
Fotaca de Choche, compañero de fatigas. Un piano y una guitarra eléctrica, nada más. Cuando observo la instrumentación y el formato del concierto sé que me va a gustar. Sé que voy a enfrentarme a un espectáculo diferente, innovador, radical. Y así es. Iván Ferreiro sale al escenario acompañado de su hermano Amaro, con una preciosa Fender Telecaster, y comienzan a sonar canciones que en realidad son poemas, pero que, sin duda, fueron concebidos como himnos.
El show estaba estructurado en tres partes. Una hora de temas más o menos tranquilos, íntimos, de la última hornada en solitario del cantante gallego. Una selección de canciones extraordinarias, interpretadas con una carga emocional y sentimental importante. Para entonces, la gente aún no se había animado a cantar en alto, con una mezcla de vergüenza y respeto que, para qué negarlo, no me acababa de convencer.
Una hora después del comienzo, los Ferreiro abandonaban en el escenario. El público se puso de pie y, algunos, pensaban que el espectáculo había tocado a su fin. 23 euros por una hora nos parecía excesivo, pero todo el mundo sabe, a no se que no haya visto más de tres conciertos en su vida, que lo que pretendía Iván Ferreiro era, simplemente, cambiar el registro. Así pues, un par de minutos más tarde, con la copa de vino tinto rellenada, Iván volvía al escenario a interpretar su segundo pase, a priori más íntimo, sin guitarra, en solitario: piano y voz. Simplemente.
Sonaron los viejos himnos de Los Piratas. Un remake años noventa que, en realidad, es lo que esperaba buena parte del séquito de seguidores. Un ejercicio de nostalgia que a mí, particularmente, no me interesó demasiado porque seguía pensando en el anterior pase, el verdaderamente innovador. Aún así, el público disfrutó mucho, se escuchaban las canciones en el patio de butacas, coreadas por decenas de personas y jaleadas dese el escenario por el músico vigués, profesional y experimentado, sabedor de cómo torear al público para que se involucre.
No iba a cerrar su show con temas de Los Piratas, no podía ser, porque ahora Iván Ferreiro camina en solitario y debe reivindicar su obra nueva en cada concierto. Entonces volvió la guitarra y sonó más cañera, más potente, porque ese último trocito fue la apoteósis, el pop-rock llevado hasta la extenuación, canciones como Turnedo sirvieron de cierre para uno de los mejores conciertos que he podido ver en esta ciudad en el último año. Una lección de humildad y buen hacer. Una defensa en directo de un recopilatorio extraordinario: confesiones de un artista de mierda.