Revista Cultura y Ocio
Entre los colegas de delirio larriano compartimos siempre una muletilla que parece refulgir en casi todas las ocasiones y es, sin duda, apta para variadas y numerosas circunstancias. La sentencia a la que me refiero, que Larra escribió en su artículo "Horas de invierno", no es otra que la consabida: "Escribir en Madrid es llorar, es buscar voz sin encontrarla". Frase que esta escribiente desgasta y vilipendia a fuerza de repetirla. Sin embargo, mi afán reiterativo se debe a que no he encontrado una cadena de palabras que sintetice con mayor perfección esa frustración, que tarde o temprano acaba poniendo una molesta zancadilla a la escritura y, por ende, a los propios escritores. Un siglo después de que Mariano José de Larra publicase el mencionado artículo en las páginas de El Español, nacía en Nueva Orleans John Kennedy Toole, apenas un germen de vida, un suspiro de carnes indefensas que se convertiría, 32 años después, en el símbolo del escritor malogrado, habitante de las ruinas de su ego, buscando una voz, un lector que hiciese viva la novela más allá de su fantasía. Y no lo encontró.
"La palabra escrita necesita retumbar, y como la piedra lanzada en medio del estanque, quiere llegar repetida de onda en onda hasta el confín de la superficie; necesita irradiarse, como la luz, del centro a la circunferencia". He aquí otro extracto de Larra aplicable a Kennedy Toole. Algunos escritores proyectan en la escritura fórmulas terapéuticas y sanadoras, como si fuera el alivio de males, un remedio de brujos. Pero es, sin duda, un barbitúrico descortés: siempre le pides más de lo que te entrega. Por eso Toole, al bordar el final de su libro La conjura de los necios tuvo la convicción de que se hallaba ante una obra maestra. Y esta aspiración fue consumiéndose en su magnanimidad, cuando rechazaron el escrito en varias editoriales. Intuyo que pasado el tiempo, Kennedy Toole se hubiese conformado con tener lectores. Pero, claro está, tampoco los encontró (no, al menos, en su tiempo).
Los biógrafos debaten desde hace años si éste fue el verdadero detonante del prematuro y truncado final del escritor estadounidense. En 1969, cuando tenía 32 años de edad, emprendió un viaje en su coche, salió del estado, recorrió los viales, visitó la tumba de Flannery O'Connor y en una carretera secundaria a las afueras de Biloxi (Mississippi) decidió sustituir su alta ingesta etílica por una sobredosis de monóxido de carbono: Colocó un extremo de la manguera en el tubo de escape, introdujo el otro por la ventana del conductor y el motor en marcha hizo el resto.
Sin embargo, los biógrafos más escabrosos apuntan a que este final acelerado, se debió a una posible homosexualidad encubierta y a una sobreprotectora relación familiar, en la que el amor desmedido y el control carcelario de su madre acabaron por germinar en Kennedy Toole la semilla de un pequeño Norman Bates. Aunque, como comprenderán, estos delirios freudianos producen en esta Trilby una especie de escalofrío emocional. No voy a negar que la figura materna está llena de controversias (se deshizo de la nota que su hijo dejó escrita al suicidarse y sólo ofreció versiones contradictorias) pero fue gracias a la insistencia de esa madre, Thelma Ducoing, por la que llegó a publicarse La conjura de los necios, convirtiéndose en una obra póstuma laureada por la crítica y consagrada como uno de los máximos exponentes de la comedia norteamericana. El filósofo y escritor Walter Percy explica en el prólogo de la obra cómo la insistencia de la ya viuda madre de Kennedy Toole acabó por ser insalvable. Se decidió entonces, con escepticismo, a comenzar a leer el manuscrito "una copia a papel carbón, apenas legible", explica. "Sólo quedaba una esperanza: leer unas cuantas páginas y comprobar que era lo bastante malo como para no tener que seguir leyendo. (...) Pero, en este caso, seguí leyendo. Y seguí y seguí. Primero, con la lúgubre sensación de que no era tan mala como para dejarlo; luego, con un prurito de interés; después con una emoción creciente y, por último, con incredulidad: no era posible que fuese tan buena".
Y de esta forma tan absurda, porque Walter Percy cedió ante la persistencia de una anciana, el universo literario norteamericano pudo fagocitar a uno de los personajes más esperpénticos, alocados, desmedidos y divertidos que haya lucido jamás su firmamento: Ignatius Reilly, célebre protagonista de la conjura, a quien Percy califica como "un tipo raro, una especie de Oliver Hardy delirante, Don Quijote adiposo y Tomás de Aquino perverso, fundidos en uno". En cualquier caso, el suicidio de Toole ofreció a su obra la vuelta de tuerca necesaria para convertirla en leyenda y ser tildada de "maldita". Como el periodista Fran Casillas señala en el artículo conmemorativo del 40º aniversario de la muerte del escritor, hasta la adaptación cinematográfica que se prepara desde hace años se ha impregnado de ese sino abrupto. "Todos los intentos serios de crear un filme han tropezado con funestos acontecimientos", desde la repentina muerte de los intérpretes principales al propio huracán Katrina, el fenómeno natural que acabó dinamitando el escenario de rodaje en Nueva Orleans. Y es que, como cita el artículo, "es la película que todo el mundo en Hollywood desea rodar pero nadie quiere financiar".
Al margen de las vicisitudes cinematográficas, obra y autor fueron galardonados con el Pulitzer en 1981. Pero la muerte dulce de Kennedy Toole, 12 años atrás, sólo pudo ser testigo del silencio y de la incomprensión. Su fama llegó a ser tal, que rescataron un libro de su juventud (La Biblia de Neón, escrita cuando tenía 16 años) para aprovechar el tirón comercial. Y, finalmente, Kennedy Toole, ése que quebró su pluma sin llegar a encontrar voz, ni público alguno; acabaría por generar una marabunta de lectores solícitos que reclamaban un legado mayor, más tinta del escritor. Pero, por caprichos del azar, él, ignorante de su propio éxito, había vaciado sus cartuchos, tiempo, mucho tiempo atrás.