Esta es una fantasía canalla. Una fantasía de garito con barra, taburetes y copas. Con poca luz y mobiliario oscuro. Con humo y olor a tabaco.
De alguna manera, y aunque no pegue, tengo que conseguir encajar algo de comer en esta fantasía. Si me dedico a beber con mi hombre fantástico sin comer nada, no seré capaz de articular palabra y, sin algo que empape el alcohol, no me fío de mi misma: soy capaz de las peores cosas y prefiero evitar el ridículo incluso en mis fantasías.
Hemos quedado en un bar habitual para él, un bar en el que lo conocen, lo llaman por su nombre y saben que, llegado un punto de la noche, le gusta comer algo que empape todo lo que está bebiendo. ¿Qué comemos? Un buen bocadillo, algo ilustrado, algo caliente, con queso. Y también hay aceitunas y alpiste de ese para humanos que te ponen con copas y que es un vicio infernal y da muchísima sed para seguir bebiendo.
Yo no conozco el bar, no sé dónde está. Tengo una vaga idea y, como siempre hago, me niego a usar el navegador del móvil y confío en mi sentido de la orientación. Al salir de casa me he dicho "Sí, más o menos sé dónde es". Y, más o menos, lo he encontrado, lo que quiere decir que estoy dando vueltas caminando por el barrio y llego veinte minutos tarde. Por fin lo encuentro: una puerta que pesa un quintal y que, al cerrarse, me deja en un espacio oscuro en el que casi no veo. Me adentro en el bar quitándome el gorro y los guantes que, nerviosa, intento embutir en los bolsillos de mi trenca de Jane Fonda en Descalzos por el parque.
Él está en la barra, al fondo, sentado en un taburete. No nos conocemos pero me reconoce. La verdad es que sí nos conocemos pero no se acuerda; o quizás sí, no lo sé y he decidido no preguntárselo hasta que esté en confianza. Si no se acuerda, será violento y, si se acuerda, mejor que me lo diga él.
Bebemos vino para empezar. Yo me tomaría un gintónic? de buenas a primeras. Total, son las ocho de la tarde, una hora tan buena como cualquier otra; pero sé que, si empiezo así, lo mismo a las doce soy sólo una ameba balbuceante. El plan nos sale rana porque, después de enchufarnos una botella en cuarenta y cinco minutos, decidimos que mejor copas directamente. Van cayendo las copas mientras la conversación fluye.
Le dejo hablar al principio, al fin y al cabo él es la fantasía y yo ya me conozco y puedo ser un loro descontrolado si me dejo ir, así que le dejo hablar. De lo que quiera, (casi) todo me interesa; sólo hay un tema del que no quiero hablar, de fútbol.
Poco a poco, y según vamos entrando en calor, con el vino y la conversación, le pregunto cosas. Le hablo del Panteón de Roma del que vi un documental/charla el otro día y me recordó a su libro Historias de Roma y un fin de semana de junio de 2001 en el que me senté en una terraza de la plaza del Panteón después de un agotador día de turismo. Hacía un calor espantoso, me tomé una cocacola? y luego entré en el Panteón. Recuerdo la oscuridad al entrar desde la intensa luz de la calle, el frescor y una sensación que jamás he tenido en ningún otro edificio: inmensidad a escala humana. Tiempo detenido.
De repente me doy cuenta de que él me mira fijamente y me callo.
¿Estoy hablando mucho? Perdona.
No, para nada, Molinos.
Ja. Se acuerda. Sabe que soy yo. Qué perro, ha esperado el momento justo en el que me he relajado, he olvidado que nos conocíamos y me lo ha soltado a bocajarro.
Hablamos entonces de ese día, del día que nos conocimos. De lo petada que estaba la librería, de mi trenca roja y, lanzada ya sobre mi tercer gintónic?, echaría espumarajos por la boca hablando de Pérez Reverte y las cosas que le oí decir aquel día. Se acuerda hasta de las fotos.
Mientras nos comemos el bocadillo ilustrado le digo que Memorias líquidas es como un polvo a medias: cada vez que el capítulo, la historia o la anécdota coge temperatura, se pone los calzoncillos, saca la mano de dentro de mi camiseta y se marcha dejándome a medias.
Ahora sí que estoy hablando demasiado.
No, estamos bebiendo demasiado pero ya nos preocuparemos mañana.
Lanzada por la pendiente de la confianza, solos en el bar y con todo el tiempo del mundo le pregunto cómo es vivir sin preocuparse del curro. Cómo es trabajar sabiendo que, escribas lo que escribas, habrá gente deseando publicarlo y gente deseando leerlo. Hablaríamos de Judt y de qué pensaría de la situación actual, de la enfermedad terrible, cruel y horripilante que lo mató y de cómo fue capaz de contarlo. Él habla, como yo, moviendo las manos. Manos pequeñas y finas. Seguro que están frías.
Hablaríamos de la muerte. No sé muy bien cómo. No le gusta hablar de eso. Lo puede la emoción. Le diré solo una cosa, que nunca lo había pensado pero que la muerte de un hijo es la versión más terrorífica del luto hacia delante.
El camarero que lo conoce hace tiempo que ha recogido todo, ha hecho caja, limpiado la barra, vaciado el lavavasos y colocado todo en su sitio.
- Lo siento pero ya os echo.
Salimos a la calle. Es hora de irse. Somos adultos borrachos pero responsables.
Me pongo la trenca mientras sujeta la puerta y el gorro mientras salimos a la calle. Caminamos con las manos en los bolsillos para volver a casa.
- ¿No te he dicho nada de tus orejas todavía, ¿no?
- Jajajajaja... ahora ya sí.