“La calle estaba desierta. Niebla por todas partes, casi imposible ver dónde estaba. También llovía, aunque las gotas eran tan finas que parecían vapor. Sensación de no pisar el suelo, de caminar entre nubes. (…) Seguimos andando, llegamos al final de la manzana, dimos la vuelta a la esquina. Otra farola y entonces, tras pararme un momento mientras Arp alzaba la pata, algo me llamó la atención. Un destello en la acera, un estallido de luz parpadeando en la oscuridad. Tenía un tono azulado, un azul intenso, el azul de los ojos de F. Me agaché para verlo mejor y vi que era una piedra, quizá una joya de alguna especie. Un ópalo, pensé, o un zafiro, o a lo mejor sólo una esquirla de cristal de roca. Bastante pequeño para un anillo o, si no, un colgante que se hubiera caído de un collar o un brazalete, o un pendiente perdido. (…). De modo que me dispuse a coger la piedra, pero en el momento en que mis dedos iban a entrar en contacto con ello, descubrí que no era lo que yo pensaba. Era blanda, y se rompió al tocarla, desintegrándose en húmedo y pegajoso fluido, lo que yo había tomado por una piedra preciosa era un escupitajo humano. Alguien que pasaba por allí había escupido en la acera, y la saliva había terminado concentrándose en una bola llena de burbujas, en una esfera lisa de múltiples facetas. Con la luz brillando a su través, y con los reflejos luminosos dándole aquel lustroso matiz azulado, había tenido el aspecto de un objeto duro y sólido. En cuanto me di cuenta del error, retiré bruscamente la mano, como si me hubiera quemado.”
Recorto y selecciono bruscamente estas líneas de una obra inteligente y audaz, y lo hago sumiso a las recomendaciones de Enrique Vila-Matas: “Cuando leo algo que entiendo perfectamente lo abandono desilusionado. No me gustan los relatos que se balancean peligrosamente en el abismo de lo obvio. Porque entender puede ser una condena. Y no entender, la puerta que se abre”. Carece de importancia saber de dónde salen estas palabras, o qué sentido tienen en su obra; es suficiente entregarse al relato de la ilusión de esa piedra preciosa que se mantiene impasible en nuestra retina a pesar del funesto descubrimiento. La obra que contiene estas líneas es un pequeño placer de esos que conviene darse de vez en cuando, una bocanada de aire fresco en forma de historias y de relatos escritos con gran sutilidad. Su autor, sin duda, tiene ese encanto del escritor que regala historias que nos deleitan y nos permiten sumergirnos en otras vidas posibles, en otras ilusiones hechas de rubís y de ópalos. Las vidas que aparecen en esta obra se entrecruzan en un conjunto de reflexiones sobre la literatura, el ensayo y el cine, y se estructuran a partir de una idea de Chateaubriand: “El hombre no tiene una sola y única vida, sino muchas, enlazadas unas con otras, y ésa es la causa de su desgracia”. La desgracia de David Zimmer, coprotagonista de El libro de las ilusiones, de Paul Auster, comienza con el fallecimiento de su esposa y de sus hijos y continúa a lo largo de su vida con episodios de grave depresión y de vaivenes amorosos en torno siempre a su salvador y verdugo: Hector Mann, un director de cine desaparecido sin dejar rastro. “En ese momento de la historia, todo se agosta en un día; quien vive demasiado, muere vivo. Al avanzar en la vida dejamos tres o cuatro imágenes de nosotros mismos, diferentes entre sí; las vemos a través de la niebla del pasado, como retratos de nuestras diversas edades”, continúa Chateaubriand en su autobiografía que traduce Zimmer con vehemencia. La historia de Zimmer acaba con una ilusión, que le salva y le reconforta a pesar de haberlo perdido todo varias veces en su vida, y con el pesar –pero también la esperanza– de que esas imágenes esparcidas por el mundo permanezcan íntegras para poder acabar de componer su visión sobre Mann.
Estas líneas no siguen siendo más que retazos veloces; y, dispuesto a emprender el regreso a la exposición pública de mis miserias, corro a terminar otro volumen (¿podría llamarse así, dado su minúsculo tamaño?): Ella era Hemingway. No soy Auster, de Enrique Vila-Matas. Las circunstancias del discurso me obligan a hacer una parada previa en El gato bajo la lluvia, de Hemingway, un relato corto que me causa la misma indiferencia inicial que a Vila-Matas tras saber que García Márquez lo consideraba el mejor cuento escrito. Pero no acaba ahí la cosa: mientras leo el relato, que narra el tedio de una mujer americana de vacaciones, la realidad se funde con la ficción: se pone a llover y aparece un gato por mi calle huyendo de la lluvia; igualito que en el cuento. Aun así, más allá de una sonrisa esbozada, no logra sacudirme demasiado este pequeño relato, por lo que acudo a Vila-Matas a ser alumbrado. La mujer del cuento entonces pasa a recordarme a Ana Ozores y sus deseos íntimos insatisfechos, los mismos que parece tener ella acariciando un gato que despierta sus anhelos, y que la llevan a replantear su vida ante el rubor de un hotelero italiano. Pero claro, todo eso no está en el cuento: está aquí fuera, en nuestra vida real (o irreal); la historia, en sí, es sencilla, dibuja una situación posible pasando por la punta del iceberg para que sea el lector el que ahonde en las bases. Una de estas conclusiones es la extraída por Vila-Matas en la clase universitaria que relata en el volumen señalado, aprovechando así las diversas experiencias de lectura de los alumnos para conformar otras historias posibles, todas válidas y verosímiles. En fin, una buena lección que aprender a partir de mañana, cuando los retazos de ilusiones comenzarán a multiplicarse de manera vertiginosa, y será necesario darles forma.