Revista Cultura y Ocio

Isabel I de Castilla

Por Enrique @asurza

Este artículo Isabel I de Castilla aparecio primero en Historia de España.

Isabel de Castilla (1451 -1504), hija del rey don Juan II de Castilla y de su segunda esposa doña Isabel de Portugal, Isabel nació el 22 de abril de 1451 en Madrigal de las Altas Torres (Avila). Sin embargo, son muchos los historiadores que han presentado pruebas, muy dignas de ser tenidas en cuenta, de que nació en Madrid. De niña fue rubia, blanca, sosegada, devota, simpática. Con los años se le fue oscureciendo el pelo, agruesó, perdió parte de su alegría y de su simpatía, pero aumentó su prodigiosa energía espiritual. Siempre fue su concepto de la religión bastante rígido, lindando con la intransigencia.

Llegada de Isabel a la corte

Muerto el rey don Juan (Valladolid, 1454), ocupó el trono su hijo don Enrique IV, habido de su primera esposa, doña María de Aragón, y por ello hermanastro de la futura Isabel I. Esta y su hermano don Alonso quedaron recluidos en Arévalo con su madre doña Isabel. Muchos años tristes. Muchos años eslabonados de penas y sobresaltos. La niña Isabel reza, lee libros ascéticos, sueña, atiende efusivamente a su madre, en quien la locura empieza a manifestar sus rigores. Pero su hermanastro el rey decidió que Isabel y Alonso marcharan a la corte, establecida en la ciudad de Segovia. Porque pensaba lo útil que podría ser a su política el casamiento de su atractiva y seria hermanastra. A punto estuvo de contraer forzado matrimonio con el rey don Alfonso de Portugal. Poco después aún peligró más su futuro, pues que don Enrique dispuso su enlace con el brutal, vicioso y poderoso caballero don Pedro Girón. Menos mal que la Providencia, velando por tan honesta doncella, determinó que don Pedro se rompiera «la crisma», cayéndose del caballo — que montaba ebrio — cuando se dirigía a Segovia en busca de su codiciada futura esposa.

alcazar de segovia
Alcazar de Segovia

Pacto de los Toros de Guisando

A Isabel sólo le consoló de tantos pesares, de tantos sobresaltos, la presencia a su lado de su muy amado hermano Alonso. Pero este consuelo terminó pronto, pues don Alonso murió al año siguiente en 1468. Y casi en seguida se iniciaron las conjuras en torno a otra desgraciada criatura: la princesa doña Juana, hija de Enrique IV y de su hermosísima esposa doña Juana de Portugal; pues eran muchos en Castilla, nobles y plebeyos, los que creían que doña Juana no era hija legítima del monarca, sino habida del adulterio de doña Juana con el favorito don Beltrán de la Cueva; de aquí que la denostaran con el infamante calificativo de Beltraneja. Estos nobles, muerto el infante don Alonso, tomaron a Isabel como su reina y juraron luchar a su favor. Pero Isabel, dando pruebas de cordura y respeto a su hermanastro, se negó a llamarse reina y aun se retiró al convento de Santa Ana, en Avila.
En algún momento de honda turbación, muy enamorado pero muy celoso de su esposa, inclusive haciendo buena — en parte — la calificación futura que le daría la Historia de Impotente, don Enrique accedió a reunirse con su hermana Isabel en el Monasterio de Guisando (Avila), en los límites de esta provincia con la de Madrid. De esta reunión salió el llamado Pacto de los Toros de Guisando, concertado el 18 de septiembre de 1468, y por el cual era Isabel considerada como heredera del reino de Castilla; consideración que llevó aparejada la aceptación de la bastardía de la también bella y desdichadísima doña Juana.
Por supuesto, consecuencia inmediata al Pacto fue la de casar a Isabel. El rey don Enrique pretendió dos matrimonios: el de Isabel con el rey Alfonso V de Portugal y el del heredero de éste, príncipe don Juan, con la bastarda doña Juana. El proyecto se malogró. Porque Isabel estaba enamorada del príncipe heredero de Aragón, don Fernando… Auxiliada eficazmente por el arzobispo Carrillo y por el almirante don Fadrique Enriquez, Isabel buscó refugio en Valladolid. A un mismo tiempo, el príncipe de Aragón don Fernando, disfrazado de mozo de mulas, se adentró en Castilla. Y en el Palacio de Vivero contrajeron matrimonio el 19 de octubre de 1469. Detalle curioso: el arzobispo Carrillo, permanente conspirador y sujeto de «vaga moral», falsificó la Bula pontificia, en la que se dispensaba el parentesco existente entre Isabel y Fernando.

Nuevo inicio de batalla en Castilla

Parece innecesario declarar que cuando se enteró de este matrimonio, el rey don Enrique «montó en cólera» y determinó «tomarse gran venganza». Que consistió en gritar que doña Juana «la Beltraneja» era su hija legítima, y que sólo ella era la heredera de su reino. Los gritos y el reconocimiento del monarca llegaron tarde; y la infeliz princesa se encontró con escasísimos defensores para sus derechos. Escasísimos, pero algunos de ellos poderosos, intrigantes hasta la obsesión: el marqués de Villena, el conde Arévalo, y el danzante arzobispo Carrillo que había cambiado de bando como quien cambia de camisa. A estos poderosos partidarios de «la Beltraneja» se unió el rey don Alfonso de Portugal, a quien Isabel había dejado «compuesto y sin novia». Ni corto ni perezoso, don Alfonso decidió quitar su novia al hijo y ser él quien
contrajera esponsales —en Plasencia— con doña Juana. Apenas celebrados los cuales, don Alfonso, al frente de aguerridas huestes, penetró en Castilla por Zamora y Toro. Pero en Toro sufrió derrota casi vergonzosa ante las tropas que mandaba el propio don Fernando de Aragón. Posiblemente este suceso determinó que las Cortes, reunidas en Madrigal, reconocieran a Isabel como la heredera única de don Enrique IV.

Isabel y Fernando reyes de Castilla de Aragón

Poco después, Isabel y Fernando, con un gran ejército marcharon a tierras extremeñas, en las que se habían refugiado los nobles y el arzobispo partidarios de «la Beltraneja»; porque el rey de Portugal había huido con ligereza de corzo hostigado a sus inviolables tierras. Al marqués de Villena se le privó de su señorío de Trujillo. Todavía durante algún tiempo «colearon» las pretensiones portuguesas acerca de Castilla; pero derrotado el rey don Alfonso en Albuera 1479, hubo de aceptar el Tratado de Alcozobes, en el que tanto él como doña Juana «la Beltraneja» renunciaban a sus pretensiones. Y como en 1479 falleció el rey de Aragón don Juan II, y como desde 1474 —año en que murió Enrique IV — era reina de Castilla Isabel, en aquel año quedaron unidas las coronas de Castilla y Aragón. Aprovechando aquella «clarita» en las guerras intestinas y en las políticas subversivas, los monarcas decidieron dar batalla a fondo contra la nobleza, para privarla de sus abusivos poderes y feudos sobre más de media España; pues desde el siglo X hasta el XV, los monarcas poseyeron menos tierras y riquezas que sus nobles, a quienes debían aquéllos agasajar y seguir regalando si deseaban que éstos les prestasen hombres y dinero para proseguir la reconquista de todo el territorio español, mucha parte del cual aún poseían los musulmanes.

reyes catolicos
Reyes católicos

Estabilización del reino

El problema no resultó nada fácil para aquellos monarcas que querían ser únicos rigiendo un gran pueblo también unido. Tuvieron que pelear arma en mano en Galicia, contra nobles y prelados levantiscos, y en Guipúzcoa contra Francia, asimilarse los Maestrazgos de las Ordenes Militares, pacificar la Andalucía, esquivar los laberintos que les había tendido el audaz y mefistofélico marqués de Villena… Con tacto, con energía, con halagos y favores, o con severidad y castigos, poco a poco lograron organizar un Poder legal sin mediatizadores. Iban de un lado a otro por el mapa de España; Isabel en su yegua blanca. En Sevilla les nació su primer hijo, Juan, que, además del natural heredero, fue quien desbarató definitivamente los proyectos portugueses de invasión.

España, primer Estado moderno

Isabel, mientras luchaba, organizó, desplegó su sueño en realidades, estudió afanosa. Aprendió el latín y «casi» el griego. Legisló no sin antes tener conocimiento de las disciplinas jurídicas vigentes en los antiguos reinos. Y quedaron delimitados —en unidad geográfica— los poderes de ambos cónyuges. Bajo la fórmula unitaria del Tanto monta, monta tanto, cada cual administraría su predio. Isabel es reina de Castilla, Fernando es rey de Aragón. Así se dio el caso que el descubrimiento de América se realizó bajo los pendones de Castilla y León, aunque se considere «hazaña general española». Por todo lo cual, Isabel y Fernando — yugos y flechas para su escudo — lograron organizar el primer Estado moderno, con unas Cortes que eran también modelo de perfecta democracia.

Reconquista del reino de Granada

Pero la fórmula de Estado que implantaron los Reyes Católicos no se correspondía con la integridad del cuerpo físico de la nación. España seguía repartida. Todavía en sus tierras del sur existían fragmentos de lo que fue poderoso Califato de Córdoba. Era preciso poner el broche a la reconquista empezada, siglos antes, en un rincón asturiano y en otro rincón pirenaico. Este broche no se cerraría mientras hubiese musulmanes en el llamado reino de Granada. Y contra este reino dirigieron sus ejércitos Isabel y Fernando. El monarca, con su habitual arrojo, al frente de sus huestes. La reina, derrochando energías en los frentes de combate y en la retaguardia. Ante Málaga — 1487 —, en las operaciones que determinaron la rendición del Zagal. Ante Granada, creando la ciudad de Santa Fe, y el primer hospital de sangre; allegando dinero, estudiando planes, sacando levas, animando a los atacantes de vanguardia. Un día de 1492 logró entrar en Granada. Isabel pudo sonreír con plenitud de gozo. La unidad española se había completado. (Sólo con ciertas reservas, pues quedaba por añadir la tierra navarra.)

guerra de granada capitulacion
Reconquista de Granada

Unión de reinos

Isabel y Fernando, ella con asombroso instinto político, él con su astucia diplomática y su sabiduría política —inspiradoras de maquiavelismos especialmente «fabricados» para el mejor príncipe europeo —, pensaron en el valor de las alianzas familiares para fines de interés internacional. Los Reyes eran los «propietarios» de los países que gobernaban. Por ello, si los «propietarios» se unen, si las Casas familiares reinan, la paz entre los príncipes cristianos es un hecho. Los hijos de Isabel y de Fernando enlazarían Cortes con Cortes sin necesidad de acudir a las guerras. Para Portugal destinaron a su primogénito don Juan, ya que el casamiento de éste con la heredera de aquel reino conseguiría la tan ansiada unidad peninsular.

Unidad de fe, expulsión de los judíos

La unidad española quedó afirmada sobre dos pilares ingentes: el territorio y el Estado sin mediatizadores. Pero aún faltaban la unidad religiosa y la unidad de raza. Para conseguir una fe sin desviaciones era indispensable la propagación obsesiva del catolicismo. Los musulmanes y judíos hispanizados fueron respetados en sus creencias. Pero algo ocurrió entonces que originó alarma en los soberanos. Por el Mediterráneo pululaba la piratería turca y berberisca. Las costas españolas quedaron casi cerradas a una navegación normal, pues las leguas para la vigilancia eran muchas y los piratas parecían contar con auxiliares poderosos tierra adentro. Tanto por propio convencimiento como para ganarse la confianza de sus súbditos, los Reyes Católicos, haciendo caso omiso del respeto a los judíos determinado en las capitulaciones de Granada, publicaron — 1492 — la orden de expulsión contra los hebreos. Expulsión injustificada y dañosa para España, cuyo motivo último pareció ser el especialísimo caso del Santo Niño de la Guardia, asesinado en una parodia de crucifixión.

Descubrimiento de América

Como si Dios quisiera premiar los admirables ideales y trabajos de Isabel y Fernando, en 1492, bajo el empuje de Castilla y León (pues Aragón y Cataluña, haciendo reservas, habían alegado, como escribe Tarsicio de Azcona, «reparos jurídicos», «dudas técnicas», «dificultades prácticas»), se lanzan los marinos de Moguer, capitaneados y dirigidos por Martín y Alonso Pinzón, a la aventura que ha organizado «como en ensueños» Cristóbal Colón, tratando de hallar el camino directo entre el Occidente europeo y el Este asiático, con lo que se acortaría el camino comercial del tráfico de especias, tan apreciadas y bien pagadas. Por su parte, los andaluces de Huelva estaban seguros de que entre Europa y Asia se interponía otra tierra. La historia de Alonso Sánchez de Huelva corría de boca en boca. La confluencia de las dos convicciones —la de Colón, camino del Asia, la de los andaluces occidentales, nuevas tierras que buscar— determinaron el descubrimiento del continente infelizmente «bautizado» como América. En el cual descubrimiento se empleó Castilla, que tanto monta como Isabel, muy a fondo. Pues Castilla era africana, oceánica ante todo, amiga de ampliarse, ensancharse. La conquista de las Canarias ya había marcado, muchos años antes, este destino. Pero hay que guardar un gran respeto para los recelos del agudísimo Fernando, cuya política —más cercana, más «a la vista», de muy antiguo ya comprobada— era plenamente mediterránea. Política flechada hacia Italia, hacia el norte de Africa. Isabel, al final de su vida, pareció comprender, y compartir, esta política fernandina, especialmente la referida al norte africano.
El anuncio de que son tierras descubiertas son riquísimas empujaron a miles y miles de españoles a las fabulosas tierras de América. El mundo cuya puerta había abierto Isabel le va a quedar pronto pequeño a una España que asombrará, que atemorizará al orbe.

reyes catolicos y colon
Los Reyes Católicos y Cristobal Colón

La santa inquisición

Antes de estos sucesos en 1478 autorizó el Pontífice Sixto IV a los Reyes Católicos el establecimiento de la Inquisición, para que ésta velara con rigurosidad por el mantenimiento de un catolicismo químicamente puro en todos los territorios nacionales. A esta institución, y a su inquisidor general fray Tomás de Torquemada, debieron los judíos su expulsión. Antes aún, en las Cortes de Madrigal, de 1476, quedó fundada la Santa Hermandad, una institución benemérita dedicada a imponer la tranquilidad en pueblos y caminos, a terminar con el bandolerismo reinante, a romper cuantas anarquías pudieran levantarse; los cuadrilleros — soldados a caballo — de la Santa Hermandad, constituyeron las más eficaces milicias de gobierno interior. Isabel impuso la Santa Hermandad en Castilla y León. Pero Isabel y Fernando no lograron imponerla en los reinos de Aragón y Cataluña sino «provisionalmente»: impuesta en 1488, quedó suprimida en 1510.

Conversión obligada de musulmanes

Nuevas empresas de Isabel y Fernando fueron la creación de un ejército permanente; la estabilización del Consejo de Castilla; la imposición de una monarquía absolutamente absoluta; la incorporación a la Corona de las Ordenes Militares; la conversión al catolicismo de cuantos musulmanes quedaban en España, misión en que ayudaron a la reina el famoso cardenal Mendoza y el no menos famoso cardenal Francisco Jiménez de Cisneros. Esta última empresa motivó que, sublevados muchos musulmanes — moriscos — que deseaban conservar su religión, se refugiaran armados en las Alpujarras, defendiéndose hasta encontrar la muerte. La Capitulación que se les otorgó —en mayo del año 1501 — les colocaba ante la disyuntiva de convertirse, siquiera fuera «de dientes afuera», o abandonar España. Tan impolítica medida motivó la salida de España de los más abnegados trabajadores de sus tierras: los moriscos, algunos de cuyos cultivos todavía se conservan, inmejorables.

Peligro en la sucesión

Los últimos años vividos por la reina Isabel I no fueron ciertamente eslabones de regocijos, sino engarces de hondísimas penas. Su hija primogénita Isabel, casó primero con don Alfonso de Portugal, y muerto éste contrajo nuevo matrimonio — 1497 — con el primo de aquél, don Manuel «el Afortunado»; pero murió del sobreparto de su primer hijo, llamado Miguel. Un año antes habíanse festejado dos bodas: la del príncipe don Juan de Castilla con Margarita de Austria, y la de doña Juana con el archiduque de Austria don Felipe. El 4 de octubre de 1497 murió en Burgos el príncipe don Juan, quedando un solo vástago de su sangre: el príncipe Miguel. Pero este niño murió cuatro años más tarde. Y sólo quedó como heredera de «tan grandes reinos» la princesa doña Juana, que ya había comenzado a enloquecer, pero que siéndolo de amor parecía locura natural, curable a plazo más o menos largo. Fracasaron, pues, los proyectos de Isabel para constituir una gran Casa Familiar Europea. La sucesión se vio en peligro, y hubo de dar a España en manos extranjeras. Se torció el camino de África por el tirón violento que dio el Oeste inédito. España iba a pechar con una tarea superior a sus fuerzas físicas, y productora de una nueva anemia nacional: la falta de sangre joven, derrochada en América, y la falta de oro. La falta de proporción entre el esfuerzo y los medios, la envidia y los ataques en rapiña de otros países poderosos, ponían en peligro inclusive la conservación de lo descubierto a precio de sangre preciosa.

Muerte de Isabel

Pero aun cuando la fortuna «ha hecho lo que ha querido, aunque ellos hicieran lo que han podido» —como podría escribir Quevedo—, del glorioso reinado de Fernando y de esa incansable, heroica, tenaz hasta agonizando, Isabel, quedaron en pie por los siglos de los siglos la Unidad nacional, la religión esclarecida y… ¡América! Nadie podrá disputar la mayor fama que concede la admiración del mundo a esta singularísima mujer, que un día de 1504 a duras penas se bajó de su cabalgadura —su famosa yegua blanca— a la puerta de un viejo caserón de Medina del Campo, cayendo desvanecida en brazos de sus damas. El 26 de noviembre de aquel año entregó su alma a Dios, estando sentado a la cabecera de su lecho —ningún testimonio mejor que el cuadro de Rosales— su esposo don Fernando, cuyo rostro tenía ya algo de estatua orante… Poco antes de morir, dictó Isabel su testamento, prodigio de discriminación, de justicia y de fecundo amor. Además de testamento podría decirse de él que es un tratado de bien gobernar. A este testamento añadió un codicilo el 3 de noviembre.

muerte isabel de castilla
Muerte de Isabel de Castilla

Testamento

Las principales cláusulas del testamento fueron: que deseaba ser enterrada en el Monasterio de San Francisco, de Granada; que deseaba se pagasen cuantas deudas hubiese contraído en vida; que se le aplicasen veinte mil misas en los conventos y parroquias de España y América; que instituía por heredera general de todos sus Reinos, Tierras y Señoríos, y de todos sus bienes raíces, a su muy amada hija doña Juana, Archiduquesa de Austria; prohibición de conceder oficios, tanto civiles como eclesiásticos, a los extranjeros; que las islas Canarias quedarían adscritas al reino de Castilla y León; que en el caso de incapacitación de su hija, quedase por gobernador de los reinos el rey su señor, hasta que el infante don Carlos, su nieto, llegara a la edad de regirlos por sí mismo; que exige a sus sucesores no cesen en la conquista de Africa y «de pugnar por la fe contra los infieles»; que deseaba fueran entregadas al rey don Fernando la mitad de las rentas que llegasen de América; que repartía sus joyas entre sus hijos y varios monasterios, donación a la que añadió esta enternecedora cláusula: «Suplico al Rey, mi Señor, se quiera servir de todas las dichas joyas e cosas o de las que más a su Señoría agraden, porque viéndolas pueda tener más continua memoria del singular amor que a su Señoría siempre tuve; y aun porque siempre se acuerde que ha de morir y que le espero en el otro siglo, y con esta memoria pueda más santa e justamente morir»; que nombraba sus testamentarios a Cisneros, Fonseca, Juan Velázquez, fray Diego de Deza y Juan López de Carraga; que ordenaba se terminase de construir la capilla real de Granada.

Codicilo

Las principales cláusulas del Codicilo son éstas: que se empleasen justamente las rentas de Cruzada, Ordenes y Encomiendas; y… «Suplico al Rey mi Señor muy afectuosamente, que los indios vecinos y moradores de las dichas Indias e Tierra Firme, ganadas e por ganar, no reciban agravio alguno en sus personas ni bienes, mas manden que sean bien e justamente tratados».

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