Revista Opinión

I. 1889: El príncipe y el astronauta.

Publicado el 15 mayo 2018 por Flybird @Juancorbibar

“Ustedes hicieron una República que no sirve para nada. Aquí ahora, como antes, continúan mandando los Caiado”

(CAPITÁN FELICÍSSIMO DO ESPÍRITO SANTO CARDOSO, bisabuelo del presidente Fernando Henrique Cardoso, en un telegrama enviado desde Goiás a su hijo, Joaquim Inácio, que ayudó a proclamar la República en 1889)


 EN LAS ÚLTIMAS SEMANAS DE 1889, la tripulación de un navío brasileño anclado en el puerto de Colombo, capital de Ceilán (actual Sri Lanka), fue cogida por sorpresa por las noticias alarmantes que llegaban del otro lado del mundo. El crucero Almirante Barroso partió de Rio de Janeiro el 27 de octubre del año anterior para una gran aventura. El objetivo era completar en menos de dos años la circunnavegación del globo terrestre, expedición de 36.691 millas náuticas o cerca de 68 mil kilómetros. Para realizar tan importante y arriesgada misión la Marina de Brasil designó algunos de sus mejores oficiales y marineros y una de sus embarcaciones de guerra más modernas. Movido a propulsión mixta – a vela y vapor -, el Almirante Barroso pesaba 2.050 toneladas, tenía 71 metros de eslora, llevaba 340 tripulantes y viajaba equipado con seis cañones y diez ametralladoras. Desde su partida había sido objeto de homenajes y recepciones calurosas en diversos puertos extranjeros.

     Después de cruzar el temido cabo de Hornos, en extremo sur del continente americano, el navío brasileño pasó algunas semanas en Valparaíso, en Chile, donde la tripulación fue cumplimentada con un baile de gala ofrecido por las autoridades locales. Después, se enfrentó al inmenso y todavía relativamente desconocido océano Pacífico, con escalas en Sídney, en Australia; Yokohama y Nagasaki, en Japón, Shanghái y Hong Kong, en China; y Aceh, en Indonesia. Fueron meses de aislamiento del resto del mundo, comunicándose raramente con Brasil. Una semana antes de la Navidad de 1889, al atracar en Colombo, el almirante Custódio José de Mello, comandante del navío, encontró esperándole un telegrama con una noticia extraordinaria.

     Brasil República… – anunciaba el mensaje. – Misma bandera sin corona

     Despachado desde Rio de Janeiro el día 17 de diciembre, el telegrama, en realidad, sólo confirmaba los rumores que la tripulación había oído en la escala anterior, en Indonesia. Conforme a las noticias de segunda mano transmitidas por la tripulación de un barco holandés allí anclado, el gobierno de Brasil había sido derribado. Aún más, el país pasaba por un drástico cambio de régimen. El Imperio brasileño, hasta entonces visto como la más sólida, estable y duradera experiencia de gobierno en América Latina, con 67 años de historia, se desmoronaba la mañana del 15 de noviembre. La Monarquía cedía su sitio a la República. El austero y admirado emperador Pedro II, uno de los hombres más cultos de la época, que ocupó el trono casi medio siglo, fue obligado a salir del país con toda la familia imperial. Vivía ahora exiliado en Europa, desterrado para siempre del suelo en que nació. Mientras tanto, el mando de la nueva República había sido entregado a las manos de un mariscal ya anciano y bastante enfermo, el alagoano Manoel Deodoro da Fonseca.

     A primera vista, eran informaciones tan improbables que, en la escala indonesia, Custódio de Mello prefirió ignorarlas y seguir el viaje en la creencia de que el Imperio brasileño continuaba fuerte y sólido, como siempre lo fue. Estaba tan seguro de eso que, el día 2 de diciembre, cumpleaños del emperador Pedro II, ordenó que la bandera imperial fuese izada a bordo y saludada por toda la tripulación, como mandaba el reglamento de la Marina y como si ningún cambio hubiese ocurrido en Brasil. El telegrama recibido en Ceilán, sin embargo, no dejaba lugar a dudas. El país se convertía, de hecho, en una República. Según las instrucciones oficiales enviadas desde Rio de Janeiro, la bandera nacional continuaba prácticamente la misma, con su largo rectángulo verde superpuesto por un rombo amarillo. Sólo desaparecía la corona imperial, que hasta entonces ocupaba el centro del pabellón. Pero hasta aquel momento nadie sabía exactamente qué colocar en lugar de la corona. El comunicado avisaba que el navío recibiría la nueva y definitiva bandera republicana cuando llegase a Nápoles, en Italia, meses más tarde. Un segundo telegrama decía que, hasta entonces, el comandante habría de improvisar:

Ice ahora misma (bandera) nacional, sustituyendo corona estrella roja.     

     En resumen, mientras no se supiese exactamente qué símbolo habría en el centro de la bandera republicana, Custódio de Mello sólo debía cambiar la corona imperial por una estrella roja – coincidentemente, el símbolo del Partido de los Trabajadores que, un siglo más tarde, asumiría el gobierno de la República brasileña. A falta de informaciones más precisas, el almirante decidió seguir al pie de la letra las instrucciones telegráficas: llamó a su oficial inmediato y le ordenó que dibujase deprisa una estrella roja, luego cosida sobre la corona que hasta entonces figuraba en las diversas banderas usadas en el navío. Había, además, un segundo problema que resolver, éste todavía más complicado que el primero. Era la presencia a bordo del segundo teniente Augusto Leopoldo de Saxe-Coburgo y Braganza, de 22 años, más conocido como el príncipe don Augusto.

     Hasta la partida de Rio de Janeiro, don Augusto era una de las figuras más importantes de la jerarquía social brasileña. Hijo de la princesa Leopoldina, fallecida algunos años antes, y nieto del emperador Pedro II, tenía la condición de presunto heredero al trono, en el cuarto puesto de la línea sucesoria del Imperio, después de su tía, la princesa Isabel, de su primo, Pedro de Alcântara, y de su hermano mayor, Pedro Augusto. Tamaño prestigio hizo de él un tripulante especial del Almirante Barroso, objeto de deferencias en todas las escalas hechas por el navío. El telegrama recibido en Colombo, sin embargo, lo transformaba en una excentricidad a bordo. Como el gobierno provisional republicano había expulsado a toda la familia imperial del territorio nacional, don Augusto estaba impedido de continuar viaje como oficial de la Marina. Debía desembarcar inmediatamente. Más todavía, en la práctica, mientras cruzaba el océano Pacífico, había perdido no sólo el puesto de oficial y el título de príncipe, sino la propia ciudadanía brasileña. Era en aquel momento un hombre sin patria.

     Esta incómoda circunstancia ponía al príncipe don Augusto en una situación parecida a la que, un siglo después, afrontaría el astronauta soviético Sergei Krikalev. El 18 de mayo de 1991, o sea, 101 años después de la Proclamación de la República en Brasil, Krikalev fue lanzado al espacio desde la base soviética de Baikonur, en Kazajistán, propulsado por un cohete Próton. Estaba en la órbita de la Tierra a bordo de la estación MIR cuando le llegó la noticia de que su país dejaba de existir. La Unión Soviética, una de las más sólidas instituciones de la historia de la humanidad a lo largo del siglo XX, reventaba bajo la presión de la Glasnost, el proceso de apertura política desencadenado algún tiempo antes por el líder Mikhail Gorbachev. Las incertidumbres políticas de aquel momento obligaron a Krikalev a continuar su periplo espacial durante más de cinco meses, el doble del tiempo previsto inicialmente, hasta que las nuevas autoridades decidieron traerlo de vuelta, el 25 de marzo de 1992. Los 313 días que permaneció a la deriva en el espacio, sumados a los de las otras misiones en que participó, lo transformaron en el ser humano que más tiempo ha permanecido en órbita hasta hoy, un total de 803 días, nueve horas y 39 minutos.

     En el caso del Almirante Barroso, Brasil, tal y como la tripulación lo conocía antes de la partida de Rio de Janeiro, también dejó de existir a finales de 1889, pero la situación del príncipe era incluso más incierta que la del astronauta soviético. Al final, tras una larga espera en el espacio, Krikalev consiguió volver a su país, Rusia. Don Augusto no tendría esa oportunidad. El telegrama recibido por Custódio de Mello era categórico respecto de las intenciones del nuevo gobierno provisional republicano.

     – Príncipe pida dimisión servicio, determinaba de forma seca el mensaje.

     Al mostrar el telegrama a don Augusto, Custódio de Mello estaba visiblemente constreñido ante las órdenes que llegaban de Rio de Janeiro. Además de heredero al trono, el príncipe había sido hasta entonces un oficial ejemplar de la Marina brasileña. Durante los años anteriores, su dedicación al servicio militar siempre había sido elogiada. En 1886, al hacer un viaje de instrucción a Estados Unidos, a bordo del mismo crucero Almirante Barroso, bajo el mando del almirante Luís Filipe de Saldanha da Gama, fue recibido en audiencia por el presidente Stephen Grover Cleveland. Nada de esto, sin embargo, sería tenido en cuenta en aquel momento crítico. Tras leer el documento en silencio, don Augusto trató de ganar tiempo. Respondió que sólo tomaría una decisión después de consultar con su abuelo, el emperador Pedro II.

     – Su Alteza haga como le convenga – le respondió el almirante.

     Las horas siguientes fueron de gran tensión y expectativa. Con la connivencia de la tripulación don Augusto consiguió comunicarse por telegrama con su abuelo, a esas alturas ya exiliado en Europa. La respuesta vino luego, patriótica, pero inútil ante la urgencia de la decisión a ser tomada:

     – Sirva a Brasil, su abuelo Pedro.

     A la mañana siguiente, 18 de diciembre, don Augusto buscó al comandante para informarle que, en vez de renunciar, admitía pedir una licencia del servicio militar brasileño por seis meses. Aliviado, Custódio de Mello telegrafió inmediatamente al nuevo ministro republicano de Marina, el almirante Eduardo Wandenkolk, comunicándole la decisión. Recibió una respuesta igualmente ambigua, pero suficiente para sellar el destino del joven príncipe:

     – Príncipe pida renuncia al cargo, otorgo licencia.

     Hechas las cuentas de cuánto debía recibir por los servicios prestados en los meses anteriores, don Augusto desembarcó del Almirante Barroso el día 20 de diciembre. Antes fue homenajeado con una última y emocionada cena en los salones del Hotel Oriental, frecuentado por los extranjeros que visitaban la capital de Ceilán. Allí, el príncipe distribuyó parte de sus pertenencias a sus colegas de uniforme. Al más pobre, le dio un piano, que había dejado en el Palacio Leopoldina, en Rio de Janeiro. A otro, le entregó su espada, pidiendo, conmovido, que la llevase de vuelta a Brasil. Por fin, trasladó el resto de su equipaje a otro barco y, de Colombo, siguió al encuentro de sus familiares en Francia. Moriría en Austria, 32 años más tarde, sin jamás haber pisado nuevamente suelo brasileño.

Laurentino Gomes


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