones. Los agentes encontraron cámaras herméticas dentro de las que se podía bombear gas, un horno lo bastante grande para contener un cuerpo humano, cubas de ácido y habitaciones equipadas con instrumental quirúrgico de disección y toda la parafernalia de la tortura. En el juicio, un testigo de la acusación describió su trabajo como empleado de Holmes, quien le había contratado para que descarnara tres cadáveres, a razón de 36 dólares por cadáver…”
Este aberrante artificio estuvo concluido un año antes de inaugurarse la exposición de Chicago, el 1 de mayo de 1893, y el doctor Mudget puso en funcionamiento su mansión de los horrores llevando hasta ella a todas las jóvenes solas y ricas que conocía en la feria, procurando que éstas residieran en estados alejados para evitar la inoportuna visita de amigos y parientes. Muchas de las féminas fueron atraídas hasta ese recinto mediante promesa de matrimonio, y luego se las forzaba bajo tortura a firmar poderes en favor del médico donde le cedían toda su fortuna. A otras chicas las asesinaba con el objeto de cobrar los seguros cuyas pólizas obligaba a transferirle.
En el macabro hotel, las víctimas eran ultrajadas, sometidas a tormento y, finalmente, asesinadas. Acto seguido transportaba los cadáveres sobre montacargas y los trasladaba hacia los sótanos donde los disolvía en grandes piletas con ácido sulfúrico o los cremaba dentro de una enorme estufa. Otro método de eliminación consistía en sumergir despojos humanos en cal viva.
Todos los artilugios obrantes en el sórdido palacete estaban preparados con el fin de saciar los perversos instintos de su dueño. Había construido una habitación en cuyo interior guardaba abundante cantidad de instrumentos de suplicio. Entre ellos –y aunque parezca increíble- instaló una máquina para hacer cosquillas en los pies con la cual mataba de risa a quienes así atormentaba. Antes de desembarazarse de los organismos solía desmembrarlos o despellejarlos para practicar bestiales experimentos.
Las ganancias que le reportaba su hotel mermaron pronunciadamente al terminar la exposición, por lo que se vio en la necesidad de buscar otras salidas a fin de sanear su empobrecida economía. Elucubró entonces prender fuego al último piso de su mansión con el propósito de que la compañía de seguros tuviera que pagarle una cuantiosa indemnización de sesenta mil dólares de aquella época.
El proyecto delictivo se frustró pues la empresa aseguradora indagó a fondo y constató el fraude. Al quedar en descubierto, se fugó hacia Texas. En esa ciudad cometió varias estafas que lo condujeron por primera vez a la cárcel.
Salió libre bajo fianza y tramó un nuevo fraude. Junto con un cómplice llamado Benjamin Pitezel ideó un plan. Su compañero debía contratar un seguro de vida en la ciudad de Filadelfia y, transcurrido un tiempo prudencial, la esposa de este hombre se presentaría reclamando la prima. Antes la mujer debía concurrir a la policía llevando consigo un cadáver anónimo, previamente desfigurado, pretendiendo que era el de su infeliz marido muerto en un incendio.
No obstante, tal cual era de suponer, el médico se resiste a compartir las ganancias con la beneficiaria. En realidad, su plan siempre consintió en asesinar a su cándido socio fingiendo un accidente y presentarse él directamente a requerir el pago del importe del seguro. También proyectaba deshacerse de la señora Pitezel y de sus hijos. Una vez concretado el homicidio contra su socio, se dirigió a la morgue pretendiendo ser un amigo del fallecido y pidió reconocer el cuerpo. Luego buscó a la viuda para que fuese a cobrar el dinero de la póliza.
Lo que el estafador asesino no tuvo en cuenta fue que un ex compañero de celda -quien estaba al tanto del complot- iría a delatarlo. La compañía de seguros se negó a abonar, contrató a investigadores privados y denunció el fraude a las autoridades. Los investigadores emprenden una minuciosa pesquisa hasta que el doctor Holmes confesó ser el autor de los crímenes de Pitezel y sus hijos menores.
Aunque muchos policías mancomunaron esfuerzos en pos de la resolución del enigma, el investigador que tuvo el mérito de revelar el caso fue Frank Geyer, quien trabajaba para la renombrada agencia de detectives Pinkerton contratada entonces por la aseguradora.
Una vez iniciado su proceso penal, Mudget/Holmes sorprendió a fiscales y jueces por su habilidad para manipular y mentir. Acosado por la esposa de Pitezel para que confesase ser el asesino de su marido y de sus hijos, el doctor trató de disuadirla escribiéndole una melodramática carta donde termina exhortándola “Ud. me conoce bien señora. No puede creerme capaz de asesinar a niños inocentes sin ningún motivo”.
El pérfido reo se divertía adjudicándose asesinatos que no había consumado de personas que aún estaban con vida en ese momento. De paso, mientras se comprobaba si la información era verídica, lograba retrasar la dilucidación de su juicio criminal.
No existe una cifra segura del número de muertes que provocó. Aunque en unas memorias escritas durante el lapso en que estuvo recluido previo a su ejecución confesó ser culpable de haber cometido veintisiete homicidios, las pruebas forenses recogidas en su fúnebre hotel apuntan a que la cifra total de víctimas podría haber excedido las ciento cincuenta.
El “doctor torturador” -alias con el cual lo tildó el periodismo de aquellos tiempos- fue condenado a perecer en la horca por el tribunal de Filadelfia y la sentencia se llevó a efecto el 7 de mayo de 1896. Contaba con la edad de treinta y seis años al momento de acaecer su forzado deceso. Justo antes de su ejecución, le visitaron dos sacerdotes católicos en su celda. Tomó la comunión con ellos pero rechazó pedir perdón por sus crímenes. Su ejecución, que duró 15 minutos, fue presenciada por numerosos espectadores. Holmes pidió ser enterrado en cemento para que su cuerpo jamás pudiese ser diseccionado.
FUENTE: Grabiel Pombo "Historias de Asesinos
"