No hace mucho que los alimentos fermentados han empezado a desaparecer de nuestras mesas. Hoy día, el chucrut y encurtidos modernos se hacen con vinagre en vez del método tradicional de lactofermentar con sal.
Pero existen numerosas ventajas de volver a los métodos tradicionales de nuestros antepasados, y comer más alimentos fermentados. Éstos nos aportan beneficios para la salud mediante la lactofermentación, y este proceso puede transformar el sabor de la comida de lo insulso y corriente, a una acidez refrescante impulsada por colonias de bacterias beneficiosas y un mayor aporte de micronutrientes.
La vida en el Paleolítico no era impoluta ni estaba esterilizada. No existía el jabón para lavarse las manos, la carne no venía envasada al vacío, y tampoco se almacenaba en neveras para evitar que se pusiera mala. De hecho, durante la mayor parte de la historia de la humanidad, el hombre no ha sido consciente de la existencia de los microorganismos, por no hablar del papel tan importante que éstos han jugado en nuestras vidas. No fue hasta el siglo XVII cuando se descubrieron estos microorganismos, y tardamos un par de siglos más en darnos cuenta de que podían causar enfermedades y que el hecho de hervir o calentar sustancias era capaz de atenuar o acabar con su potencial dañino.
El problema es que, como casi siempre, nos pasamos. Las muertes causadas por enfermedades infecciosas cayeron en picado, y se declaró una guerra sin cuartel a este mundo invisible: los gérmenes, bacterias y todo tipo de microorganismos nos la tenían jurada, y eliminarlos por completo de nuestras vidas cotidianas era primordial para conseguir una salud óptima. Hoy en día, todo está pasteurizado, los productores se sienten orgullosos de ello (algo parecido a lo que ocurre con los productos desnatados y “bajos en grasa”), y todo lo que pueda entrar en contacto con cualquier tipo de orificio corporal – sea mano o utensilio – se lava a conciencia con jabones desinfectantes. Si es cierto que tememos a lo desconocido, no se me ocurre mejor ejemplo que nuestro miedo irracional y aparentemente innato a estos pequeños organismos que no podemos ver.
“En un mundo normal, nunca tendríamos por qué pensar en reponer las bacterias que nos permiten digerir la comida. Sin embargo, convivimos con antibióticos, agua clorada, jabones antibacterianos y todos aquellos factores que están presentes en nuestra vida contemporánea que yo clasificaría como una “guerra a las bacterias”, y si no somos capaces de reponer esas bacterias beneficiosas, no podremos absorber de manera eficaz los nutrientes de los alimentos que ingerimos.” – Sandor Katz
No discuto que prestar atención a la higiene no sea importante, en especial dado el estado actual de nuestro sistema alimentario. Lo es, y mucho. Yo nunca bebería leche cruda proveniente de vacas criadas en intensivo y alimentadas con pienso, igual que no me comería un steak tartare ni un entrecot sangrante de esos mismos animales. Me imagino que gracias a los estándares actuales de la agricultura industrial, las tasas de incidencia de intoxicaciones alimentarias se dispararían si no se estuviese pasteurizando casi todo.
Pero creo que hasta puede resultar beneficioso “ponerle microorganismos a la vida”. Si tenemos en cuenta el entorno en el que hemos hecho la mayor parte de nuestra evolución y adaptación, puede que echarle al cuerpo unas pocas bacterias (de alimentos u otras procedencias), sea una parte fundamental de una vida sana. Si aceptamos el argumento de que nuestra evolución, a lo largo de millones de años, puede haber dado forma a prácticas actuales, tanto alimentarias como otras, ¿no quiere decir eso que ensuciarnos y comer bacterias beneficiosas es, desde siempre, una parte integral de nuestra existencia?
Alimentos fermentados
Nos hemos estado alimentando con comidas repletas de bacterias durante cientos, miles y millones de años. Nuestros antepasados no esterilizaban ni pasteurizaban lo que ingerían. La vida, según nuestros valores actuales, era sucia, y sufríamos de enfermedades infecciosas. Pero al menos teníamos más armas para lidiar con ellas.
Los humanos en el mundo entero han fermentado su comida desde tiempos ancestrales. Los primeros indicios de viticultura se remontan a 8000 años atrás en el área caucásica de Georgia. Y existe evidencia de que se fermentaban bebidas en Babilonia alrededor de 5000 AC, en Egipto alrededor de 3150 AC, en el México prehispánico alrededor de 2000 AC y en Sudan alrededor de 1500 AC. También existe evidencia de que se producía pan con levadura en el antiguo Egipto tan temprano como 1500 AC y que se fermentaba leche en Babilonia circa 3000 AC.
Los lácteos fermentados son una parte importante de la dieta tradicional de los Masai. En el este y el sudeste asiático se consume natto (soja fermentada), kimchi (col fermentada), salsa de pescado fermentada y pasta de gambas fermentada entre otros. En Asia Central, kefir, kumis (leche de yegua fermentada) y shubat (leche de camella fermentada). En la India existen una variedad de encurtidos fermentados y yogures. El Pacífico cuenta con el poi, que es la raíz de taro machacada y fermentada. Más cercano a nosotros, en Europa del Este tenemos la kombucha (té fermentado) y el kvass de remolacha (bebida a base de remolacha fermentada), y en el centro y norte de Europa se consume chucrut, sauerrüben (nabo o colinabo fermentado), crème fraîche y kefir, además del rakfisk (trucha en salazón fermentada).
Algún sentido tiene que tener, ¿verdad? Todos lo están haciendo (o, al menos, solían hacerlo), quizás nosotros también deberíamos de hacerlo. A nuestra alimentación sin duda le faltan comidas fermentadas. Incluso en las ocasiones en las que consumimos alimentos de este tipo, suelen ser versiones “de pega” que se producen con rapidez para un consumo indiscriminado. El chucrut, por ejemplo, suele ser blando y harinoso, en vez de crujiente y ácido como debería de ser. La razón: el chucrut comercial es un impostor pasteurizado y conservado en vinagre, desprovisto de sabor y de nutrientes. En España no tengo conocimiento de que exista chucrut crudo fermentado a la venta (si fuera así, éste debería de encontrarse refrigerado). Es una suerte que resulte tan sencillo (y barato) hacer nuestros propios alimentos fermentados.
¿Cuáles son los beneficios de consumir alimentos fermentados?
En muchas sociedades la comida fermentada se ha ganado una buena reputación por sus efectos beneficiosos sobre el sistema inmunitario, la salud intestinal y el bienestar general.
Al distanciarnos de esta técnica tan antigua para conservar alimentos, también nos distanciamos de los inigualables efectos positivos para la salud que éstos nos aportan. Sally Fallon, autora del libro Nourishing Traditions, es una gran defensora de la lactofermentación, y con razones más que aparentes:
“La proliferación de lactobacilos en verduras fermentadas mejora su digestibilidad e incrementa los niveles de vitaminas. Estos organismos beneficiosos producen numerosas enzimas útiles además de sustancias antibióticas y anticancerígenas. Su principal subproducto, el ácido láctico, no sólo conserva las verduras y las frutas en un estado perfecto, sino que promueve el crecimiento de una flora bacteriana saludable en todo el intestino.” – Sally Fallon
La lactofermentación mejora el perfil de micronutrientes de muchos alimentos. Por ejemplo, la leche que se somete a este tipo de fermentación, bien de forma natural como es el caso del “requeixo”, o bien inoculando con un cultivo como ocurre con el yogur, piima, matsoni y otros lácteos fermentados, nos aporta más vitaminas en comparación con la leche cruda, y sobretodo en comparación con la leche pasteurizada y uperisada. Los lácteos fermentados muestran de manera consistente un aumento en el nivel de folato, vitamina B12 y biotina.
Los incrementos en los perfiles de micronutrientes de alimentos fermentados no se reducen al yogur y al kefir. Las verduras y frutas lactofermentadas también se ven afectadas de manera positiva. La biodisponibilidad de aminoácidos, en particular la lisina con sus efectos antivirales, y la metionina, se ve incrementada mediante el proceso de fermentación. Las verduras, como en el caso del chucrut y el kimchi, a menudo muestran un incremento en la actividad de la vitamina C y la vitamina A.
Volvamos por un momento a los lácteos. No me canso de repetir que, bajo mi punto de vista, la forma óptima de ingerirlos es la siguiente: crudos, enteros, fermentados y provenientes de ganado que se alimenta con pasto. El proceso de fermentación descompone la lactosa, atenuando de este modo un azúcar potencialmente problemático y reduciendo el contenido en carbohidratos.
En el caso del chocolate, es necesario comenzar por la fermentación de los granos de cacao. Esto le da profundidad al color y enriquece el sabor, pero sobretodo, lo que consigue este proceso es destruir los taninos astringentes que se encuentran en el cacao crudo. Estos taninos confieren un sabor amargo, y ciertas personas experimentan reacciones negativas a los mismos. Si eres muy sensible al vino tinto y te suelen dar dolores de cabeza cuando lo bebes, es posible que tengas una sensibilidad a los taninos. Los mejores chocolates negros son el producto de una larga fermentación de los granos de cacao, eliminando la mayor parte de los taninos.
La fermentación también puede hacer que ciertos alimentos previamente incomibles o incluso peligrosos se vuelvan medianamente nutritivos. Por ejemplo, se pueden reducir bastante las lectinas, el gluten y los fitatos de los cereales al fermentarlos. No estoy proponiendo que volvamos a comer pan, pero si en algún momento te quieres dar el capricho, lo ideal sería hacerlo con un poco de pan de masa fermentada tradicional.
Incluso la soja se vuelve permisible con una fermentación apropiada. El natto es un acompañamiento japonés a base de soja fermentada, y es uno de los alimentos más ricos en vitamina K2 (Menaquinona-7 o MK-7), de la que he empezado a hablar en mi anterior artículo, un nutriente que es de suma importancia para la salud ósea, dental y cardiovascular.
La vitamina K2 también se vuelve más disponible con la fermentación. El queso curado de leche cruda tiene una gran cantidad de K2 (Menaquinona-4 o MK-4), así como el hígado y la mantequilla de vacas que se alimentan de pastos verdes. De nuevo, volvemos a la fermentación: la vaca se alimenta de hierba rica en vitamina K1, la fermentación en su sistema digestivo produce la K2, y nosotros la ingerimos al consumir su hígado o ciertos productos lácteos enteros.
Además de todo esto, los alimentos fermentados son la mejor fuente de probióticos. Ayudan a restaurar el equilibrio de bacterias en el sistema digestivo. Si padeces de estreñimiento, colon irritable, intolerancia a la lactosa o al gluten, candidiasis, alergias o asma, puedes estar seguro de que está relacionado con una falta de bacterias beneficiosas en el sistema digestivo. Los fermentos mejoran la función digestiva y nos ayudan a absorber los nutrientes, vitaminas y minerales que ingerimos. No se trata de algo mágico o milagroso, en realidad es muy sencillo: al introducir bacterias beneficiosas en nuestros cuerpos estamos restaurando un equilibrio de la flora intestinal que solía ser la norma para quienes se alimentaban con comida real y tradicional y se exponían a las bacterias de manera regular. Los alimentos fermentados simplemente abordan esa carencia que en nuestra sociedad es tan grave, pero no introducen nada nuevo a la fisiología humana.
¡Por si todo esto no fuera suficiente, fermentar es muy barato! Se puede hacer sin necesidad de accesorios sofisticados, y la mayoría de los ingredientes necesarios para estas recetas cuestan muy poco dinero.
Hemos estado consumiendo alimentos fermentados de forma voluntaria durante miles de años, y muchísimo más tiempo de forma accidental, y en mi opinión deberían de ser una parte fundamental de una alimentación ancestral, saludable y coherente.