Mercado del Norte. Es el más antiguo y emblemático de Tucumán. Ha parido generaciones de puesteros pero hoy su futuro es incierto. Cómo es por dentro esta mole de cemento construida en 1939 en pleno centro de la ciudad. Sus personajes, su vida y su historia.
Por Bruno Cirnigliaro
Hay que esquivar a los vendedores ambulantes que ofrecen desde cables para DVD hasta breteles y paraguas, caminar entre cajones de verduras y frutas apostados en las veredas, sortear las películas truchas en el piso, tropezar con medias masculinas y femeninas de todo tipo y color, escuchar la cumbia que escapa de frágiles parlantes para llegar a la entrada principal del mercado más antiguo y famoso de Tucumán, en la intersección de Maipú y Mendoza, en pleno centro tucumano.
Son las 10.30 de la mañana de un miércoles de marzo, la hora pico de la primera parte del día. Decido entrar por esta misma esquina, justo donde está la torre de la entrada con sus letras grandes y negras que desde lo alto parecen estar a punto de caerse y que, sin embargo, nadie aquí parece ver.
La mujer está rodeada de empanadas, humitas y tamales humeantes. Debe tener cuarenta años. Por encima de su ropa lleva un delantal azul que le llega hasta un poco más arriba de las rodillas. Tiene la piel morena y el pelo negro. Los ojos, la boca y sus manos son grandes, como su cuerpo. Pero antes de que la clientela llegue y la salude por su nombre, le reclame precios más bajos o le haga comentarios sobre lo inestable del tiempo, ella despliega sobre el vidrio rayado del mostrador un póster en papel de diario del Papa Francisco. Después de ponerle cinta adhesiva a cada una de sus puntas, lo toma con cuidado con las dos manos, gira hacia atrás y lo pega en la pared, justo al lado de la heladera, de donde cuelgan un almanaque roído del 2013 y un póster del ídolo de Boca, Martín Palermo. Ella mira el nuevo decorado de su puesto de trabajo y sonríe. Le vuelve a pasar las manos por las puntas, levantando el mentón, como para que queden bien pegadas. Pero esas manos grandes, curtidas y morenas que veo desde un costado sin que ella sepa, empiezan a trasladarse desde las esquinas del papel de diario hasta el rostro del nuevo Papa. Ida y vuelta, una y otra vez, las manos y el rostro, sin dejar de mirarlo, sin dejar de sonreírle. Y eso se parece a una caricia.
Dos adolescentes pelan choclos, de pie, frente a dos canastos que les llegan hasta la cintura. En uno tiran la chala, en el otro el choclo recién pelado. Algunas cáscaras caen al suelo pero a nadie parece importarle. El dueño del puesto para el que trabajan está apoyado detrás del mostrador, leyendo el diario. Unos metros más allá, una señora fríe milanesas y las va apilando sobre una bandeja grande de madera. Es media mañana pero en este sector del mercado donde están las comidas calientes todavía no hay mucha gente. Los dos chicos parecen estar solos. Uno de ellos lleva pantalones cortos, remera celeste, ojotas y gorra. El otro un chupín azul, zapatillas blancas, una musculosa verde y una gorra dada vuelta en su cabeza. Conversan, casi sin respirar, como si no se hubieran visto en mucho tiempo. Sus brazos se mueven de manera automática y parecen estar separados de sus cuerpos diminutos, flacos, quietos. Me acerco a ellos. Les pregunto cuántos choclos pelan por día: “Diez bolsas –me responde Miguel- en cada una hay unos cien choclos, así que calculá”, me dice sin disminuir la velocidad de su trabajo, sin quitarle de encima la vista a los choclos. Él, igual que su amigo Matías, es de Alderetes y todas las mañanas viaja hasta el centro para pelar los choclos que luego se usarán para cocinar algunas de las mejores humitas de la ciudad. “No hay laburo amigo, hay que rebuscársela como sea”, me dice ahora Matías, con un dejo de resignación, mientras yo sigo mi camino.
Humberto Pacífico no ve los amaneceres tucumanos de lunes a sábados. En esos días se despierta a las 4.30 de la madrugada para ir de su casa en El Corte, en Yerba Buena, hasta el bar “El Mercado”, ubicado en el puesto 67-70, justo en la entrada que da a la calle Junín. Son las 6.04 de la mañana de un lunes sorprendentemente fresco y gris de marzo y todavía es de noche cuando lo encuentro. Es la tercera vez que vengo y ésta vez lo hago antes de que lleguen todos. Quiero ver el despertar de este gigante de hormigón que a esta hora es un desierto. Todos los puestos todavía están cerrados menos éste bar, que brinda la sensación de no haber cerrado nunca. El tiempo es un mendigo que que se quedó dormido en este lugar de paredes de azulejos blancos, y ventanas y puertas de madera. Su interior se parece a un viejo tranvía, de ésos que tal vez usaba el fundador de este bar y abuelo de Marcela, la novia de Humberto Pacífico. Generación tras generación parece ser el modo de sobrevivir de cada puesto de este mercado. Es lo que me cuenta ahora Humberto, detrás del mostrador, mientras hace anotaciones en un papel. Afuera, la noche se va confundiendo con el día. La ciudad bosteza de manera lenta su último despertar y la Junín está desnuda todavía de transeúntes y de los vendedores ambulantes de siempre.
Humberto tiene una gorra, camiseta blanca y sobre ella una camisa azul con un chaleco polar verde. Lleva una barba grisácea sin afeitar. Calculo que tendrá unos cuarenta y dos años. Su hablar tiene el ritmo de esta hora de la mañana, pausado y lento, pero también sabor a coca, que mastica todos los días. Es ingeniero agrónomo y rápido se encarga de aclarar que la dueña del puesto es su novia Marcela, que él sólo le da una mano. Es también el primero que hablará del conflicto que mantiene el mercado con el municipio de la ciudad. Ése que tiene en vilo a los puesteros desde hace años, cuando la municipalidad blanqueó la intención de desalojar el mercado para construir un centro comercial. “Vivimos en un patoterismo total –dice- el shopping no responde a la cultura del noroeste, aquí somos carperos hermano”. A las 6.35 llega Manuel, el primer cliente, con el diario bajo el brazo. Saluda a Humberto por su nombre con un apretón de manos. Es lunes y el comentario futbolístico es obligado. Después pide lo de siempre: café con leche con bollo y un vaso grande de soda. Se sienta en una mesa pegada a la pared, abre su diario y prende un cigarro. El día acaba de comenzar.
Gracias Tucumán Zeta por dejarme compartir la nota.