Revista Cultura y Ocio

Incluso yo quiero ser Cary Grant...

Por Calvodemora
Incluso yo quiero ser Cary Grant...
"Todos me dicen continuamente que qué vida interesante he tenido, pero a veces creo que sólo ha consistido en problemas de estómago e interpretarme a sí mismo".
Cary Grant fue portada de infinidad de revistas del corazón. El Hollywood glamouroso encontró en el actor carne para la máquina. Sus romances fueron innumerables. Grant no era un gay ortodoxo. Tampoco un hombre equilibrado: se ha escrito hasta el aburrimiento que un psiconalista serio se hubiese puesto las botas con su tortuosa vida. Descubrió que su madre, a la que creía muerto desde que tenía 6 años, estaba recluida en un manicomio en Inglaterra. Su figura, la ausencia tangible, le marcó al punto de que ir de un matrimonio a otro sin que ninguna alianza fuese estable ni le reportase la paz y el amor que jamás tuvo. Casado cinco veces y divorciado cuatro, nunca se sintió verdaderamente vinculado a una familia. Tampoco lo fue la de la farándula. En un sentido estricto, no fue un actor enamorado de su profesión e interesado en el cine como representación artística. Podía haber sido cualquier cosa y podía haber hecho de Cary Grant en todos esos trabajos. Daría igual que fuese maitre de un gran restaurante o embajador de Inglaterra en Zambia.
El personaje Cary Grant fue diseñado por George Cukor y por Howard Hawks. El hombre Archibald no tenía excesivos vínculos con él: no era romántico ni tenía ese encanto natural hacia la comedia sofisticada. Su humor era seco y jamás sacrificaba nada que pudiese procurarle placer (era un fumador y un bebedor empedernido, un amante de la ropa cara y un habitual de las frívolas fiestas de la high society de la ciudad) por consolidar una amistad o un amor. No tuvo nunca suerte en expresar sus sentimientos. Compartió con Randolph Scott siete gloriosos años de amistad y sexo, aunque ambos declararon que en el terreno amatorio no eran particularmente fogosos, sintiéndose más a gusto en el compartido gusto por la moda o por las variadas adicciones que rebajaban la pesadumbre de la fama.
Durante la Segunda Guerra Mundial, Cary Grant fue espía para los ingleses y para el FBI y descubrió simpatizantes de la causa nazi en el Hollywood más chic. Hitchcock no hizo otra cosa que ponerle en bandeja de oro puro el papel de su vida: el espía T.R. Devlin, el que besa a Ingrid Bergman como un alucinado que no hubiese besado en la vida y le fuese la misma vida en la intensidad del beso. Devlin era Grant o era Archibald. En realidad siempre se dijo que Cary Grant no era un actor con muchos recursos y que, a diferencia de otros mitos de la época, jamás precisó estudios profundos de sus personajes. Bastaba un esfuerzo mínimo, un dejarse llevar hasta conseguir el gesto exacto y la composición dramática óptima.
El zarandeo sentimental le llevó hasta Betsy Drake. En 1.946 Grant decidió, a instancias de su nueva esposa, retirarse. Fue ella quien lo inició en el esoterismo, en la hipnosis, en el psicoanálisis y también en el uso de LSD y del ácido. El tabaco y las ingestas masivas de alcohol (daba igual cual fuese, daba igual la marca: nunca fue un bebedor sibarita) no desmontaron el mito. Cuando Hitchcock lo reclutó para Atrapa un ladrón, Grant estaba perfecto. Abandonó Palm Springs, dejó a su esposa y recuperó el porte del cabellero perfecto para engolosinar a la mujer perfecta, una Grace Kelly en la cúspide de su corta y fastuosa carrera.
 Lo que Hawks o McCarey o Cukor habían engendrado - cual monstruo de Frankenstein - fue pulido por decenas de directores, pero ninguno tan reveladoramente influyente como Hitchcock, que siempre lograba entusiasmarle y retirarle de la comedia dulce (en la que brilló como nadie) y darle papeles de una enjundia dramática menos escorada a lo liviano. George Kaplan, en Con la muerte en los talones, ejemplifica a la perfección la dualidad actor-persona que, en una suerte de prestidigitación, se convierte en la dualidad actor-actor. La cosa es que Cary Grant nunca tuvo la idea clara de quién era. Ahora sé quién soy, solía decir en los momentos bajos o en las depresiones (abundantes) derivadas de sus pasiones tóxicas.
Sus no disimuladas inclinaciones levógiras en materia política le granjeó la antipatía de los jerifaltes de la Academía de las Artes Cinematográficas y se le ninguneó sistemáticamente en cuanto trabajo meritorio hacía. Ganó una estatuílla por su trabajo en Serenata nostálgica, en 1.941. Sólo al final de su vida recibió un Óscar honorífico (en 1.972) que poco hizo para compensar los errores históricos cometidos en su persona. Los hagiógrafos grantianos sostienen que Cary nunca ganó un gran Óscar o varios (méritos hubo) porque a la Academia le encantan los papeles de tullido o de psicópata o de homosexual y él no estaba dispuesto a interpretar ninguna de esos roles, patéticos todos.
Billy Wilder, el maestro de tantas cosas, el director investido con los atributos de Dios (Trueba dixit), nunca trabajó, por más que quiso, con Cary Grant. Sí le dio a Tony Curtis un papel goloso que, a su manera, le rendía tributo en Con faldas y a lo loco. Años después el propio Grant, al coincidir con Curtis en Operación Pacífico, le confió su admiración: "Tony Curtis es capaz de imitar a Cary Grant mejor que yo". Era mentira: nadie era Cary Grant salvo el escondido y neurótico inglés que llegó a Nueva York con la sonrisa perfecta y el porte de un cabellero curtido en los mejores salones de la aristocracia británica.
A diferencia de James Stewart, el otro actor fetiche del Hitchcock, Grant nunca hizo un western. En cierto modo no es posible que lo hiciera: sus ademanes, su estilo, excluían el perfil rudo y escasamente elegante del pistolero que masca polvo y se baja del caballo de un ágil salto.
Para este cronista de sus vicios Cary Grant es la imagen más indeleble del cine. Una de ellas, en todo caso. Y en ocasiones tiro de DVD y me quedo enganchado a su metro noventa de elegancia y perfecto estar, signifique esto último lo que signifique. Anoche reví (qué verbo más antifónico) Charada, un Grant ya talludito, pletórico, hipnótico. Murió a los 83 años de una apoplejía. Yo creo que ni se agachó. Murió de pie y no arrugó el traje con el óbito.
Ahora lo veo subiendo las escaleras con una bandeja que porta un vaso de leche. Arriba espera una mujer muy enferma. La están envenenando. En el sótano, en unas botellas está el mcguffin de siempre. Hitchcock era un maestro. Al final no sé si el homenaje sentido es a Cary o a Alfred. Va por los dos, en todo caso.


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