¿De qué se puede hablar cuando uno siente que no tiene nada que decir?
Tratar de mantener una conversación mínimamente coherente se nos antoja una misión imposible cuando nuestro interlocutor es una persona que sabemos de antemano que no nos va a prestar atención y que, digamos lo que digamos, nuestros argumentos no la van a convencer en absoluto porque, simplemente, no va a tolerar ninguna idea que difiera de las suyas propias.
Ante tales circunstancias, a veces es preferible rendirse y optar por el silencio porque hablar, lejos de acercarnos a la otra persona, lo que puede acabar haciendo es distanciarnos mucho más de ella. Tal vez porque todos valemos mucho más por lo que callamos que por lo que contamos. Sobre todo cuando lo que pensamos de verdad puede acabar ofendiendo a otras personas o enfrentándolas a una realidad que se niegan a ver.
Cada mente humana alberga un universo distinto al de cualquier otra mente humana.Aunque defendamos ideas similares, todos hemos llegado a ellas por caminos distintos, a base de conexiones entre neuronas que nos han ayudado a entender determinados conceptos y a interpretar determinadas situaciones del modo en que las hemos acabado interpretando. Es probable que ese universo único nos acabe resultando el más idóneo para entendernos a nosotros mismos y entender el mundo del que formamos parte, pero eso no implica que ese patrón nuestro les tenga que servir a los demás, porque no hemos de olvidar, que cada persona tiene un universo propio.
Sólo podemos tratar de entendernos a través del respeto mutuo, abogando por el derecho que todos tenemos a ser como somos y a entender la vida como la entendemos, sin caer en la tentación de juzgar cómo son ni cómo conciben la vida los demás.
Todo se complica peligrosamente en cuanto una de las partes pretende imponer su particular punto de vista a la otra porque en ese momento se cruzan líneas rojas y se invade la libertad de esa otra parte para seguir siendo como es.
Si de verdad queremos tanto a las personas que nos importan, ¿por qué no las respetamos un poco más? ¿Por qué esa manía constante de querer cambiarlas, de querer organizarles la vida, de querer atarlas tan en corto que no hagan nada que escape a nuestra enfermiza vigilancia?
Para muchos padres dejar ir a los hijos se les presenta como una durísima prueba para la que tal vez nunca se está del todo preparado. Porque la vida es, ante todo, una acumulación de experiencias y los padres acumulan mucha respecto a unos hijos que siempre han estado al abrigo del calor del nido y nunca han tenido que preocuparse por las cosas que los padres consideran importantes. Es muy fácil caer en la trampa de pensar que lo que uno ha aprendido a base de esfuerzo, caídas y errores puede ser el mejor legado que le pueden ofrecer a sus hijos. Pero se equivocan, pues la experiencia propia sólo le resulta útil a quien la ha cargado sobre sus espaldas. No es un bien que se pueda heredar. Cada uno ha de alimentar su propio esfuerzo, sufrir sus propias caídas y cometer sus propios errores para encontrar su propio camino y poder labrar en él su propia experiencia. Tan única e irrepetible como la de sus progenitores.
Todos nacemos para un mundo y para una época que sólo tendrá sentido para nosotros.Mientras estemos vivos seremos testimonios de la emergencia de otros mundos y de otras épocas que nos irán dejando rezagados hasta perdernos de vista. Siempre ha sido así y siempre lo continuará siendo. Pretender que las generaciones que nos suceden vivan como hemos vivido y vivimos nosotros es un error que, lejos de mantenernos conectados a ellas, nos acaba desconectando de sus universos.
Y eso es precisamente lo peor que nos puede pasar a los humanos: desconectarnos unos de otros por falta de entendimiento, por dejar de respetarnos nuestros mutuos espacios, por pretender que sólo nosotros tenemos razón y las otras partes se equivocan.
La verdad sólo es verdad para quien la sostiene. Pues cada uno tiene la suya y tiene todo el derecho del mundo a defenderla a capa y espada, pero nunca a imponerla como la única verdad universal. Si fuésemos capaces de entender la naturaleza relativa de todo lo que nos concierne, tal vez tendríamos la oportunidad de poder hablar todos con todos sin necesidad de atacarnos ni de humillarnos, pues todas las verdades relativas tienen sentido para quien cree en ellas y pueden ser escuchadas por quienes sostienen verdades relativas muy diferentes sin necesidad de ridiculizarlas ni de imponer las suyas por encima.
Pero cuando nos limitamos a hablar por hablar, sin decir nada consistente; a explicar lo que creemos que no le molestará a la otra persona y a obviar lo importante, lo que hacemos es entrar en una dinámica de diálogos para besugos, de estar pero sin estar, de aparentar una unidad con el otro que quizá lleve años completamente rota.
Por miedo a causar daño a los demás, nos lo acabamos causando a nosotros mismos, convirtiéndonos en nuestros principales críticos y censores. Y llega un momento en que sentimos que ya no tenemos nada más que decir, porque sabemos que lo que callamos no lo quieren oír nuestros interlocutores.
Las personas intransigentes tienen todo el derecho del mundo a mantenerse firmes en sus posturas, guardando las supuestas ofensas que les hemos causado como siemprevivas que protegen de la acción de los elementos en una delicada urna de cristal que no dudan en mostrar a los demás para justificar su victimismo. Pero las personas que huimos de los diálogos para besugos y preferimos mantener conexiones mucho más sanas y enriquecedoras con nuestros iguales, sean de la generación que sean, también tenemos derecho a seguir apostando por la libertad, a perderle el miedo al dolor y a la diferencia, a aventurarnos por sendas que aún desconocemos y a vivir cada día como si fuera el último, exprimiendo nuestras emociones, aireando nuestros universos mentales y permitiendo que la luz inunde todos sus rincones y nos ayude a encontrar nuevas puertas por las que seguir abriéndonos a sorprendentes conexiones que nos descubran parte de lo que aún desconocemos.
Estrella Pisa
Psicóloga col. 13749