En la antigua Grecia, hacia el año 400 antes de Cristo, un hombre pasea por la ribera de un río. Toma hojas de un árbol, rasca alguna corteza, sigue caminando.
Más tarde machacará las hojas y la corteza con un mortero; las convertirá en polvo.
En la misma época, no muy lejos, un comerciante da un mal paso y se tuerce el tobillo. Los mensajeros del dolor no se lo piensan y salen disparados a informar a su sistema nervioso central de que se ha producido una lesión. Se activan todos los mecanismos de alerta. La torcedura no parece grave, pero duele muchísimo. Y está muy inflamada. El comerciante hace llamar a su médico de confianza.
Cuando el médico llega, le da un poco de un polvo blanquecino. Se lo toma con agua. Los componentes del preparado, un vez en su cuerpo, logran frenar la producción de mensajeros del dolor, evitando que estos exciten los nervios del sistema nervioso central y calmando el dolor. Volverá a tomar la medicina en los próximos días. Ahora se encuentra mucho mejor.
La variedad más llorona de los sauces blancos
El médico es Hipócrates, padre de la medicina moderna; el árbol es el sauce blanco; a los mensajeros del dolor los solemos llamar prostaglandinas; y el componente activo del preparado es el ácido salicílico (precursor de la aspirina). Pero ellos sólo sabían parte de la historia.
Hipócrates no era el único que usaba preparados de sauce blanco para aliviar el dolor, la inflamación y la fiebre. También lo usaban los antiguos egipcios y los nativos americanos. Pero ninguno sabía porqué funcionaba. El primer “ensayo clínico” no se hizo hasta 1763.
Edward Stone, un sacerdote inglés, describió ante la Real Sociedad de la Ciencia inglesa cómo había administrado un extracto de esta planta a 50 pacientes con fiebre reumáticas (probablemente malaria), aliviándoles los síntomas.
Hubo que esperar un poco más, hasta 1823, para que los italianos Brugnatelli y Fontana aislaran el componente responsable de los efectos farmacológicos del sauce blanco. Sin embargo, el protocolo no era muy bueno y quedaban impurezas. Así que aún dejaron trabajo para Johann Buchner, profesor de Farmacia en la Universidad de Múnich, que logró purificar una sustancia amarga y amarillenta, en forma de agujas cristalinas que llamó salicina.
La salicina y sus diferentes derivados, como el ácido salicílico, se estaban haciendo muy populares como tratamiento para el dolor y la fiebre. Sólo tenían un inconveniente: producían irritación gástrica. Por suerte, la ciencia no se hizo esperar y el alemán Hermann Kolbe descubrió que añadiendo un grupo “acetilo” y convirtiendo el ácido salicílico en ácido acetil salicílico, se reducían las propiedades irritantes.
