Quienes hayan visto la película de terror El ojo recordarán la escena en el ascensor, donde la protagonista advierte la presencia de un tipo parado al fondo, de espaldas a las puertas automáticas. Una vez que éstas se cierran, la cámara toma un primer plano de Mun, que a todas luces presiente lo peor, y luego se traslada a la nuca del desconocido que lentamente empieza a girar hacia la joven (y hacia los espectadores).
Antes de que el hombre termine de darse vuelta, la cámara desciende hasta sus zapatos que -oh sorpresa- se encuentran suspendidos a escasos centímetros del piso. A partir de esta revelación, los directores Oxide Pang Chun y Danny Pang muestran en forma alternada el rostro asustado de la muchacha, la cabeza del individuo que sigue rotando y los números del tablero que se encienden a medida que el ascensor escalona pisos.
Como la protagonista, nosotros también tememos un ataque sobrenatural.
Esta escena del film hongkonés vuelve a mi mente ante una ¿nueva? conducta detectada entre mis conciudadanos, la mayoría gente bian. De hecho, además de no saludar cuando ingresan a un ascensor, ahora muchos porteños dan ostensiblemente la espalda al compañero ocasional del traslado vertical.
Si nos identificamos con Mun, la situación es inversa a la que plantea El ojo: el desconocido ingresa cuando nosotros ya estábamos adentro, y gira deliberadamente para negarnos -no sólo la palabra- sino todo contacto visual. En términos psi, toda existencia.
Nadie pretende actos de trasnochada cortesía; ni siquiera cuestionamos el abandono del saludo (aunque ganas no faltan). Pero convengamos que es fea la sensación de saberse reconocido primero y ninguneado después.
“Los ángeles no tienen espalda”, justificará algún espíritu conciliador. Sin embargo, este giro porteño en los ascensores dista de tener implicancias divinas, y en cambio se convierte en otro ejemplo de inconducta que admite la clásica expresión “de terror” (vaya homenaje a El ojo de los hermanos Pang).