Revista Opinión

III. 1889: El imperio tropical.

Publicado el 05 septiembre 2018 por Flybird @Juancorbibar

EL AÑO DE LA PROCLAMACIÓN DE LA República, Brasil tenía cerca de 14 millones de habitantes, el 7% de la población actual. De cada cien brasileños, solamente quince sabían leer y escribir su propio nombre. Los demás nunca habían frecuentado un aula. Entre los negros y esclavos recién liberados, el índice de analfabetismo era aún mayor, superior al 99%. Sólo uno de cada seis niños con edad entre seis y quince años iba a la escuela. En todo el país había 7.500 escuelas primarias con 300 mil alumnos matriculados. En los establecimientos secundarios, el número caía de forma dramática: apenas 12.000 estudiantes. Ocho mil personas tenían educación superior – una por cada grupo de 1.750 habitantes. A la agricultura le correspondía el 70% de toda la riqueza nacional, y la inmensa mayoría de la población se concentraba en el campo. Ocho de cada diez brasileños vivían en zonas rurales. El café dominaba la lista de las exportaciones. Sólo Brasil abastecía a cerca del 60% de la población mundial.

     Desde la época de la Independencia el país había hecho progresos significativos, aunque todavía muy allá de sus necesidades en algunos capítulos. Las fronteras estaban definidas y consolidadas, a excepción de un trecho en la región del Río de la Plata y del estado de Acre, que en 1903 sería comprado por Bolivia por 2,9 millones de libras esterlinas en una negociación conducida por el barón de Rio Branco. Al mantener intacto un territorio un poco inferior a la suma de todos los países europeos, los brasileños habían logrado una hazaña que ninguno de sus vecinos consiguió realizar. Brasil se mantuvo unido, mientras que la antigua América española se fragmentó en las guerras civiles de comienzos de siglo. Revueltas regionales y rebeliones separatistas, que hasta la mitad del siglo XIX amenazaron la integridad territorial, habían sido superadas con mucho sacrificio. Como si esto no fuera suficiente, el país había pasado también por otra experiencia traumática, la Guerra de Paraguay, el mayor de todos los conflictos armados de la historia de América del Sur.

     Iniciada en noviembre de 1864, la Guerra de Paraguay se entabló durante más de cinco años, hasta marzo de 1870. Segó la vida de centenares de miles de personas, entre ellas 33.000 brasileños. El precio más alto lo pagó, obviamente, Paraguay, el país derrotado. La población paraguaya, estimada en 406 mil habitantes al comienzo de la guerra, se redujo a la mitad. El coste económico también fue altísimo. Sólo del lado brasileño se gastaron 614 mil contos de réis, once veces el presupuesto del gobierno para el año de 1864, agravando un déficit que ya era grande y que el Imperio acarrearía hasta su caída.

     Brasil se vio forzado a entrar en conflicto por la ineptitud política y por la ambición desmedida del dictador paraguayo, Francisco Solano López. Determinado a ampliar el poder de su país en la región del Río de la Plata y construir una salida al Atlántico, Solano López apresó en Asunción a un navío brasileño sin previa declaración de guerra, invadió el norte de Argentina y la ciudad de Uruguaiana, en Rio Grande do Sul, y ocupó la región de Corumbá, en el Pantanal matogrosense. Sin opción de resolver las diferencias por la vía diplomática, sólo le quedó a Brasil defender sus intereses en los campos de batalla. La guerra sería más larga y extenuante de lo que se preveía. Al inicio de los combates, el Ejército brasileño era reducido y estaba mal organizado. Sus tropas sumaban 18 mil hombres contra un contingente paraguayo de 64 mil soldados reforzado por una retaguardia de veteranos calculada en 28 mil reservistas. El escenario desfavorable cambió gracias a una alianza hasta entonces considerada improbable, reuniendo rivales históricos – Brasil, Argentina y Uruguay – contra el enemigo común. La llamada Triple Alianza aniquiló las esperanzas de éxito de Solano López. En los años finales de la guerra, sin embargo, los brasileños lucharon prácticamente solos, bajo el mando del mítico Luís Alves de Lima e Silva, futuro duque de Caixas, toda vez que argentinos y uruguayos, envueltos en rivalidades internas, poco pudieron contribuir.

     Internamente, la guerra produjo algunos efectos colaterales importantes. Nunca antes tantos brasileños habían unido fuerzas en torno a una causa común. Gentes de todas las regiones tomaron las armas para defender al país. Se calcula que por lo menos 135 mil hombres fueron movilizados. Más de un tercio de ese total, cerca de 55 mil, formaba parte del llamado cuerpo de Voluntarios de la Patria, compuesto por soldados que se alistaron voluntariamente. En los campos de Paraguay, brasileños de color blanco lucharon al lado de esclavos, negros y mulatos, indios y mestizos. Ribereños de la Amazonia y sertaneros del Nordeste se encontraron por primera vez con gauchos, paulistas y catarinenses. El emperador Pedro II, llamado el “Voluntario Número Uno”, se trasladó personalmente al frente de batalla, enfrentándose al frío y la intemperie en una tienda de campaña. Todo esto produjo un sentimiento de unidad nacional que el país no había conocido ni incluso en los tiempos de su Independencia. Los símbolos nacionales fueron reivindicados. El himno era tocado al embarcar las tropas. La bandera tremolaba al frente de los batallones y en los mástiles de los navíos.

     Finalizada la Guerra de Paraguay, el país entró en una fase decisiva de transformaciones. En el campo político, se reavivó la campaña abolicionista, a favor de la liberación de todos los esclavos. La resistencia de los hacendados y barones del café, que dependían de la mano cautiva para cultivar sus tierras, fue enorme, pero, también en este caso, brasileños de todos los colores y regiones acabaron uniéndose en torno a una misma aspiración, que llevó a miles de personas a las calles en la fase final del periplo. El resultado fue la Ley Áurea, que, firmada por la princesa Isabel el día 13 de mayo de 1888, puso fin a casi cuatro siglos de esclavitud. También como consecuencia de la guerra, el Ejército se fortaleció. La presencia de los militares como fuerza política en las décadas siguientes sería un factor decisivo para la caída de la Monarquía y la Proclamación de la República.

     En 1889, las regiones más distantes, mucho tiempo aisladas debido a la dificultad de acceso, habían sido topografiadas, ocupadas e integradas, gracias en buena parte a las nuevas tecnologías de transporte y comunicación. Había 9.200 kilómetros de vías férreas en funcionamiento y otros 9 mil en construcción. El volumen de cartas despachado por correo se triplicó entre 1881 y 1889. Este año, 55 millones de cartas de correspondencia oficial y privada transitaban por correo, número que llegaría a 200 millones diez años más tarde. El telégrafo, inventado a mediados de siglo, permitía enviar y recibir mensajes instantáneos a cualquier distancia. El total de líneas telegráficas se quintuplicó en una década y media, saltando de 3.469 kilómetros en 1873 a 18 mil en 1889. El número de mensajes telegráficos despachados anualmente saltó de 233 en 1861 a 528.161 en 1887, año en que los brasileños intercambiaron 7 millones de palabras por este nuevo medio de comunicación. La navegación costera a vapor, inaugurada en marzo de 1838, redujo a menos de la mitad el tiempo de viaje entre Rio de Janeiro y Belém, en Pará.

     El contacto con el resto del mundo también se modificó de forma significativa. En la época de los barcos de vela, un viaje entre Brasil y Europa duraba cerca de dos meses. Ése fue el tiempo que la flota del príncipe regente don João tardó en cruzar el Atlántico en 1808, de Lisboa a Salvador, huyendo de las tropas del emperador francés Napoleón Bonaparte. Ahora, con los barcos a vapor, era posible ir de Rio de Janeiro a Liverpool, en Inglaterra, en unos puntuales 28 días a bordo de los ágiles y confortables packet boats ingleses, nombre que, traducido al portugués, pasó a ser llamado paquete. Según el historiador Luiz Felipe de Alencastro, el viaje era hecho con tal precisión y regularidad que el buen humor carioca asoció el nombre paquete al ciclo menstrual femenino, igualmente de 28 días, de media. Hecho relevante de esta integración con el mundo fue la inauguración, el 22 de junio de 1874, del primer cable submarino uniendo Rio de Janeiro y Europa. Instalado en el edificio de la Biblioteca Nacional, el emperador Pedro II celebró el acontecimiento enviando telegramas al papa Pio IX, a la reina Victoria, de Inglaterra, al emperador Guillermo, de Alemania, al rey Víctor Manuel, de Italia, al presidente de los Estados Unidos, Ulysses Grant, y al presidente de Francia, mariscal Mac-Mahon.

     A mediados de siglo, poco antes de la Guerra de Paraguay, Brasil experimentó también algunos cambios en su mapa político. Amazonas, separada del vecino Pará, se convirtió provincia autónoma en 1850. En el sur, Paraná, hasta entonces la Quinta Comarca de São Paulo, también consiguió la autonomía en 1853. Otras tres provincias obtuvieron nuevas capitales: en Alagoas, Maceió fue promovida a sede del gobierno en 1839; en Piauí, Vila Nova do Poti sustituyó a Oeiras en 1852, siendo rebautizada con el nombre de Teresina en homenaje a la emperatriz Teresa Cristina, mujer de don Pedro II; y, finalmente, en Sergipe, Aracaju tomó el lugar de São Cristóvão en 1855.

     Capital del Imperio, con 522.651 habitantes, Rio de Janeiro aumentó su población nueve veces desde la llegada de don João y la familia real portuguesa. El puerto carioca era el más activo de Brasil. La renta de su aduana representaba el 32% de la recaudación total del Imperio. La ciudad que más creció en 1889, sin embargo, fue São Paulo, que llegaría a 239.820 habitantes en el Censo de 1900. Su población se multiplicó por diez en apenas cincuenta años, impulsada en gran medida por los nuevos inmigrantes extranjeros que llegaban a Brasil para sustituir en el trabajo a la recién abolida mano de obra esclava. Salvador, capital colonial hasta 1763, tenía 174.412 habitantes y presentaba un crecimiento estable, mientras que en Recife, con 111.556, la población declinaba a causa de la crisis de la industria azucarera.

     En la Amazonia, un fenómeno a tener en cuenta fue el crecimiento de Belém, que registraría 96.560 habitantes en el Censo de 1900, impulsado por la fiebre del caucho. Desde que el americano Charles Goodyear inventó el proceso de vulcanización, en 1839, el producto fue usado en la fabricación de mangueras, sombreros e impermeables, correas industriales y otros artículos. Su demanda aumentó aún más los años siguientes, con la eclosión de la industria automovilística, transformando los cauchales de la Amazonia brasileña en un inmenso El Dorado verde.

     En las grandes capitales, el paisaje urbano se transformó por completo. En algunas de ellas, las calles principales fueron iluminadas por farolas de gas, más eficientes que las antiguas linternas de aceite de ballena, de difícil mantenimiento y funcionamiento inseguro. El telégrafo contribuyó a la proliferación de los periódicos y a la más rápida circulación de noticias. La imprenta, que llegó tardíamente a Brasil con don João en 1808, pasó por una fase de rápida expansión en las décadas siguientes. En 1876 ya se publicaban cincuenta periódicos en Rio de Janeiro, más de cuarenta en São Paulo, treinta en Pernambuco, 27 en Bahia y 22 en Pará. El invento más reciente, el teléfono llegó a São Paulo, Salvador, Rio de Janeiro, Campinas y Porto Alegre en los últimos diez años del Imperio. Entre 1872 y 1895 también fueron instaladas redes de transporte urbano en Salvador, Rio de Janeiro, São Luís, Recife, Campinas y São Paulo. En 1887, siete líneas de tranvía transportaban un millón y medio de pasajeros al año en la capital paulista.

     Rio de Janeiro era el escaparate de todos los cambios. La ciudad se ajardinó en 1820, se adoquinó en 1853, se iluminó con gas en 1854, implantó el tranvía de tracción animal en 1859, la red de alcantarillado en 1862 y el abastecimiento domiciliario de agua en 1874. Los primeros tranvías eléctricos llegaron en 1892. El nombre del tranvía, bonde, derivó de la palabra inglesa bond, que era el cupón en papel que las concesionarias emitían para eludir la falta de cambio en el pago de los pasajes. Eran empresas extranjeras, como la americana Botanical Garden Railroad Company, cuyos coches unían el centro de la ciudad con la plaza del Largo do Machado. Al desembarcar en Rio de Janeiro, en 1883, viniendo del Sur, el periodista alemán Carlos von Koseritz, director del periódico Gazeta de Porto Alegre, quedó impresionado al observar que, allí, todo el mundo iba en tranvía, incluyendo ministros, diputados, senadores, barones y vizcondes. “No creo que exista otra ciudad en el mundo en que haya tantas líneas de tranvía”, anotó Koseritz. “Es algo increíble como miles y miles de personas viajan aquí en tranvía. Toda la ciudad, desde Santa Teresa hasta Tijuca está, durante leguas, atravesada por líneas de tranvía en todas direcciones, y en todas se encuentran coches cada cinco minutos, y están siempre completamente llenos”.

     Masón y agudo observador de la realidad brasileña, Koseritz había llegado a Brasil en 1851 como mercenario contratado para luchar en la guerra contra el dictador argentino Juan Manuel de Rosas. Cuando el barco atracó en el puerto de Rio Grande, en el litoral gaucho, desembarcó fingiéndose enfermo. Después, desertó y, a pie, caminó tres días hasta Pelotas, donde se estableció como editor de libros didácticos y de un periódico dirigido a la colonia alemana. En aquel tiempo Pelotas era la más rica de las ciudades gauchas. En el mercado local, se sacrificaban 300 mil bueyes grandes al año. La carne, sazonada y curada en los saladeros, servía de alimento para los esclavos en las plantaciones de café de São Paulo y Rio de Janeiro. Gracias a la prosperidad traída por los saladeros, la ciudad tenía un depósito de agua importado de Francia y calles adoquinadas y abastecidas por una red de gas canalizado. De una población de 20 mil personas, 9 mil eran esclavos.

     En 1883, ya con la condición de prestigioso editor y escritor, Koseritz tuvo la sensación de adentrarse en otro mundo al llegar a la capital del Imperio. Allí, nada tenía que ver con la realidad humilde y relativamente modesta observada en la provincia donde vivía. “Todo rueda y salta por las calles, haciendo sobre el pavimento de adoquines un barullo verdaderamente infernal”, al cual contribuyen con sus pregones los “vendedores de frutas, periódicos, boletos y limpiabotas”, observó el periodista alemán. “En las calles más transitadas”, por donde circulan las personas elegantes, se oye “hablar casi tanto francés como portugués”. Koseritz también quedó impresionado por el carácter alegre y despreocupado del pueblo carioca. A pesar de la esclavitud y de la pobreza, que aun dominaban el paisaje, en las calles se cantaba y se reía todo el tiempo. Las fiestas y los bailes eran frecuentes. La observación le llevó a una curiosa conclusión sociológica. Según él, en una tierra de clima tan generoso y ameno, difícilmente habría espacio para revoluciones sociales: “Un pueblo relativamente bien vestido y alimentado al cual el clima del país le permite, en caso de necesidad, dormir sobre un banco en un jardín público, no lanza dinamita, sino que bromea fácilmente, hace buenos y malos chistes y no respeta mucho las formas terrenas”.

     Rio de Janeiro sorprendió a Koseritz por su aspecto cosmopolita. Las mujeres, que hasta poco tiempo antes tenían prohibido salir de casa, se veían por las calles con vestidos largos, sombreros y parasoles de colores. La Confitería Carceler vendía helado al precio de 320 réis el cucurucho, producido en una heladera importada de Estados Unidos. La calle Ouvidor concentraban los comercios más elegantes. Era un reflejo de Europa en el trópico, como indicaban los nombres de algunas de sus tiendas: La Belle Amazone, Notre Dame de Paris, Wallerstein et Masset y Desmarais. Los hombres vestían al estilo inglés. Las mujeres, al francés. Un anuncio de la empresa Buarque & Maya, propiedad de los ingenieros Manuel Buarque de Macedo y Raimundo de Castro Maya, ponía a la venta una novedad revolucionaria, las “máquinas de escribir”, comercializadas en los Estados Unidos desde 1867:

     Con estas máquinas se escribe tres veces más deprisa que a mano. Su uso es hoy común en toda la Unión Americana, de donde toda la correspondencia viene escrita a máquina, lo que por sí solo constituye una prueba irrefutable de su gran ventaja.

     Otro anuncio, de 1851, divulgaba la subasta, en la calle Direita, de seis caballos europeos, “perfectamente adiestrados para silla, sin defectos ni vicios, mansos al punto de poder servir para montura de señora”. Uno de ellos, llamado Waterloo, había sido ganador de carreras en el hipódromo de Somerset, en Inglaterra.

     Se almorzaba a las diez de la mañana y se cenaba a las cuatro de la tarde. Por la noche, un resopón, alrededor de las ocho. En los restaurantes más populares, el menú costaba 600 réis. Un vaso de refresco salía por 200 réis. El café, por 60 réis. Un plato típico era el compuesto por sopa, bistec, arroz con gallina, alubias, harina de mandioca, mermelada o dulce de higo y frutas. La vida nocturna era animada. Los teatros, siempre repletos, formaban parte del circuito de compañías y estrellas internacionales, como la cantante lírica italiana Adelaide Ristori, la más famosa de la época, que se hizo amiga y confidente del emperador Pedro II hasta su muerte.

     “De las ciudades que he visto, no conozco ninguna tan ruidosa como Rio”, escribió Ina von Binzer, profesora alemana contratada para educar a los hijos de un rico caficultor del Valle del Paraíba, en una carta a su amiga Grete en vísperas de la Navidad de 1881. “Vendedores de agua, vendedores de periódicos (…), vendedores de caramelos, de cigarros, de helados; italianos pregonando pescado; organillos y otros instrumentos, sin tener en cuenta los innumerables pianos sonando ventanas afuera, todo esto alborota en calles estrechas, donde los sonidos estridentes se prolongan indefinidamente. (…) Completan esta fiesta de los oídos el estallido de petardos prendidos día y noche. (…) Además del ruido ensordecedor, (…) la suciedad y el desorden. Las aceras, principalmente en los barrios comerciales, están tan sucias como la calzada de las calles”.

     También en Rio de Janeiro funcionaba la escuela más importante de Brasil. Era el Imperial Colegio Pedro II, creado en 1837. Tenía la prerrogativa exclusiva de conceder al alumno el valioso título de bachiller en Letras, un diploma difícil de obtener, pero que daba derecho a entrar automáticamente en cualquiera de las escasas escuelas de enseñanza superior existentes, como las prestigiosas facultades de Derecho de São Paulo y de Recife. Era, por tanto, la llave que daba entrada al restringido grupo social habitual de los salones de la Monarquía. En 1887, de los 569 alumnos del Pedro II, sólo doce recibieron el galardón de bachiller. El diploma era tan precioso que el emperador acompañaba personalmente los exámenes. “Era como si saliese del Imperial Colegio un pequeño príncipe. Con derecho a todas las dignidades que dependiesen de la inteligencia premiada por el saber humano”, escribió el sociólogo pernambucano Gilberto Freyre.

     Como el alemán Koseritz, el periodista francés Max Leclerc encontró todo muy extraño al desembarcar en Rio de Janeiro a finales de diciembre de 1889. Según él, había una contradicción entre el paisaje y el clima de la ciudad, castigada por el sol inclemente del trópico, y la forma como las personas se vestían y se comportaban en las calles, intentando imitar la moda y las costumbres de Europa:

Bajo un clima abrasador, en una ciudad donde el termómetro alcanza fácilmente los 40 grados a la sombra, (…) los brasileños se obstinan en vivir y vestirse como si fuesen europeos. Trabajan durante las horas más calurosas del día, de las 9 de la mañana a las cuatro de la tarde, como si fuesen negociantes londinenses. Pasean por las calles vistiendo chaquetones oscuros, sombreros de copa alta y se someten al martirio con la más perfecta resignación. El problema es que, a pesar de las apariencias, no disponen de medios para vivir en el trópico. La municipalidad de Rio de Janeiro no garantiza siquiera el saneamiento adecuado de la ciudad, periódicamente asolada por la fiebre amarilla.

     En los meses de verano, la sede de la corte quedaba a merced de los comerciantes, los funcionarios públicos con cargos burocráticos, los esclavos recién liberados y la población más pobre. Quien era poderoso, rico o famoso se mudaba a Petrópolis, la ciudad imperial de paisaje europeo, clima ameno y agradable, asentada en la ladera de la sierra fluminense.

     La vida social en Petrópolis se repartía entre las mansiones de la nobleza, los hoteles de lujo y los paseos en coche, a caballo o a pie por las calles bien arboladas. El Hotel Bragança, inaugurado en 1848, tenía 92 habitaciones y un restaurante para 200 personas. Era el local preferido para fiestas, bailes y conciertos. Después venía el Hotel Oriental, del turco Said Ali, donde se hospedó el duque Maximiliano, primo austríaco de Pedro II, al visitar Brasil en 1859 – cinco años antes de ser coronado emperador de Méjico y ocho antes de ser fusilado por las tropas republicanas de Benito Juárez. El Hotel Orleans, inaugurado en 1883, reunía a la sociedad imperial después de la misa de los domingos. El Palacio de Cristal que, según observó el historiador Heitor Lyra, “nunca fue palacio ni nunca fue de cristal”, era un regalo de don Pedro a la princesa Isabel. Se destinaba a exposiciones de horticultura. Había dos teatros, el Floresta y el Progreso, y una cervecería, la Bohemia, la más antigua del país, fundada en 1853 por el colono alemán Henrique Kremer. La Casa das Duchas reunía a clientela masculina para baños calientes. Uno de sus visitantes más asiduos era el mismo emperador Pedro II. La Crémerie Buisson ofrecía quesos y manteca frescos, importados de Europa.

     Esta isla de sofisticación europea estaba ubicada en medio de una densa y lujuriosa selva tropical brasileña, cuyas plantas y animales exóticos fascinaban a los viajeros extranjeros. Una carta de noviembre de 1867 enviada por la princesa Leopoldina, hija pequeña de don Pedro II, a su hermana mayor, Isabel, contaba que desde los aposentos del palacio imperial era posible oír “el concierto de los sapos” en la floresta vecina. Según ella, noches anteriores, el patio del palacio había sido visitado por un jaguar, que atacó a los animales domésticos. “Menos mal que el jaguar sólo comió gallinas”, relataba la princesa, aliviada por el hecho de que sus conejos mascota habían sido perdonados por el animal salvaje.

     En los primeros años del reinado de don Pedro II, se empleaban dos días de viaje en barcazas y diligencias para llegar a Petrópolis. En la víspera de la Proclamación de la República, el recorrido era cubierto en apenas dos horas en los vagones del ferrocarril Mauá, inaugurado a mediados de siglo. Desde la estación de la playa Formosa, en el centro de Rio de Janeiro, se iba en tren convencional hasta el pie de la sierra fluminense. En ese punto, los viajeros hacían transbordo a un segundo tramo de ferrocarril de cremallera, equipado con un conjunto de engranajes y cables de acero que literalmente arrastraba locomotora y vagones hasta lo alto de la montaña, ya a la entrada de Petrópolis.

     La unión ferroviaria entre Rio de Janeiro y Petrópolis – la primera de Brasil – fue una iniciativa de Ireneu Evangelista de Sousa, barón y más tarde vizconde de Mauá, el hombre más rico y emprendedor de todo el Segundo Reinado. En 1867, la fortuna personal de Mauá estaba estimada en 115 mil contos de réis, un 18,5% superior a todo el presupuesto del Imperio para aquel año. Su patrimonio incluía 100 mil cabezas de ganado, diversas haciendas, diecinueve bancos en Brasil, Argentina, Uruguay, Inglaterra y Estados Unidos y un astillero, el de Ponta da Areia, en Rio de Janeiro, que construía 72 navíos al año, algunos de los cuales se podían ver en el río Amazonas, en la desembocadura del río de la Plata o cruzando la línea del Ecuador rumbo a Europa y a América del Norte.

     Dueño de fábricas, bancos y líneas de ferrocarril, Mauá era un personaje exótico en un país agrícola y hasta entonces dependiente de la mano de obra esclava. Su historia representa una encrucijada en los caminos del desarrollo de la economía brasileña. Mauá abogaba por una industrialización acelerada de Brasil, proceso en el que opinaba que el país estaba muy atrasado. Y los números confirmaban su tesis. En 1868, existían en Estados Unidos 353.863 industrias, contra apenas doscientas en Brasil. El ferrocarril norteamericano alcanzaba en esa época más de 50 mil kilómetros. La primera línea transcontinental, uniendo Nueva York, en el océano Atlántico, a San Francisco, en el Pacífico, quedó terminada en 1869. Inglaterra, un país del tamaño de la provincia de Ceará, ya tenía 5 mil kilómetros de ferrocarril, cuando Brasil, con un territorio 65 veces mayor, acababa de inaugurar su primera línea, en 1854, de unos escasos 14,5 kilómetros desde Rio de Janeiro a Petrópolis – y curiosamente para facilitar los desplazamientos de la corte en las vacaciones de verano, y no para explotar las riquezas de la tierra.

     Mauá fue a la quiebra en 1875, en buena parte debido a las dificultades de financiación para sus proyectos. Fue imposible convencer al Imperio para que abasteciera del capital necesario a sus grandes empresas industriales y de infraestructuras. Murió antes de cumplir los 76 años, el 21 de octubre de 1889, tres semanas antes de la Proclamación de la República, sin ver realizada la transformación que soñaba para el país. Profundamente dependiente de la agricultura de exportación, Brasil continuaría canalizando todos sus esfuerzos hacia los grandes cultivos. Ellos eran la base del sostenimiento del Imperio tropical. Y continuarían siéndolo de la República hasta por lo menos mediados del siglo XX.

     La sociedad brasileña era conservadora y patriarcal, fenómeno que se observaba con mayor nitidez lejos de las capitales. La vida social se regía por las misas, procesiones, ceremonias y fiestas religiosas. Hasta 1852, los días santos sumaban 41 festivos a lo largo del año. La aristocracia rural mandaba en todo. La realidad nacional en los años que antecedieron a la abolición de la esclavitud y a la Proclamación de la República podía ser resumida en una frase atribuida al senador gaucho Gaspar Silveira Martins:

     ¡Brasil es el café, y el café es el negro!

     El café produjo una drástica alteración en el eje económico del país. En los primeros doscientos años de la colonización, la riqueza brasileña se concentró en la región Nordeste, durante el llamado periodo del azúcar. Después migró a Minas Gerais, con la carrera del oro y del diamante que marcó la primera mitad del siglo XVIII. Por esa época, Francisco de Melo Palheta, sargento mayor de Pará, contrabandeó de un vivero de Cayena las primeras semillas y plantones de café, planta originaria de las tierras altas de Etiopía y hasta entonces cultivada en secreto en la Guayana Francesa. Después de aclimatadas en Belém, las plantas llegarían luego al Valle del Paraíba, entre Rio de Janeiro y São Paulo. Comenzó allí la fiebre del “Oro Verde”. El producto, que en la época de la Independencia apenas representaba el 18% del total de la relación de exportaciones brasileñas, en 1889 ya alcanzaba el 68%, o sea, casi dos tercios del total. El número de sacos exportados saltó de 129 mil en 1820 a 5,5 millones en 1889.

     Dos grandes cambios demográficos marcaron también el periodo del café. El primero fue el traslado masivo de esclavos de la región Nordeste hacia el Sur o el Sudeste del país. Esta migración forzosa, que se verá con más detalle en el capítulo sobre los abolicionistas, comenzó alrededor de 1850, tras la aprobación de la llamada Ley Eusébio de Queiroz, que prohibió definitivamente el tráfico de esclavos de África a Brasil. Como la explotación cañera estaba en crisis en el Nordeste, los patrones comenzaron a vender a los hacendados del café de São Paulo y Rio de Janeiro la mano de obra cautiva que consideraban ociosa. Se creó de esta forma un intenso tráfico negrero interprovincial que continuó hasta la víspera de la aprobación de la Ley Áurea.

     El segundo fenómeno demográfico del ciclo del café fue la llegada de centenares de miles de inmigrantes europeos. La importación de colonos extranjeros era un proyecto antiguo, ya de la época de la corte de don João en Rio de Janeiro, pero había sido postergada debido a la abundancia de mano de obra esclava. Con la prohibición del tráfico en 1850, todo cambió. Los precios de los esclavos se dispararon. Incluso con el tráfico interprovincial, la escasez de mano de obra cautiva era cada vez mayor. Traer inmigrantes blancos para trabajar en los cultivos como trabajadores asalariados en lugar de los esclavos cobró carácter de urgencia. Entre 1886 y 1900 São Paulo recibiría 1 millón de inmigrantes europeos – casi el doble de toda la población esclava existente en el país el año de la Abolición. Sólo el estado de São Paulo concentró a más de la mitad de los inmigrantes, 529.187 en total.

     La inmigración extranjera llegó tarde a Brasil y en número mucho menor que el deseable porque el país nunca consiguió crear el ambiente para atraer a colonos libres. Paraíso del latifundio, Brasil tenía, en 1865, el 80% de sus áreas cultivables en las manos de los grandes propietarios. Ser dueño de tierras y esclavos era sinónimo de prestigio social y poder político, pero, en gran parte, eran haciendas improductivas, que en nada contribuían a la producción de riqueza. “El monopolio de la tierra para dejarla estéril y desaprovechada es odioso y causa de innumerables y gravísimos males sociales”, criticó, en 1887, el carioca Alfredo d’Escragnolle Taunay, futuro vizconde de Taunay.

     Los abolicionistas como el pernambucano Joaquim Nabuco y el baiano André Rebouças defendían la creación de un impuesto territorial como forma de acabar con el latifundio improductivo y democratizar la propiedad de la tierra. Creían que esta medida, junto con la abolición de la esclavitud, elevaría el país a un nuevo escalón de desarrollo. “La una es el complemento de la otra”, escribió Nabuco. “Nadie en este país contribuye a los gastos del Estado en proporción a sus haberes. El pobre cargado de hijos paga más impuestos (…) que el rico sin familia. (…) Acabar con la esclavitud no basta; es necesario destruir la obra de la esclavitud”.

     El gobierno imperial resistió a todas las tentativas de cambiar este cuadro. Mientras duró la Monarquía, el impuesto territorial jamás consiguió la aprobación en el Congreso. En vez de buscar la “democracia agraria” soñada por Nabuco y Rebouças, Brasil hizo una reforma agraria al revés, concentrando aún más la tierra en manos de unos pocos propietarios. Al contrario que Estados Unidos, que, mediante el Homestead Act, una ley de 1862, autorizó la donación de tierras a todos los que en ella deseasen instalarse, en Brasil la Lei de Terras de 1850 levantó barreras a la adquisición de ellas por parte de los inmigrantes pobres que llegaban de Europa. Las tierras públicas fueron vendidas a la vista y a precios lo suficientemente altos para evitar el acceso a la propiedad por parte de los futuros colonos. Además, los extranjeros que tuviesen los billetes pagados para venir a Brasil tenían prohibido comprar tierras hasta tres años después de su llegada. Era una forma de obligarlos a trabajar en las haciendas en lugar de los esclavos antes de conseguir, con mucho esfuerzo, reunir los ahorros necesarios para comprar una pequeña propiedad. En la época de la aprobación del Homestead Act, los Estados Unidos ya habían atraído a más de 5 millones de inmigrantes, especialmente de Europa. En Brasil, el número no pasaba de 50 mil. Con las nuevas leyes de propiedad de la tierra, la diferencia aumentó aún más.

     Además de tardío, el proyecto de inmigración fue ejecutado, la mayoría de las veces, de forma improvisada, cuando no desastrosa. Uno de los primeros intentos aconteció por iniciativa del senador paulista Nicolau de Campos Vergueiro. Vergueiro había obtenido de la corona portuguesa donaciones de vastas extensiones de tierras en la región de Piracicaba, Limeira y Rio Claro, en el interior de São Paulo. En 1846, comenzó el asentamiento de inmigrantes europeos en su hacienda Ibicaba mediante un sistema cooperativo. Las primeras 364 familias vinieron de Baviera y Prusia, en la actual Alemania. Antes de partir de Europa, los colonos firmaban un contrato por el cual el hacendado se comprometía a pagarles los pasajes del barco, el transporte y la alimentación hasta el lugar de trabajo. A cambio, asumían el compromiso de cultivar los campos hasta resarcir enteramente al propietario de esos valores, pagando un 6% de intereses al año. Recibirían una parte de la producción de café, pero estaban obligados a venderla al propio hacendado por el precio que a él le conviniese y del cual serían detraídos los gastos de transporte y mejora de los granos, entre otros.

     Al llegar a Brasil, los inmigrantes se dieron cuenta de que las exigencias contractuales de Vergueiro los ponían en la situación de esclavos blancos. Como resultado, en febrero de 1857 una revuelta de extranjeros estalló en la hacienda Ibicaba. Los colonos alegaban que el hacendado les compraba el café a precios inferiores a los de mercado, pero al mismo tiempo les vendía mercancías a precios abusivos. Muchos de ellos, después de trabajar varios años, se encontraban más endeudados que en la época de su llegada a Brasil. El trato dispensado por los capataces era semejante al que imperaba en los antiguos poblados de esclavos negros.

     Algunos de estos inmigrantes volvieron a Europa, donde escribieron libros denunciando el fraude de la inmigración a Brasil. “Los colonos se hallan sujetos a una nueva especie de esclavitud, más ventajosa para los patrones que la verdadera, pues éstos reciben a los europeos a un coste más barato que el de los africanos”, reclamó el suizo Thomas Davatz, en el libro Memorias de un colono en Brasil, en donde relata su experiencia de dos años en la hacienda Ibicaba. “No pasan de pobres desgraciados miserablemente expoliados, de perfectos esclavos, ni más ni menos”.

     La culpa de tal situación, en opinión de Davatz, afectaba a los hacendados y también al gobierno imperial brasileño, que permitía la propaganda engañosa hecha por Brasil en Europa con el objetivo de atraer a inmigrantes pobres. “El trato miserable a los colonos en la provincia de São Paulo tiene su origen y su base no sólo en la forma de pensar y actuar propia de los hacendados, dueños de las colonias, sino también en la (…) de las altas autoridades públicas de Brasil”, escribió. “El gobierno de ese país sustenta y hasta practica, aunque indirectamente, semejantes embustes”.

     Las denuncias de malos tratos llevaron a algunos países, como Prusia, a prohibir la venida de inmigrantes a Brasil. En 1885, también el gobierno italiano publicó una circular en la que desaconsejaba a sus ciudadanos migrar a São Paulo, señalada como una región insalubre y peligrosa. “Estamos en un círculo vicioso”, reclamaba el liberal pernambucano Holanda Cavalcanti, en 1850. “No podemos tener colonos mientras el país no se haga digno de ser habitado por hombres libres, mientras ellos no tengan la certeza de encontrar entre nosotros la felicidad, pero sin colonos no podemos hacer esto”.

     Todas estas dificultades provenían de pasivos sociales, económicos y políticos que Brasil acarreaba desde su fundación. La construcción del país tras la Independencia había sido difícil y tortuosa. El Imperio era inmenso, diversificado, complejo, difícil de administrar. Por una parte, había un gran territorio, repleto de riquezas naturales y oportunidades. Por otra, esclavitud, analfabetismo, aislamiento y rivalidades políticas y regionales. “Amalgama muy difícil será la unión de tanto metal heterogéneo, (…) en un cuerpo sólido y político”, escribía en 1812, de forma profética, el mineralogista José Bonifácio de Andrada e Silva, futuro Patriarca de la Independencia. Bonifácio creía que la única manera de evitar la guerra civil y mantener la integridad territorial era dotar al Brasil independiente con un “centro de fuerza y unidad” bajo un régimen de monarquía constitucional y el liderazgo del emperador Pedro I. Fue esta la fórmula imperial que triunfó en 1822. Su implantación, no obstante, costaría mucha sangre y sacrificio.

     Los nueve años del Primer Reinado habían sido de gran inestabilidad, marcados por el conflicto entre el Parlamento y la índole autoritaria de don Pedro I, por los escándalos de su vida personal y por la sospecha, por parte de los brasileños, de que el emperador se preocupaba más de los intereses de Portugal que de los de Brasil. Su abdicación, el 7 de abril de 1831, fue interpretada por muchos como la “nacionalización de la Independencia”. Finalmente los destinos nacionales estaban en manos de los propios brasileños. La conducción del proceso, sin embargo, se cubría de dudas. La partida de don Pedro I para Europa, aunque celebrada en las calles, dejó un vacío de poder en el corazón del Imperio. En aquel momento, el heredero de la corona, Pedro de Alcántara, era un niño de apenas cinco años, edad insuficiente para asumir el trono. Mientras no alcanzase la mayoría de edad, el país sería conducido por regentes, hombres que gobernaban en nombre del futuro emperador.

     En el periodo de la Regencia, entre 1831 y 1840, Brasil fue testigo de un clima de excitación y libertades políticas sin precedentes. Líderes liberales, como el fluminense Evaristo da Veiga y el minero Teófilo Ottoni, que habían luchado contra el absolutismo de don Pedro I, defendían la reducción del poder monárquico, la ampliación de los derechos individuales y de la autonomía de las provincias. El padre Diogo Antônio Feijó, ministro de Justicia y después regente del Imperio, promovió una profunda reforma en las Fuerzas Armadas. El Ejército fue prácticamente disuelto. En su lugar se organizó la Guardia Nacional, bajo control civil, inspirada en las milicias de ciudadanos de la Revolución Francesa. La patria en armas celaría por su propia seguridad.

     Un segundo marco de descentralización fue el Código de Procedimiento Criminal de 1832, que creó una nueva jerarquía de jueces. La figura base era el juez de paz, magistrado local, sin formación en Derecho ni remuneración fija, elegido por un año, para juzgar pequeñas causas, contener los conflictos y velar por el orden. Tenía como auxiliares a los inspectores de manzana, vecinos designados para vigilar sectores con por lo menos 25 residencias. Según la ley, le correspondía al inspector de manzana, entre otras responsabilidades, “obligar a suscribir los términos del bien vivir a los vagabundos, mendigos, ebrios habituales, prostitutas alborotadoras, camorristas; que, de palabra o por acción ofendan las buenas costumbres, la tranquilidad pública y la paz de las familias”. En 1834, el Acto Adicional a la Constitución, votado por la Cámara de los Diputados, amplió la autonomía de las provincias mediante la creación de las asambleas provinciales, con poderes para fijar los gastos locales y crear los impuestos necesarios para cubrirlos. El Consejo de Estado, órgano supremo del Poder Ejecutivo nacional, subordinado sólo al emperador, fue abolido.

     La experiencia, sin embargo, fracasó rápidamente. La debilidad del poder central se reveló incapaz de contener la agitación en provincias. Entre 1831 y 1848 el país fue sacudido por nada menos que 22 revueltas regionales. Fueron veinte en el periodo de la Regencia y dos más ya en el Segundo Reinado – la Revolución Liberal, ocurrida en 1842 en São Paulo y Minas Gerais, y la Praieira, de Pernambuco, en 1848. Sólo en Rio de Janeiro hubo cinco levantamientos entre 1831 y 1832.

     Las rebeliones durante la Regencia tuvieron un carácter difuso, con reivindicaciones a veces difíciles de entender. Nacieron casi todas de los grupos de población más humildes. En cierta forma, reflejaban un sentimiento de orfandad en el proceso de la Independencia de Brasil entre la población pobre y analfabeta. Brasil rompió sus vínculos con Portugal sin alterar la estructura social vigente hasta entonces. La esclavitud fue mantenida, tanto como el analfabetismo, el latifundio y la concentración de riquezas. Esa población dejada al margen del proceso tomó las armas en el periodo de la Regencia, aprovechándose de la debilidad del poder central y de las rivalidades entre los jefes regionales. “Las clases pobres de la población rural expresaban sus quejas contra cambios que no entendían y eran distantes a su mundo”, observó el historiador Boris Fausto.

     La revuelta de los Cabanos, ocurrida en Pernambuco y Alagoas entre 1832 y 1835, movilizó a pequeños agricultores y sertaneros de la Zona da Mata y del Agreste. Luchaba por la vuelta de don Pedro I a Brasil y en defensa de la religión católica. Perdió fuerza con la noticia de la muerte del primer emperador, ocurrida en Portugal el día 24 de septiembre de 1834. Entre 1835 y 1840, Pará fue sacudido por la Cabanagem (que no debe confundirse con la de los Cabanos de Pernambuco). Belém, la capital paraense, fue tomada por indios y ribereños liderados por Eduardo Angelim, un cearense de 21 años. Los rebeldes propugnaban la independencia de Pará y también decían defender la religión católica. El número de muertos está calculado en 30 mil, equivalente al 20% de la población de la provincia, haciendo de la Cabanagem la más sangrienta de todas las revoluciones brasileñas del Imperio.

     En ese mismo periodo, Maranhão fue asolado por la Balaiada, movimiento que tenía como líderes al vaquero Raimundo Gomes, a Francisco dos Anjos Ferreira, hacedor de cestos, y a don Cosme, líder negro de esclavos huidos. Los rebeldes ocuparon la ciudad de Caixas, la segunda más grande ciudad de la provincia, pero fueron sitiados y derrotados por el entonces teniente coronel Luís Alves de Lima e Silva. Como recompensa por la victoria de las tropas imperiales, Lima e Silva consiguió el título de barón de Caixas (sería promovido a duque de Caixas tras la victoria en la Guerra de Paraguay).

     En Bahia, esclavos, blancos y negros libertos se enfrentaron en las calles de Salvador en la llamada Revuelta del Maliense, liderada por esclavos musulmanes en enero de 1835. Pedían la liberación de los cautivos musulmanes y la muerte de todos los blancos. Setenta personas murieron. Dos años más tarde, la Sabinada, liderada por el médico Francisco Sabino Álvares da Rocha Vieira, proclamó la independencia de la República Baiana, derrotada en marzo de 1838. Cerca de 1.800 personas murieron a lo largo de cuatro meses de lucha.

     La Revolución Farroupilha, en Rio Grande do Sul, fue una excepción en este cuadro de erupción en la base de la pirámide social brasileña. Duró de 1835 a 1845 y, al contrario que las demás rebeliones regionales, movilizó a los grupos más ricos e influyentes de la sociedad gaucha, en especial a la élite de los rancheros, productores del ganado de la provincia. Entre otras reivindicaciones, los hacendados gauchos protestaban por los impuestos cobrados a la producción de ganado y salazón, principal fuente de riqueza de la provincia. También se quejaban de la excesiva interferencia del poder central en sus negocios. Querían acabar con el arancel del ganado en la frontera con Uruguay, estableciendo la libre circulación de los rebaños que poseían entre los dos países. Algunos defendían el fin de la Monarquía y la proclamación de una República Federal en Brasil. Otros, los más exaltados, proponían incluso la creación de un estado independiente en el sur junto a los uruguayos. Por estas razones, la Farroupilha fue la revuelta que más amenazó la integridad territorial brasileña.

     Los farroupilhas tenían como líderes a los generales Bento Gonçalves y David Canabarro, ambos rancheros y veteranos de la Guerra Cisplatina, que concluyó con la independencia de Uruguay, en 1828. También contaban con el apoyo de algunos revolucionarios italianos refugiados en Brasil, entre ellos Giuseppe Garibaldi, que más tarde desempeñaría un papel vital en la unificación de Italia. La revuelta comenzó con la toma de la capital, Porto Alegre, el 20 de septiembre de 1835, fecha hasta hoy conmemorada en el calendario civil gaucho. Un año más tarde, el día 11 de septiembre de 1836, fue proclamada la República Rio-Grandense, bajo la presidencia de Bento Gonçalves y teniendo como capital la ciudad de Piratini. En 1839, los revolucionarios dirigidos por Garibaldi proclamarían también la República Juliana, en Santa Catarina.

     El gobierno imperial se enfrentó a la revolución gaucha mediante combates y también a través de concesiones a los farroupilhas. Nombrado comandante jefe del ejército en operaciones y presidente de la provincia en 1842, Caixas firmó la paz con el general Canabarro tres años más tarde. Según el acuerdo, los revolucionarios fueron amnistiados, y sus oficiales incorporados al Ejército nacional. El gobierno imperial asumió las deudas de la República de Piratini. Actual patrón del Ejército brasileño, Caixas fue el principal líder militar del Imperio desde los conflictos de la Regencia hasta el final de la Guerra de Paraguay. Por este motivo, pasó también a la historia con el título “El Pacificador”. Murió en 1880.

     Las rebeliones mostraban que el experimento político brasileño post-abdicación del emperador Pedro I era demasiado inestable para ser dejado a su propia suerte. Era preciso establecer algún control sobre él. “Este Imperio se encuentra en vísperas de su disolución, o por lo menos de una crisis cuyo resultado no puede ser sino fatal”, se asustó el representante inglés al observar el cuadro en septiembre de 1839. “La unidad de Brasil es apenas aparente”, observó otro visitante extranjero, el conde Suzannet, al recorrer el país entre 1842 y 1843. “Todas las provincias están buscando su propia independencia”.

     En esa misma época, el periodista conservador Justiniano José da Rocha afirmaba que la Monarquía representaba la única solución capaz de evitar la fragmentación territorial de Brasil. Era, por tanto, necesario dotar al trono de apoyo político. El fundamento estaría, según él, en el gran comercio y en la gran agricultura. “Dé el gobierno a esas dos clases toda la consideración, vincúlelas por todos los medios a la organización establecida, identifíquelas con las instituciones del país, y el futuro estará en gran parte consolidado”.

     La receta prescrita por Justiniano José da Rocha dio origen al movimiento llamado Regreso, un retorno al viejo y exitoso modelo portugués de concentración total de poderes. El objetivo era devolver al gobierno central las prerrogativas que había perdido a favor de las provincias en la primera fase de la Regencia. Este periodo, iniciado con la investidura del regente Pedro de Araújo Lima, futuro marqués de Olinda, en 1838, marca la consolidación del Estado imperial en Brasil. “Fui liberal”, se justificó ese mismo año, en tono de mea culpa, el minero Bernardo Pereira de Vasconcelos. “La libertad era nueva en el país, estaba en las aspiraciones de todos, pero no en las leyes, no en las ideas prácticas. (…) Hoy, sin embargo, es diferente el aspecto de la sociedad: los principios democráticos todo ganaron y mucho comprometieron; la sociedad, que hasta entonces estaba en riesgo por el poder, corre ahora el riesgo de la desorganización y la anarquía. Como entonces quise, quiero hoy servirla, quiero salvarla, y por eso soy regresista”. A disgusto con la obra del Regreso, el también minero Teófilo Ottoni, político de convicciones republicanas, lideraría la Revolución Liberal de 1842, siendo vencido por Caixas en la batalla de Santa Luzia, Minas Gerais.

     Con el Regreso, el poder de las asambleas provinciales se redujo. La Guardia Nacional quedó bajo control del Ministerio de Justicia, que también pasó a nombrar a los magistrados. Los jueces de paz, elegidos localmente, perdieron los poderes de policía, transferidos a jueces y delegados nombrados por el poder central. El Consejo de Estado, brazo derecho del emperador, sería restituido en 1841. En él participaba la más fina flor de la aristocracia brasileña, hombres de gran saber, riqueza y experiencia política, encargados de orientar al monarca en sus decisiones.

     Símbolo máximo de la centralización fue la campaña por la anticipación de la mayoría de edad de Pedro II, a esas alturas aún un adolescente imberbe. “El emperador niño se convirtió en la esperanza de todos aquellos que, cansados de la experiencia de la Regencia, buscaban fórmulas para asegurar la supervivencia del Imperio en medio de la crisis”, anotaron los historiadores Lúcia Maria Bastos Pereira das Neves y Humberto Fernandes Machado. Según la Constitución brasileña, el emperador sólo podía asumir el trono con dieciocho años. Era preciso, por tanto, reformar la ley antes de coronarlo. En abril de 1840, los liberales fundaron la Sociedad Promotora de la Mayoría de Edad del Emperador, en casa del sacerdote y senador cearense José Martiniano de Alencar, padre del futuro escritor José de Alencar. Contaban con el apoyo del mayordomo imperial Paulo Barbosa, en cuya casa, situada dentro de la Quinta da Boa Vista y del palacio de São Cristóvão, sucedieron las reuniones siguientes. El tutor, marqués de Itanhaém, estuvo igualmente de acuerdo con la idea.

     Presentado en la Cámara y en el Senado, el proyecto de anticipación de la mayoría de edad fue derrotado una vez más. Por esta razón, los jefes liberales decidieron llevar el asunto a las calles.

     Carteles pegados en las paredes y muros de Rio de Janeiro propagaban:

     Queremos a Pedro Segundo, aunque no tenga edad;

     La nación dispensa la ley, ¡y viva la mayoría de edad! 

     El día 22 de julio de 1840, el regente Araújo Lima, al frente de un grupo de diputados y senadores, llevó un manifiesto al joven Pedro II, pidiendo que aceptase ser aclamado emperador de inmediato. Aconsejado por sus tutores, el niño respondió sin titubear:

     – ¡Quiero!

     De esta forma, de espaldas a la Constitución, al día siguiente don Pedro II fue declarado mayor de edad y aclamado emperador ante las cámaras reunidas, episodio que pasó a la historia como “El Golpe de la Mayoría de Edad”. Comenzaba ahí el largo Segundo Reinado, que sería interrumpido por otro golpe, el de la República, casi medio siglo más tarde, en la mañana del 15 de noviembre de 1889.

Laurentino Gomes


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