Concluimos hoy esta serie sobre “Jesucristo y la Magdalena en el cine”. Primero vimos los datos históricos y el origen de la leyenda; después, la confusión de María Magdalena con la mujer adúltera en las producciones de Hollywood durante los sesenta; anteayer, nos fijamos en la identificación con la mujer pecadora en las producciones europeas de los 70-90; y ayer, su posesión diabólica (como señalan los evangelios) y su liberación por Jesucristo.
En la película que hoy comentamos –“La Pasión de Cristo”, de Mel Gibson- María Magdalena juega un papel fundamental. Por una parte, es la gran amiga y confidente de la Virgen en todo el drama del Calvario, la que siempre está a su lado, tratándola y cuidándola como una hija a su madre; por otro, muestra mejor que todos los apóstoles –con lágrimas, pero también con obras– su profundo amor a Cristo, por encima de su vida y aun de su propia honra.
Como única escena, he traído a este blog la fantástica secuencia en que ella y la Virgen recogen la sangre de Jesús con los paños que les ha facilitado Claudia Procla, la mujer de Herodes (según algunas tradiciones, Claudia se había hecho cristiana en secreto). En otro post anterior mostré el inicio de esta secuencia, cuando ambas llegan al patio vacío donde ha tenido lugar la terrible tortura. Ahora quiero fijarme, sobre todo, en el poderoso flash-back que traslada al espectador desde la escena de la flagelación a la escena del perdón: desde la máxima crueldad a la máxima misericordia. María Magdalena está arrodillada, limpiando la sangre; y en esa postura humilde, voluntariamente asumida, recuerda aquella otra en que se vio tirada y arrastrada por el suelo, humillada contra su voluntad. En aquel momento, sólo podía esperar la condena y el cumplimiento inflexible de la Ley: la mujer sorprendida en adulterio debía ser públicamente lapidada. Pero recibió otra cosa: recibió comprensión, ternura y perdón.
El flash-back es rico en contrastes. La escena parte del punto de vista de la Magdalena, casi a ras de suelo; y esa visión enlaza perfectamente con la mirada de la Magdalena-adúltera, totalmente a ras de suelo. Desde abajo, contempla el muro de indiginacion y rabia que está a punto de apedrearla. Pero entra en su campo de visión el pie de Cristo, que se impone, con autoridad. Y la tragedia se detiene. Jesús escribe unas palabras en el suelo: según algunos, escribe los pecados de los acusadores; según otros, escribe los diez mandamientos, que tan frecuentemente habían olvidado sus acusadores… Lo cierto es que, sin abandonar del punto de vista de la Magdalena, vemos al ralentí cómo los hombres van tirando las piedras que habían cogido para arrojarlas sobre su víctima, y se van marchando.
Y entonces viene el gesto sublime. Jesús se vuelve hacia la mujer, y ella –sin atreverse a mirarle–, adelanta su mano para tocar sus pies: en señal de agradecimiento, o quizás para tocarle –como la hemorroísa– y quedar así curada para siempre. Cuando finalmente le toca (¡Jesús se deja tocar por una pecadora!, dirán también en otra ocasión), María se siente con fuerzas para levantar la mirada y encontrarse frente a frente con Jesús. Pero Él no le recrimina, ni le condena, ni aparta la mirada: muy al contrario, tiende su mano para levantarla del suelo (literal y moralmente) en el que se encuentra.
Cuando ella se levanta y abandonamos el punto de vista a ras de tierra, el flash-back concluye y volvemos al presente de la sangre en el suelo. La Magdalena acaba de comprender la gran lección del amor. Entiende que aquella humillación que ella merecía ha recaído en Él, es esta humillación increíblemente despiadada; la acción de Cristo fue un acto de magnanimidad; la de sus verdugos, ha sido un acto de crueldad. Y se le hace patente el sentido de tan sangriento espectáculo: son sus propios pecados la causa de la flagelación, y de que Cristo haya tenido que derramar tantísima sangre.
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