En Hollywood, a principios de los cincuenta, vuelve el cine religioso que había triunfado en los años 10 y 20: Christus (Antamoro, 1915), Intolerancia (Griffith, 1916), I.N.R.I. (Wiene, 1923), Los diez mandamientos (DeMille, 1923), Ben-Hur (Niblo, 1925), Rey de Reyes (DeMille, 1927). Solo que ahora vuelve con más esplendor que el de antaño: grandes estrellas, impresionantes decorados y una espectacularidad que recuerda aquella primera época de DeMille.
Son películas llenas de pietismo y sensibilidad, aunque sólo parcialmente tratan sobre la vida de Cristo. En ellas -y esto es lo definitivo- Jesús aparece casi siempre en solitario y frecuentemente de espaldas. Por tradición puritana o por miedo a no reflejar adecuadamente su imagen, el rostro del Señor es hurtado a la mirada de los espectadores y aparece distante, como en un trasfondo misterioso.
De esa época es la cinta Quo Vadis? (1951), remake de un filme italiano de 1912, que narra la tantativa de huida de Pedro de la Ciudad Eterna durante la persecución a los cristianos. Dos años más tarde Henry Koster rueda La túnica sagrada (1953), la primera película filmada en Cinemascope, que obtuvo cinco candidaturas a los Oscar, incluidos los de mejor película y mejor actor (Richard Burton). Burton interpreta a Marcelo Gallo, el centurión romano encargado de supervisar la crucifixión, cuya vida cambia para siempre cuando, al pie de la cruz, gana la túnica de Cristo en un juego de apuestas. Su acertada narración, y un reparto selecto que incluye a Victor Mature y Jean Simmons, hacen de ella una de las películas religiosas más renombradas de la historia del cine, aunque sólo tangencialmente nos habla de Cristo.
Todavía en la década de los cincuenta, aparece Ben-Hur (1959), una gigantesca producción de casi cuatro horas, remake del filme de Niblo, que batió todos los récords de taquilla en el mundo entero y llegó a ser la cinta más oscarizada de la historia: once estatuillas, incluyendo las de mejor película, mejor director (William Wyler) y mejor actor (Charlon Heston). El personaje de Judá Ben Hur, injustamente condenado a galeras, encuentra ayuda y consuelo en un Jesús de Nazaret al que nunca llegamos a ver (tan solo su sombra, o de espaldas, o de muy lejos), y con el que volverá a encontrarse en la subida al Calvario y en las escenas de la crucifixión: un encuentro que le permitirá convertirse, volver a la fe perdida y recuperar a su madre y a su hermana, enfermas de lepra.
Con esa distancia se mostró en los años 50 el rostro de Jesús. Poco después, el rostro de Cristo se mostrará clara y directamente, sin sombras ni distancias. Pero eso será a la vuelta de los años sesenta. Y ese será ya otro Jesús...