Revista Educación
El concepto de inteligencia ha ido cambiando de forma sustancial a lo largo del siglo pasado. Desde los primeros tests diseñados en 1905 por Alfred Binet hasta las recientes formulaciones de la inteligencia emocional, pasando por la definición de inteligencias múltiples de Howard Gardner en 1973, encontramos una evolución significativa y un alejamiento de los planteamientos más racionalistas. Una de las primeras aportaciones al estudio de la inteligencia emocional fue la de los norteamericanos Peter Salovey y John D. Mayer, que en 1990 advirtieron que las concepciones de inteligencia existentes hasta ese momento habían dejado de lado un elemento clave que condiciona nuestra adaptación el mundo: las emociones. Para estos autores la inteligencia emocional hace referencia a la capacidad para percibir y entender las emociones propias y ajenas, discriminar entre ellas, controlarlas y autorregularlas.
Pero, fue sin duda Daniel Goleman el autor que más contribuyó a popularizar este concepto, añadiendo luego un nuevo aspecto o dimensión, la inteligencia social, entendida como la capacidad del individuo para relacionarse con éxito con sus iguales. En esta inteligencia social cobró una relevancia especial la empatía, sobre todo a partir del descubrimiento por parte de Giacomo Rizzolatti de las neuronas espejos, que puso de manifiesto la capacidad innata del cerebro humano para sintonizar emocionalmente con los demás.
Podríamos pensar que todos esos componentes de la inteligencia emocional, atención o percepción de las propias emociones, empatía, claridad y regulación emocional, llevarían a un mejor ajuste psicológico, previniendo el surgimiento de problemas depresivos o emocionales. Sin embargo, no parece que la cosa está tan clara, al menos en el caso de las chicas adolescentes. Así, los resultados de un estudio que acabamos de terminar nos han revelado que mientras que la capacidad para controlar las emociones y regular el estado de ánimo sí se asoció a un mejor ajuste, en el caso de la empatía y la atención a las propias emociones ocurrió todo lo contrario.
A pesar de que en un primer momento estos resultados pueden resultar paradójicos, es muy probable que la mayor empatía mostrada por las chicas les lleve a experimentar un mayor malestar psicológico ante algunas situaciones de sufrimiento a su alrededor; es decir muestren una hipersensibilidad demasiado incómoda que les conecta demasiado al malestar ajeno. Tampoco es de extrañar que la mayor atención a las propias emociones, a pesar de ser un componente de la inteligencia emocional, tenga consecuencias negativas a nivel interno, ya que hay evidencia acerca de la mayor incidencia de los síntomas depresivos entre aquellos sujetos que tienden a rumiar o darle muchas vueltas a las emociones negativas.
Ello no debe llevarnos a quitarle valor a la importancia de la inteligencia emocional, aunque tendremos que ser cautos antes de sacar conclusiones precipitadas sobre las relaciones entre inteligencia emocional y social y salud mental.
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