Descubro un limón mohoso en la nevera. Me extraña, hace dos días estaba perfecto. ¿Qué ha podido pasar? Mucho me temo que el desagüe de la nevera se ha vuelto a atascar. Toco la esquina de abajo y descubro un pequeño charco al lado del agujero. En el cajón de la fruta hay un dedo de agua. ¡Otra vez no! Casi se me había olvidado.
Me equipo con las armas de rigor: una jeringa, una aguja (son cosas que tienen infinidad de aplicaciones extrahospitalarias), paños (en este caso para secar el agua y no la sangre), un par de boles, el primero con agua templada y el otro para recoger el material extraído.
Por desgracia no cuento con un fibroscopio, una fibra óptica para ver el atasco habría sido lo ideal, espero que no esté muy profundo y se pueda solucionar con aspiración y jeringazos. Tras un buen rato, me da la impresión de que ya está arreglado.
Una hora más tarde, reviso, una cosa es ilusionarse y otra pecar de exceso de confianza. Mi gozo en un pozo, literalmente. El agua vuelve a estar estancada, aún no le ha dado tiempo a derramarse pero todo se andará. Hay que repetir la operación. Pido ayuda, sola no puedo, se ha vuelto cosa de dos, paso de cirujano a instrumentista y dejo a House el puesto de primera espada.
Probamos de nuevo con las jeringas y el agua, siempre ha resultado en el pasado. No tardamos en confirmar que en esta ocasión no basta. Suena el teléfono, corro a por él. Es para House, tiene que irse a hacer una traquetomía de un COVID. Me quedo sola de nuevo. Pruebo a bombear, agua, aire... sin éxito, noto la resistencia.
House se marcha. Un instante después oigo la llave y entra de nuevo. Falsa alarma, no hay traqueo. Uno se acostumbra a esos cambios de opinión de los intensivistas, así como a que no avisen con antelación, ¿qué es eso? o a que el quirófano esté ocupado y no se pueda hacer la cirugía. ¿Qué tal vas? pregunta según deja el abrigo. Igual, le digo. ¿Con qué contamos? me consulta. Tendremos que improvisar. Reviso el maletín de instrumental y regreso a la cocina con una jeringa de extracción de tapones de oído. Es mucho más grande y quizá funcione. Parece que va mejor, el agua entra, pero no, pronto comprobamos que solo era apariencia.
El plan es canalizar, pero ¿con qué? La guía de fontanero que compramos hace años no sirve, es demasiado gruesa. Un clip es corto. Los alambres de las brochetas también. La pinza de extracción de cuerpos extraños tampoco sirve. Tenemos un alambre fino, pero se dobla. Probamos con otro más firme que recuerdo haber visto en la caja de herramientas y que no aparece ahora que se necesita. Lo encuentra House en el rincón de al lado de la caja (junto a una pila de cosas que un día, cuando las desempolvemos, descubriremos qué son y para qué sirven, seguramente para un uso algo diferente al plan de su creador). El nuevo alambre es demasiado rígido, no pasa. Descartamos la caja de herramientas. Necesitaríamos un fiador similar al de las sondas nasogástricas.
¡Una cuerda de guitarra! exclama House. Buena idea. Un pequeño tope y entra, es casi igual que un fiador. Avanza sin problemas. Repetimos la operación antes de probar de nuevo con el agua y la jeringa. Por desgracia el agua no pasa tan bien como la cuerda. ¿Una más gruesa? Nuevo intento. La nueva cuerda es también algo más larga y llega más lejos, un par de centímetros pero suficiente. El agua empieza a fluir al inyectarla, sin embargo aún no estamos contentos. House revisa su arsenal. Sí, tiene más cuerdas, escoge la siguiente en tamaño. La pasa y el agua drena. Probamos con unos jeringazos. ¿No tienes otra cosa que cubra mejor el hueco que la aguja? se escapa por los bordes. Miro en el maletín, me inclino por un aspirador de oído, no demasiado fino, que se conecta a la jeringa. Es más largo y grueso que la aguja. Probamos. Perfecto, obstrucción resuelta.
Queda revisar el material: cuerdas de guitarra, jeringas, agujas, pinzas, aspirador de oído. La pobre nevera no sabía que no iba a vérselas con un fontanero sino con dos cirujanos prestos a presentar batalla y uno de ellos ¡guitarrista!